LABERINTO Y DESIERTO, ENCIERRO Y EXILIO

Eclusiones e inclusiones

Ernesto E. Domenech

Como ciertos mitos que retornan, la voz telefónica de Carlos Brück me invitó a participar de este Encuentro.
Entendí, según escuché, que trataría en torno a exclusiones. “El título tal vez incluya otras palabras” me explicó con calidez. Volverán a llamarte. Entonces (de alguna manera obsesivo, y otras tantas apurado) abrí un documento de word, escribí Exclusiones y lo guardé, con muy pocas palabras añadidas, con el nombre Exclusiones e inclusiones .

Pocos días después recibí un correo con el Título de este encuentro: “Laberinto y desierto, encierro y exilio”. Como verán “exclusiones” no figuraba, pero encontré otras palabras no menos graves y dolorosas. Me encontré entonces en un Laberinto, desierto de ideas, encerrado en mis obsesiones y exiliado de mis originales exclusiones.

¿Qué podría entonces hacer? Pues bien, volví a mi documento original, a ese curioso malentendido y me detuve en los encierros. Después de todo, pensé, los encierros a su modo, implican exclusiones. Ciertos encierros, insistí, importan verdaderos exilios dentro de una misma Patria. Las prisiones, por ejemplo, encierran en patrias minúsculas rodeadas de muros. Exilian de la Patria Grande que reproducen a imagen y semejanza a una escala a la vez más pequeña y más brutal. Son algo así como el botón que sirve de muestra de un abrigo que nos es tan extraño como familiar. Encierran biografías que se conocen poco en las carátulas de esos procesos que son puertas de entrada y de papel al mundo amurallado fuera de los confines urbanos. Reproducen un serie interminable de encierros laberínticos como los pasillos de tribunales que no sabemos bien a donde conducen, pero en los que en cualquier momento amanece un Minotauro voraz y depredador hablando un lenguaje extraño que nos sentencia sin que tengamos hilos de Ariadna alguno que nos conduzca a alguna entrada o salida familiar. Se comportan como los encierros nuestros de cada día. Como las vallas de los barrios cerrados emplazados tan en la periferia como las prisiones. Como las rejas de puertas y ventanas que pululan en el paisaje urbano, y rayan o cuadriculan el mundo de la vereda mirando desde adentro, o los ambientes interiores mirando desde afuera. O aquellas otras que regresaron para enjaular a los Palacios del Poder, las estatuas de las plazas o el agua de las fuentes. Son nuestras cárceles tan encierros como el de las de las farmacias y heladerías que se encristalan una y otra vez como se encristaló a Eichman para juzgarlo por sus crímenes de guerra. Pulperías panópticas que exilan a los clientes de los vendedores y dejan una puerta torno, o una ranura para que pasen billetes y vuelvan cucuruchos o medicamentos, o vueltos. Que los separan en la más absoluta transparencia a prueba de balas. Sitios locutorios de prisiones cotidianas que, a horarios fijos, ponen vidrios a los afectos y los contactos, y los escinden de la calidez de los cuerpos, al modo de los chats o los sms, que en algún sentido me suenen a sos. Encierros implacables que se replican en mil formatos distintos. El de las urgencias que nos transportan a velocidades crecientes de un sitio a otro y violentan toda intimidad posible. O la publicidad con sus descuentos por hoy o por ahora con cualquier tarjeta de débito, 10, 20 0 30por ciento off., “Llame ya” nos urgen, “llame ahora” insisten, con la prisa con que podríamos convocar al 911, o la urgencia médica que nos tenga afiliados. Encierros permanentes como el encierro de los objetivos y las ponencias, que se deben informar y acreditar, evaluar y publicar con referato, en planillas que condenan a computadora perpetua, o transportable para deglutir los tiempos del viaje. Los encierros del fast food que nos fast idia con carnes picadas en círculos perpetuos, y papas fritas homogéneas y predigeridas . O el aislamiento móvil de un conductor que circula acorralado por la música de su automóvil a tantos decibeles que se atontan los vidrios de las ventanillas. O la reclusión de un automovilista que embelesado, gira en las