Comentarios de apertura

Catalina Winderbaum

Todo era más grande que la primera vez.

Grande, blanco, luminoso…y vacío, muy vacío.

En la inmobiliaria el señor de la institución me contó: “Es de una señora de noventa años que donó el departamento y todo lo que contenía a cambio de que nos hagamos cargo de su cuidado. ¿Sabe?, lo que había adentro valía

más que el inmueble”.
Esa extensión saturada de vacío se prolongaba, tras el ventanal, en la ciudad y todo el cielo.

Abajo, la intersección de esas dos calles que al principio apenas me animé a situar en el mapa como un punto imposible sobre el que podía girar el compás de mi búsqueda.

Y ahí, justo ahí, lo encontré: mi primer departamento. Alquilado al i-lustre Cottolengo de Don Orione.
Me senté en el piso. Con un solo pensamiento: “¿por donde empiezo?”.

Buscaba con la mirada alguna señal.

A cambio, cada centímetro de pared, cada metro cúbico de ese espacio, me pedía algo.

Empecé a caminar por ahí sin tener donde llegar, abriendo botiquines, alacenas, placares, que no hacían más que sumar metros de inmensidad y demanda.

Traté de responder, contabilizando: los cubiertos de mango rojo, seis vasos, seis platos, tres repasadores, dos tazas, el título, mis primeros pacientes… y una tarjeta de crédito de medio pelo con la generosidad de sus seis cuotas sin intereses.

Demasiado poco, contando con que, desde el álbum de los quince para atrás, casi todo quedaría en la casa paterna.
Seguí dando vueltas, añorando, demasiado tempranamente, ese sentimiento de plenitud que había durado un solo instante: el de trasponer aquella puerta que separaba la satisfacción de lo logrado, de toda aquella inmensidad de la que, en ese acto, tenía que tomar posesión.
Así, hasta la última puerta, la del placard de la entrada.

Allí, el hallazgo.

En el piso, un gran óvalo de mármol quebrado, un pequeño busto de bronce de Sarmiento y, asomando por entre esos pedazos, un frasco…no, dos, de vidrio .

Revolviendo en esa mugre encontré unas piecitas de bronce.

Y con aquello entre las manos, volví a mi lugar. Ese único metro cuadrado de parquet que, hasta el momento, por re-habitado, merecía el pronombre posesivo.

Me dediqué largo rato a tratar de descubrir cómo encajaban esas partes. Qué con qué y cómo.

Resultó ser una tapita y media de bronce herrumbrado, abollado, expulsadas de sus bocas.

Precariamente armadas fueron a coronar esos frascos de vidrio macizo, labrado, con un cilindro calado en su centro.

Eran bellos. Sucios y bellos. Vacilantes, desprendidos de su base y sostenidos en su exiguo punto de apoyo.
Y de pronto, la emoción de descubrir…lo que parece obvio: alguna vez, para alguien, esto fue un tintero de verdad.
Pensé en la señora. ¿Serían suyos? Noventa años… ¿Cuándo se inventó la lapicera?

La luz los atravezaba por entre sus pliegues.

Eran…luminosos a pesar de todo.

Con sus trasparencias y opacidades, suciedad y herrumbre, reflejaban, refractaban, ese instante de intersección. La señora. Su decisión de empezar a partir. Mi búsqueda de un punto de partida.
La luz fue siendo más tenue.

Todo se fue atenuando.

El horizonte empezó a anochecer sin que me diera cuenta.

Miré el techo.

Y por fin…una respuesta: “Tengo que comprar una lamparita”.
La gran base de mármol fracturado y el Sarmiento decapitado, fueron a la basura.

Y los frascos, con el tiempo, restaurada su dignidad de tinteros a fuerza de maña y significación…

Uno, tuvo destino de regalo.

El otro, el de la tapita mocha, sigue sobre mi escritorio.

Reflejando, refractando, las luces y las sombras de cada día.