RELATOS LEJANOS Y CERCANOS Freud, Benjamín y las muertes.
Nicolás Casullo
Agradezco la invitación a este Encuentro, en el cual trataré de reflexionar en voz alta una suerte de cita entre ciertos pensadores y la reconstrucción de la memoria social en la Argentina. Estoy trabajando desde hace un tiempo la memoria de la violencia, la memoria de la muerte, que creo resulta el punto oscuro y abismal sobre el que nuestra comunidad nacional quedó casi cancelada, a pesar de que las comunidades canceladas aparentan seguir viviendo como si no estuviesen canceladas.
Sobre el tema de la memoria confluyeron los partidos políticos, las instituciones de derechos humanos, el periodismo progresista y por supuesto Las Madres que inscribieron en nuestra sangre este dilema, para de muchas manera terminar constituyéndolo como lo ultimo y único que en este momento existe en la Argentina en términos de recuperar una conciencia colectiva sobre una sociedad desintegrada.
Lo que me preocupó es ver a través de qué formas de conciencia se puede reconstruir una memoria de un pasado que nos sigue pasando, ahora con otras formas. Una memoria sobre lo acontecido por nosotros, en nosotros. Sintiendo que esa es la terrible dificultad de la Argentina: preguntarse y responder, alguna vez, sobre lo que ella es como sociedad. Un tema que en este Encuentro estaría en debate. Aunque últimamente ni siquiera sabemos muy bien – cuando debatimos – qué es en el fondo lo que estamos debatiendo. Qué es en el fondo lo que queremos debatir. Cuál es el fondo de nuestras palabras y nuestras cosas.
Aparece en mi preocupación una figura, que es la figura del sobreviviente político. La figura del que fue exiliado político (adentro o afuera del país). La de aquel que no fue esencialmente organismo de derechos humanos, que no fue madre, que no fue hijo ni joven heredero de una historia trágica, sino que fue militante. Fue cuadro político de los años 70, que sobrevivió. Que permaneció y permanece en absoluto silencio en cuanto a su relato posible de ser escuchado sobre la muerte, sobre la violencia, sobre la guerra.
Y para pensarlo tomaba dos textos que me parecen iluminantes: uno es de Sigmund Freud, “Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte”, que escribe en 1915. Es un texto sombrío, pesimista en extremo. Freud escribe en plena guerra europea. Escritura pariente de “su malestar en la cultura”, en cuanto a mirada crítica, desencantada de credos progresistas y del progreso. Freud plantea algo significativo, confronta la silueta del combatiente en guerra, de aquel que, como dice, ” es una partícula de una maquinaria guerrera”, con la de sus familiares. También hubo miles de “combatientes” en la Argentina en los años 70′. Muchos de ellos son hoy sobrevivientes – no muertos, no desaparecidos – también partículas de una maquinaria guerrera que hoy están en un silencio digno de ser pensado.
Freud piensa que aquellos que están en el frente peleando, sabiendo matar – así dice – son un relato demasiado lejano a la ciudad, a la polis. Inaudible, podríamos entender. Por lo tanto: un relato escaso. Un relato anacrónico a la propia actualidad. Una actualidad donde el propio Freud está pensando la suerte de ese relato muerto, distante, nunca arribado desde las líneas de batalla. El que supo como matar, también supo sobre el horroroso morir, reflexiona Freud. Lo oportuno para nosotros de esta figura del texto, es que en la Argentina, en la reconstrucción de una memoria de la muerte, el relato de un sujeto combatiente “lejano” ( ahora no en el espacio sino en el tiempo transcurrido) también está muerto. También es relato callado de un sobreviviente. De un hombre de “allá en el frente” que siguió con vida. Relato no hablado. Hablan (hablaron sobre todo) aquellos que no estuvieron en lo que se consideró el frente: la trinchera, la guerra revolucionaria, la célula combatiente, o la guerra sucia, o la guerra “entre ejércitos”, o el enfrentamiento armado, o el genocidio, o el exterminio implacable.
Pero Freud plantea que existe otro relato: el relato familiar. El relato de lo filiar, de lo parental, el relato de madres, esposas, novias, hermanos, que están esperando a aquellos que vuelvan del frente de guerra, muertos o vivos. Para Freud este es un relato de miseria anímica, así lo pinta: de una impotencia muy grande, de una desorientación evidente, de una conmoción espiritual poco envidiable y proyectada hacia la muerte.