narices de otros sin advertencia alguna y sin advertirlo, ni advertirlos en absoluto. El de los habitantes de nuestros bares rodeados de televisores mudos que los acorralan con imágenes de noticiero, y sonidos vaya uno a saber de que procedencia. El de los transeúntes que se agolpan en lugares de esperas interminables. Sitios de aglomeración sin reunión alguna. Encierros con especiales reglas de silencio como se prescribieron en Auburn . Sitios en los que la palabra como medio de comunicación por contacto se ha exilado, como ocurre con los mensajitos de texto que cuestan mucho menos, se mandan, reciben y contestan cuanto se quiere para honra de la libertad y deterioro de la lengua. Lugares en los que la palabra se ha divorciado de las imágenes, y recluye a las personas en sus propios vericuetos y laberintos, porque a los laberintos míticos se ingresa en la más profunda soledad. Lo curioso del mundo de las prisiones es que hoy padece un divorcio semejante. Podemos ver parte de sus vericuetos con cámaras de vigilancia que los filman como un dios omnipresente desde un punto o un ángulo prefijados, y programas de t.v. por cable que las difunden o las producen adrede, con documentales y reportajes. Son algo asi como postales fragmentos, encuadres, que permiten imaginar los encierros y exilios de los castigos. Pero postales mudas, que se exhiben o envían, con pocas palabras. Sin embargo ciertos sonidos de las prisiones pueden atravesar los muros. Sonidos que no se corresponden ni con la filmografía, ni con la fotografía de las prisiones que se difunden. Tampoco con los aullidos o susurrros que uno puede conjeturar en su doloroso interior. Son otras palabras. Es que la telefonía fija o celular no reconoce reja alguna, de modo que uno puede levantar un tubo, pulsar un botón o levantar una tapa y escuchar “Esta es una llamada de una Unidad Penitenciaria” Y si llega Vd. a aceptar la llamada, si sus urgencias, laberintos y encierros cotidianos le juegan tan mala pasada, entonces concluirá encerrado de otro modo, atrapado por una red virtual, desafiado y atemorizado como los jóvenes atenienses con el Minotauro, secuestrado de algún modo, y exiliado de su más querida cotidianeidad.. Padecerá encierros imaginarios, y prisiones telefónicas. Estará enrejado pero no podrá ver las rejas que sus propios miedos forjan. De este modo los encierros se multiplicarán, se espejarán, como una justicia inversa que diese a cada uno su encierro, el que se merece o el que hereda sin beneficio de inventario. Tal vez no deba llamar la atención. Después de todo, nosotros los exiliados del vientre originario, habitantes de un valle de lágrimas, o de una caverna, desde el Génesis en adelante nos hemos dado a castigar con exilios de algún paraíso, y a convertir el desierto con el sudor de la frente en una inseguridad insobornable resistente a cualquier política efímera o sustentable. Renuente a cualquier innovación legal garantística, hipergarantística o blumberiana . Debemos parir con dolor y partir (caminantes al fin o y al cabo) con el enigma enorme de nuestra propia condición. Una partida inconclusa, un laberinto curioso que nos interroga, nos sugiere caminos imposibles, pasadizos sin salida, y una puerta única a la que se llega con intentos y frustraciones. Una y otra vez, amenazados con no poder abrirla nunca si permanecemos inmóviles, como en el cuento kafkiano. Una y otra vez como la cálida invitación de Carlos Bruck que se repite como su afecto.

Jorge Aulicino

Flaubertiana

El hirsuto
escriba, misántropo
ofuscado por sentencias
que de perfectas amenazan
con secarle el corazón,
pesadillas de páginas sobre nada,
estilo,
descubre en su espejo
las facciones de un buceador,
cómo se hunde y asciende,
obstinadamente,
las manos siempre vacías,
azulado el rostro;

hermanos,
en el sarcasmo del fracaso,
la obsesión de que las causas
malogradas son las únicas genuinas,

¡galeote y nadador,
sirviéndose con la inhumana
compulsión de que no haya
entre los principios del placer
sino el que se desliza
de la incertidumbre,
tentativa tras tentativa!,
¡el copioso placer de lo no fértil!