Hay entonces algo así como una confrontación entre relatos, que conforma el definitivo acontecer de la muerte violenta, bélica, revolucionaria, contrarrevolucionaria. Esto es dato importante para nuestra crónica nacional: los silencios con respecto a la muerte que atravesó la Argentina. Silencios del relato silencio. Y silencios de los relatos que hablaron. Ambos nos devolvieron la “verdadera” historia, la verdadera entre comillas historia. Como plantea Freud en 1915, hay un lugar que siempre interpela a la guerra, a la violencia, a la muerte, es el lugar familiar. Indudablemente es ese lugar donde, desde Esquilo, la tragedia tiene lugar.
Hay otro texto que quisiera incorporar aquí, el de un pensador alemán que se suicida en 1942, Walter Benjamín. Años antes de su muerte Benjamín había trabajado un texto que llamó “El narrador”, donde también plantea esta figura que para nosotros – en nuestra crónica contemporánea de silencio – es la figura del hombre del lejano frente de guerra. En este caso del hombre que sobrevivió a la guerra y regresa a la historia de todos los días.
Benjamín habla del sobreviviente de la primera contienda europea entre 1914 a 1918. Para Benjamín esa figura regresante a la ciudad, al hogar, es la figura del silencio absoluto, del pétreo mutismo. La catástrofe ha acontecido – la muerte, el asesinato atroz masivo y prolongado – y los sobrevivientes tendrían para contar infinidad de cosas, esa inmensa e inimaginable verdad padecida de lo que fue el frente, la trinchera, la sangre, los cadáveres, las bombas, el cráter, la metralla. Sin embargo frente a las preguntas de los familiares, ellos, los combatientes de “las lejanías”, no cuentan ni dicen nada. Como encriptando la historia de la catástrofe. Como si su decir fuese tan requerido como inapropiado para las necesidades comunitarias
Para Benjamín ese sería la verificación paradigmática del fin de la narración en lo moderno. La barbarie civilizatoria ha triunfado: atrofia, anula, impide un narrar. Precisamente para Benjamín el que cuenta es aquel que “venía de lejos”. El que ahora no puede contar. La voz humana se desvanece, el contar interpersonal sería, a partir de ahí, lo excepcional. Según Benjamín aquel que formó parte del aparato de la guerra (podríamos imaginar: soldado, militar, infante, combatiente, guerrillero, terrorista), ese que participó de la escena del drama de matar y morir, es un testigo que regresa mudo. Empobrecido en experiencia existencial. Es una existencia empobrecida, pero a la vez por demás significativa. Su silencio marca una edad moderna en torsión. A lo mejor sus palabras no hubiesen podido dar cuenta del mal con tanta “resonancia”. La figura niega la posibilidad de (re)construir una historia. O no puede hacerlo: como si la novelística, el fantasma de Proust, fuese muriendo a pasos acelerados, extinguiéndose. Fin del narrar también como fin de una justicia que señale a los hacedores de las muertes.
Ahora bien, lo importante de lo que dice Freud y de lo que dice Benjamín sobre esa violencia tanática desplegada en lo social, es que aquel que debe contar la historia, su historia, no la cuenta. En realidad nunca la cuenta. No puede, no quiere, no sirve ya para eso. Y aquellos que no estuvieron en la historia, sirven para que esta pueda ser contada. El que cuenta la historia es ya siempre irremediablemente otro. Se ve obligado a contar lo que no sabe: sobre la muerte o el enmudecimiento. El acertijo de Freud y Benjamín es duro de roer: solo el sustraído de la historia, queda entonces destinado, fatalizado a mediar en el relato sobre las “veracidades”, el recuerdo y el olvido: el que no supo de una historia, el que no atravesó esa historia, el ausente a la experiencia. O la que no participó de la historia hasta el momento de la muerte, del desaparecido, del descubrimiento de una guerra sucia acaecida: las madres por ejemplo. Después entenderá, o reconstruirá, o suplirá el silencio, o paralizará todo. Pareciera ser que para tener “historia” de la violencia, guerra, muerte, hay que tener solo un relato fuera de escena, en tanto ésta ultima atrofia, enmudece, no busca nunca ser contada desde si misma.
Trabajaría un poco ahora sobre esta idea del relato de la muerte en el relato que busca el tiempo de la muerte. Lo busca para indagar qué fue, cómo fue un tiempo que no disimuló esta vez su barbarie. Que expuso su rostro tal cual. Lo busca inauditamente para entender por qué fue, para acceder rememorativamente a la muerte: a lo que Hanna Arendt tildará como rostro de la muerte, como “seña de la muerte”. Eso que no tuvo la Argentina, porque su muerto es un desaparecido, es un doble muerto. Es un relato de muerte metido en el relato de la muerte.
Freud y Benjamín encuentran que hay una tensión entre una memoria auténtica e indecible de la violencia, y una memoria que no sabe de que se trató, pero permitiría decir. Hay un testigo que no habla, que no puede, que está muerto, o “lejos”, o atrofiado. Y un pseudotestigo como voz sin dueño, que habla: que critica, que plantea una historia intransferible, íntima, pero donde estuvo ausente. Hay como dos grandes espacios que de muchas manera van a pretender resolver en un momento el relato de la muerte, el momento de la desaparición, asesinato, genocidio, de la violencia. O como dijeron recientemente el general Videla y Firmenich – que en eso están de acuerdo – el momento de la memoria de una guerra, simplemente. Para ambos. Lo que existió fue una guerra, dicen en este caso los dos cuando hablan, cuando al fin rompen el silencio. Algunos nos comportamos de manera profesionalmente sucia dice uno de ellos. Otros nos comportamos como “revolucionarios derrotados” dice el restante.
Por un lado tenemos entonces lo familiar. Del otro el relato del sujeto de la guerra. Por un lado la madre, del otro lado el testigo de lo bélico. Por un lado el damnificado, por el otro el sobreviviente. Por un lado el querellante, los organismos de derechos humanos. Por el otro lado el cuadro político sobreviviente, el miliciano, el guerrillero, el soldado “lejano” del frente. El que se fue, el que no quiso hablar, el enmudecido.
Por un lado el espectro, por otro lado la enunciación crítica, aquellos que trataron de reconstruir y de enjuiciar lo que había acontecido. Por un lado el desaparecido, por el otro lado el ex cuadro político militar, que es todo un tema en la Argentina.
El desaparecido tiene un rostro detrás, como en la nuca. Fue básicamente un cuadro político militar. Por un lado el genocidio, por el otro lado la guerra sucia según hablan los dos grandes “comandantes” del tiempo de la muerte. Por un lado el mundo de la vida, que sería el mundo de lo filiar que trata de recuperar, reconstituir, ligar, re-encontrar, reponer memoria, fijar victimas y victimarios, recobrar el habla, situar una justicia humana y política. Tomar la palabra, masticarla. Por otro lado el aparato de la guerra al que se perteneció. Sin boca ni lengua. Por un lado el muerto insustituible, el muerto de la madre, del hijo, del hermano. Por otro lado el muerto sustituible, el del compañero de una causa, el del sobreviviente de una cadena interminable que evidentemente “superó” el tema del muerto insustituible.
Por un lado la muerte tiránicamente negada por el poder, el desaparecido: y en ese mundo las madres cancelando trágicamente la historia con su política (impolítica) de “aparición con vida” como reclamo de lo humano sagrado sacrificado. Esto es: desde la miseria, la precariedad, la indigencia de un relato, como piensa Freud. Desde aquellos que lejos de la experiencia brutal y cierta de la muerte en el frente, no obtienen respuestas de los testigos, pero dan cuenta del horror. Por el otro lado, la muerte verdadera, desde el sobreviviente que política y militarmente supo siempre que murieron, que todos murieron. Eso que el sobreviviente fue sabiendo sin mayores dudas desde 1979-80: que estaban todos muertos como decían estadísticamente en ese entonces los boletines oficiales de Montoneros “en guerra”.