Alberto Girri (Buenos Airess, 1919-1991), Monodias, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1985

Después de 25 años continuados de democracia en la Argentina, las connotaciones de exilio y encierro siguen siendo limitadas. Refieren fuertemente a un pasado que sigue vivo en gran parte de nosotros. Pero para quienes nacieron pocos años antes de la última dictadura, durante la dictadura y después, aquellas cuestiones suenan ya, de algún modo, míticas. Los términos metafóricos, o equivalentes, colocados delante de “encierro” y de “exilio” en el título de estas jornadas, rehabilitan ese aire.
Los tomo en esa renovada dimensión, entonces, con sus insistentes destellos sobre la producción de sentidos y el trabajo intelectual.

Laberinto. En lo que a mí respecta, es un símbolo que no me atrae cuando se trata de representar los trabajos duros de la letra o las ideas. A tal punto ha enconchado su significado de encierro que su baja respiración metafórica enrace por sí sola todo intento de aproximársele.
Encuentro que el laberinto es una herramienta intelectual mohosa, muchas veces utilizada como comodín, rara vez como trampolín, si hemos de pagar tributo a la rima.
El mito del laberinto ha perdido su poder de representación casi por completo y se ejemplifica a sí mismo. No alienta en él la pesada y libidinosa respiración del Minotauro, carnívora, caníbal. Ni la audacia de Teseo que confiaba en sólo sus manos. El laberinto ha matado en él incluso la muerte, el sentido del sacrificio y del desafío a los límites humanos. Tampoco quedan harapos de su sentido político: el vestigio de la empresa de un héroe ático para liberar a su pueblo de un tributo sangriento. Ni hilachas restan del hilo umbilical de Ariadna que restituyó al héroe al regazo del que había partido. Si en el mito el palacio del Minotauro estaba poblado de ecos y probablemente de engañosos reflejos; de una calma numinosa; del hálito de una asechante y terrible maravilla a cuyo orgasmo se arrojaban finalmente víctimario y víctimas, hoy el laberinto no tiene siquiera el rumor de unas ruinas con vuelos de pájaros y hojas de hiedra movidas por el viento. Nada sensorial persiste de un relato mediterráneo, cuyos múltiples sentidos estuvieron durante generaciones ligados a dioses, reyes, héroes de mar y tierra, apareamientos, vindicaciones, degüellos y hecatombes. ¿Vivimos en un laberinto? ¿Estuvimos en un laberinto? No, más bien, estuvimos en una cárcel, y en una cárcel que fue vívido e intolerable desierto.

En el relato de su encuentro con James Joyce en 1921, Italo Svevo dice:

“Cuando Joyce me explicaba que el pan que un niño sueña con comer no puede ser el mismo que come en la vigilia, ya que no puede transportar al sueño todas las cualidades del pan, y porque, en consecuencia, el pan del sueño no podía estar hecho con harina corriente (flour) [flava] sino con harina designada con un sonido similar (flower) [flawr], una flor que le quitaba algunas cualidades y le imponía otras más adecuadas al estado de ensueño, recordé entonces de pronto la objetividad de Ulises. Ni antes ni ahora Joyce comenta más que un pintor: sigue su pincelada y trata de introducirnos en la línea precisa y en su color. Hubiera podido explicar que en el pan del sueño los dientes no pueden penetrar como en el de la realidad, y que se puede comer tanto como se quiere del primero sin temor a una indigestión. No obstante, ¿habría tenido esta explicación la misma eficacia de aquella palabra única llovida de su pluma casi por negligencia?”