Por un lado, entonces, la tragedia desde lo filiar que es etico-política, impugnadora de un estado de las cosas, de lo histórico. Por el otro lado la historia concreta que es “teoría y praxis” en el escenario sacrifical del mundo. Por un lado el relato, por otro lado el silencio brutal de toda historia acabada con la muerte. En ese sentido creo que la Argentina no ha resuelto el tema de cómo tratar esa memoria. ¿Es posible de resolver? Tensión que permanentemente se está poniendo en discusión. Los empresarios, financistas, eclesiásticos y políticos callaron, las instituciones callaron, las fuerzas vivas del país callaron, la sociedad calló porque evidentemente estuvo mayoritariamente de acuerdo en 1976: había que limpiar la Argentina. La sociedad se autoabsolvió primero de los “sueños de liberación”. Luego se autoabsolvió de la limpieza necesaria practicada. Frente al silencio aprobatorio, no resistente, amedrentado del conjunto de la sociedad argentina ante el terror, quedó solo lo filiar. Las madres, después también los hijos. Y también este fallido testigo “lejano”, sobreviviente, actuante de la guerra, proveniente del “frente”, que cada tanto aparece y dice algo totalmente incomprensible para todos: para derechas e izquierdas. Leído como voz caída por Freud, como voz imposible por Benjamín, ese otro relato de la memoria del horror, la violencia, la muerte, sería en todo caso lo insoportable, lo incapacitado de fecundar en palabra, en conciencia, reflexión o teoría.
Desde esa perspectiva, termino mi intervención planteando otra imagen en ese texto de Freud. Dice que “la muerte nos enseña a encontrarle intensidad a la vida”. La muerte de un mundo en guerra, la muerte como masivo acontecer diario, hace más intensa, profunda, interesante la vida: la carga de un significado que se disuelve y se invisibiliza en la rutina de la vida cotidiana. Es brutal lo que dice Freud en tales circunstancias. Pero no nuevo, pertenece a la cultura de un pensar germánico, romántico al pie de sepulturas, nietzscheano frente a lo filisteo, ruso dotoievskano, francés soreleano, acrata extremo. Pero Freud agrega: en dónde encontramos, más allá de la guerra, también un saber realmente morir y un saber matar. En el relato de ficción. En la pura literatura. En esa ilusoriedad etica-estética-ensayística encontramos aquello que en las ideologías socioreligiosas está hipocritamente negado, biopoliticamente reprimido, institucionalmente censurado, culturalmente olvidado, comunitariamente tapiado: el sitio de la vida desde la muerte.
Por eso la literatura nos seduce. Encontramos la posibilidad de morir y matar. Como verdad de la sola palabra, como verdad irrebatible, autofundada, literaria, mítico-artística. Benjamín también, a su manera, dice que el moribundo ( pero ahora aquel que muere en la paz filiar, rodeado respetuosamente de los suyos) es el único que puede crear relato, si le permiten antes de morir contar lo que sabe. Trasmitir la vida, trasmitir la palabra a aquel que lo va a heredar. En este caso la muerte advenida – en el enunciador que va a morir – reactiva las significaciones. El mal, el sinsentido, el dolor, se incendia e irrumpe ahora genéticamente. Repone el mundo, reabre el por qué, reanuda la pregunta filosófica, refecunda la conciencia epocal, tanto individual como colectivamente. Saber de la muerte, dice uno. La muerte da saber, dice el otro.
Desde estas dos perspectivas, freudiana y benjaminiana, podríamos decir que el relato que nos falta, siempre, socialmente, historicamente, es un relato de la muerte. La memoria de la muerte en la Argentina, es un relato que va a tener que asumirse a través de la tensión, la contradicción, la ambigüedad de aquellos dos testigos: el dicente que no estuvo, el silente que estuvo. Es relato impronunciable, impensable: relato que en realidad habla, hoy, de la muerte de la Argentina.
Hay un relato, según Freud, cuyo silencio nos reanima – como “mal” – contra la pérdida de sentido, y posterga la consumación de la nada. Hay un relato, según Benjamin, que frente a la pérdida de todo sentido (la muerte), nos permite las heredades, la memoria del saber la finitud, el pozo de la vida. Cuando logremos sintonizar o sincronizar estos diálogos entre muertes, testigos y relatos, creo que avanzaríamos algo en cuanto a interrogarnos sobre el cáncer terminal que atraviesa hoy a la Argentina. Como si se nos aproximase la muerte de las cosas, y fantaseamos relatos lejanos que todavía no se escuchan. Y oímos relatos cercanos, repetidos, sin la menor distancia de las patologías, que se piensan “nuevos” pero en realidad aturden y confunden.
Es siempre, en nuestro caso, memoria de la muerte. Del homicidio, del terror social que nos sigue persiguiendo y nos espera permanentemente allá adelante, hasta que alguna vez sepamos que de eso se trataba.
Buenos Aires, 6 de noviembre de 2001