No nos permite nuestro idioma encontrar una palabra que, llovida casi por negligencia, haga sentir la inmaterialidad del laberinto en el estado actual de la cultura occidental. Perderse en un laberinto es hoy perderse en el punto ciego del lenguaje. Para decir que estamos perdidos, atrapados, o que alguien se ha perdido y está atrapado, decimos que está en un laberinto, sabiendo, sintiendo, que mascamos, en lugar de pan, flores. No ha virado todavía el sentido de esta palabra de modo completo, hasta convertirse en un fósil eficiente. Fue Borges, a quien se atribuye obsesión por los laberintos, el que indicó la metamorfosis por la que un signo pierde su significado original y, luego de pasar por el estado de metáfora socorrida, adquiere un nuevo sentido material. Borges ejemplificaba este proceso de encapsulamiento y transformación con la palabra estilo, que originariamente significaba punzón.
Hablaría yo entonces, libremente, pero con mayor razón en este marco, del laberinto con la palabra desierto.
Tanto si tuviera que referirme a la dialéctica de encierro y de exilio, como a lo que me sugiere el término laberinto, diría desierto.
El desierto es símbolo físico. De él, realmente no se sale, y tampoco, en rigor de verdad, se entra. Se muere sobre él, no en él. O se atraviesa, si se sabe su lenguaje, sin poseerlo, sin realmente habitarlo. Vi el desierto por primera y única vez tras las pirámides de Giza, con su resplandor irreal, pero no ideal, candente, casi blanco, y esa impresión me dio la cabal dimensión del calificativo estéril. En ese lugar no ha vida, y la vida se convierte en arena si uno no dispone de conocimientos beduinos. El desierto no sostiene paredes ni palacios. En el desierto no hay siquiera horror vacui, pues éste impulsa la creación, y el desierto aniquila el impulso, la voluntad, todo y cualquier terraplén simbólico. Tribus lograron no domesticarlo, sino vivir sobre él, en perpetuo movimiento, y, en su absoluto, vislumbraron rápidamente el del dios único que habló por el Profeta.
El desierto, “inconmensurable, abierto”, de Esteban Echeverría, no era aquel desierto. Deja sentir el aire de la pampa. Las campañas al desierto fueron campañas a un elegante deslizamiento de sentido: no hablaban de desierto sino de lo no cultivado, de incultura, de barbarie. Sabíamos que no había allá desierto. El postillón parado sobre el techo de una galera, que cita Estanislao Zevallos en “Callvucurá”, avisa: “La pampa se mueve”. Animales de todo pelaje y plumaje se movían, inadvertidos para el ojo no avizor, y esto indicaba la cercanía del indio. La palabra pampa, que suena a dos golpes planos, es el nombre de nuestro desierto. La pampa nunca fue laberinto, sino distancia y trofeo.
Para el romántico, el desierto era vergel, fiesta de semejanzas, tropos, aromatizaciones, regalo para los sentidos.

Volvamos a Echeverría. Dice:

El Desierto
inconmensurable, abierto,
y misterioso a sus pies
se extiende; triste el semblante,
solitario y taciturno…

Y enseguida:

Entonces, como el ruido,
que suelen hacer el tronido cuando retumba lejano
se oyó en el tranquilo llano
sordo y confuso clamor …

Espacio que no puede medirse, distancia, soledad, ánimo taciturno, misterio, y de golpe el trueno: tales los dones de aquel paisaje, que era venero de ideas, antes que vacío.
De estas suntuosidades del desierto pampeano poco nos da el desierto, como metáfora, precisamente, de la imposibilidad de metáfora. Y en la insistencia de lo que nada significa insiste sin embargo el que enfrenta una página en blanco, o lo que sea que se pueda representar justamente con un espacio en blanco.
En este hiato soberano, absoluto, debe de haber siquiera aquello que corresponda exactamente a la idea de imposibilidad, de lo seco, de lo igual, de lo contrario a las selvas que tan fácilmente construimos y en las que tan fácilmente volvemos a encontrarnos, sin nada en las manos.

He querido hacer el elogio de la obsesión.

Eduardo Grüner

Empecemos, aunque sea indirectamente, con una cierta nota catastrofista . Que la Naturaleza está a punto de estallar, se ha vuelto hoy un lugar común de la corrección política “progre”. Y en cualquier ideología, se sabe, hay siempre lo que Adorno llamaría un momento de verdad (de otra manera el discurso ideológico carecería de toda eficacia): en efecto, eso que suele nombrarse como el capitalismo salvaje -nos falta aún conocer uno “civilizado”-, y que como lo explica con agudeza Fredric Jameson, ha terminado de saturar su canibalística expansión mundial, entonces ha comenzado a “autodevorarse” hasta tal punto que las propias condiciones de supervivencia biológica de la especie humana están en cuestión. En efecto –y espero que los ecologistas me perdonen por decir esto- el problema no es tanto de la Naturaleza como tal . La Naturaleza se las va a arreglar, produciendo las mutaciones que correspondan, entre las cuales estará la muy lógica eliminación de la especie que más amenazas le representan. Ya a principios de la década del 60, en su estupendo El Pensamiento Salvaje , Lévi-Strauss nos recordaba sin estridencias –y sin que a nadie se le ocurriera señalarlo como una cuarta de las célebres “heridas narcisistas”- que el universo había comenzado sin el hombre y se las había arreglado durante miles de millones de años sin él, de modo que no habría por qué necesitarlo para continuar. Herida definitiva, pues, ya que no habrá más un Copérnico, un Darwin o un Freud para infligirla.

De todas maneras, si uno tiene inclinaciones apocalípticas (¿y cómo no tenerlas, con un mínimo de lucidez?) puede imaginar que asimismo ya ha empezado, como reacción, una gigantesca venganza de la Naturaleza: entre terremotos, recalentamientos globales, tsunamis y tornados, ciudades enteras con sus habitantes son engullidas en el maelstrom de los elementos que pugnan por sacudirse de encima la tiranía de una técnica puesta al exclusivo servicio de una lógica, digamos, “psicotizada” de la ganancia y el poder. Una lógica que ha adquirido vida propia, autonomizándose incluso de sus fines originarios: es la Modernidad transformada en puro síndrome del aprendiz de brujo, o el pasaje al acto de las peores pesadillas kafkianas.

Esa actualización -en un sentido más o menos aristotélico- debería alterar los términos mismos del pensamiento crítico contemporáneo. Antes, lo que teníamos –pongamos, en Heidegger, o en la Escuela de Frankfurt, incluso a su manera en Lévi-Strauss- era la metáfora de la Naturaleza violentada como representación del ocultamiento del Ser por el cálculo técnico de los entes, del triunfo de la racionalidad instrumental tardo-capitalista, lo que fuera. Pero ya no es más una metáfora. O, mejor: lo que tenemos es una demostración del poder bien material de las metáforas. Por un lado, la propia Naturaleza se ha vuelto instrumento del Poder: es lo que Foucault y otros llaman biopolítica. Por otro, la colonización de la Naturaleza por la Cultura es también la destrucción de la Cultura. Y lo de “colonización” tampoco es una metáfora: como no podía ser de otra manera, son los territorios ¿ex? coloniales los que –por intermedio de una “globalización” tecnológica aún mucho más deformada que las de las sociedades “centrales”- sufren las consecuencias más catastróficas, con su secuela de sobreexplotación, pestes, hambrunas, enfermedades; y esto viene sucediendo al menos desde mediados del siglo XIX, como hace no mucho lo demostró un exhaustivo ensayo de Mike Davis. En fin, la promesa que sí parece que podrá cumplir el actual orden “civilizatorio” es la de la transformación del planeta entero en un gigantesco desierto .

Sin embargo, ¿es esta afirmación totalmente justa con el desierto? Después de todo, el “desierto” es también parte de la Naturaleza; usarlo como alegoría de la destrucción de la Naturaleza ¿no implica aceptar el ideologema del “lugar vacío”, no-humano, un lugar de pre-humanidad que volverá a ser lo que era en la post-humanidad ? Pero –además de que ese ideologema sigue dando por sentado que la Naturaleza necesariamente está referida a la humanidad , que por lo tanto no se le reconoce un derecho a la existencia en sí -, lo que nosotros denominamos “desierto” fue siempre , en buena medida, una invención de la cultura. Y como tal, fue siempre una función de la “racionalidad instrumental” para racionalizar , justamente, muy precisas formas de dominación. El “desierto” así entendido, entonces, es un componente de una metáfora espacial –y de su otra cara, la importancia del establecimiento de fronteras- que tiene una larga historia, desde los orígenes mismos de la cultura política occidental. En la República de Platón, en efecto, la polis, la “Ciudad”, asiento de la Civilización, se opone simétricamente a un afuera , a una exterioridad contra la cual también levanta fronteras rígidas: el desierto , asiento de la Barbarie, del “despotismo asiático” –una denominación que llega hasta el mismísimo Marx- que se identifica con el espacio indeterminado y sin fronteras. En el medio, entre ambos, está el Laberinto, “tercero” en una oposición imaginaria, “ideológica”, entre las fronteras de la Ciudad y la infinitud , sin límites visibles, del Desierto bárbaro.

La metáfora tuvo una carrera exitosa. La encontramos, todavía, en el Iluminismo, y en cierto sentido ilumina , efectivamente, el pensamiento de la Revolución Francesa: en Montesquieu, por ejemplo, el desierto es el asiento “natural” de la tiranía , puesto que en esa línea recta, sin interrupciones, el Déspota puede vigilar todo el territorio. La democracia, por el contrario, florece en las zonas montañosas –como Suiza, digamos- que favorecen la existencia de comunidades pequeñas, con relaciones “cara a cara”. ¿Pero no estamos asistiendo hoy mismo al retorno de esa iconografía en la oposición cósmica del Bien y el Mal espacializados en el contraste de imágenes entre la Ciudad Civilizada -digamos, esa que hace unos años perdió sus dos torres- y el Desierto Bárbaro -digamos, ese que se nombra como Irak, aunque en su propio centro se levante nada menos que la Ciudad de las Mil y Una Noches, una de las más civilizadas y civilizadoras que ha conocido la historia de la humanidad-? Como sea: ¿qué es, del Desierto, lo que tanto fascina al Poder de la Ciudad ? ¿Es, para ponernos más o menos “deleuzianos”, precisamente su ausencia de fronteras, que facilita toda clase de “flujos deseantes” sin rumbo fijo, que ofrece su espacio infinito a la interminable rumbosidad del Nómade que se opone al Estado, ya que no puede ser institucionalizado, “abrochado” por las grillas clasificatorias del poder citadino? Quizá: no lo descartemos. Sin embargo, hay una hipótesis, por así decir, menos rizomática, más “terrenal”.

La metáfora en cuestión, dijimos, es un antiguo invento occidental . La equivalencia Desierto = Barbarie es tributaria de la operación ideológica que se ha bautizado como “orientalismo” , en virtud de la proliferación, estrictamente paralela a la expansión colonial moderna, de los llamados “estudios orientales”; por extensión, se aplica el concepto a las imágenes ideológicas que el poder colonial construye a propósito de sus “otros”: imágenes que tienden todas ellas, por supuesto, a justificar el gesto invasor que introducirá la “civilización” en el desierto de la “barbarie”. El Desierto es una pantalla de proyección de los deseos de dominio occidentales: se llama “desierto” a un espacio que puede no tener fronteras estables como la Ciudad, pero que sin embargo está a veces ricamente poblado por culturas milenarias y complejas. No obstante, el poder colonial tiene que imaginárselo como un espacio “vacío”, sobre el cual imprimir, “proyectar”, su propia “película”, su propia cultura identificada no con una , sino con la Civilización.

Y la historia argentina tiene, desde ya, su propia versión de este lapsus ideológico: es ese episodio “heroico” conocido como “la conquista del desierto”. Obsérvese: el enunciado no dice “poblamiento”, “irrigación”, “forestación” o siquiera “colonización” del desierto; dice conquista . Pero, ¿por qué, contra quién , habría que conquistar un espacio desierto ? Empezar por nombrar ese lugar como ya “desierto” no es más que anticipar en la enunciación el acto real de vaciamiento de ese espacio por el exterminio físico y el etnocidio cultural de los cuerpos que lo habitan.

Esto ya está, a su manera, en Sarmiento como en Alberdi. Es la asociación casi automática de la Ciudad con la utopía de una sociedad perfectamente ordenada y racional, opuesta al caos de la Naturaleza. Por supuesto: en ellos –así como en los iluministas y positivistas cuyo ejemplo siguen- está presente con la misma fuerza, en tanto elemento constitutivo de la utopía urbana, un valor que estaba completamente ausente de la concepción política clásica: la idea del progreso , de la infinita “perfectibilidad” de la “naturaleza” humana dentro del proceso de incremento civilizatorio. Pero el progreso sólo es concebible, precisamente, como contenido en los límites del orden “civil”. La bandera comtiana de “Orden y Progreso”, pues, recibe su decodificación exacta como progreso dentro del orden . Lo cual resulta casi en una tautología: sólo es verdadero “progreso” lo que se atiene a tal “orden”. Del otro lado está el desierto inmóvil , salvo por los desconcertantes cambios de posición de las dunas movidas por el viento eterno. Pero eso, desde ya, no depende de la voluntad planificadora de los hombres, de una voluntad de poder “óntica”, como diría Heidegger: el desierto es el Ser librado a su propia espontaneidad, que no es precisamente la del des-ocultamiento para beneficio del DaSein .

Tal vez esta utopía esté más explícitamente tematizada en un texto semi-satírico como Argirópolis –que, entonces, adquiere el estatuto de un cierto lapsus -, pero toda la obra de Sarmiento está atravesada por la herencia de inspiración utópica que han dejado el racionalismo, el iluminismo y, con más ambivalencia, el positivismo europeos. La vida de Cicerón, la autobiografía de Benjamín Franklin, los escritos flamígeros de Thomas Paine lo llevaban a fusionar la polis y la civitas con el ejemplo de la república norteamericana: utopía retrospectiva e imitativa , capturada a través de la mediación letrada, pero que era la contrapartida –de manera similar a lo que había sucedido en las naciones “avanzadas”- de la necesaria construcción de una sociedad burguesa “racional”. Ya se ve aquí despuntando la cuestión que va a culminar en la generación del 80: la de la invención de un país, “de arriba hacia abajo”, allí donde no había una sociedad que hubiera seguido la “vía clásica” del capitalismo -del campo a la ciudad, por un lado; de la sociedad “civil” a la “política”, por el otro- que identificaba Marx en Europa, casi exactamente en el mismo momento en que Sarmiento escribía el Facundo . Se trata de inventar Una Nación para el Desierto Argentino , según eficaz título de un libro de Halperín Donghi.
Por contraste, el universo “indio” y “criollo” (el espacio “desierto” y por lo tanto “bárbaro”) es la anomalía anacrónica de la historia real a la que debe oponerse –siguiendo la huella de los grandes utopistas- la modelización del futuro, la planificación del “progreso”. Y en ella, el paradigma de la Virtud grecorromana antigua, tal como se retoma en las utopías ilustradas, ocupará siempre un lugar de privilegio. La naturaleza de la barbarie que conforma esa “realidad” (así lo pensaban Montesquieu, Tocqueville, Guizot, para el despotismo oriental: ¿por qué Sudamérica habría de ser distinta?) está determinada por la extensión inaudita y la consiguiente “ausencia de sociabilidad”; es decir –reescribiríamos hoy, gramscianamente-: por una sociedad civil casi inexistente, débil y gelatinosa. Como las arenas del desierto, digamos, que giran en remolinos informes.

Para que esa sociedad civil exista y se consolide, se requiere no sólo un Estado organizado meticulosamente, sino una cultura urbana detalladamente planificada. Aquí Sarmiento se desliza en sus referencias literarias: pasa de Tocqueville a los “socialistas utópicos” Saint Simon o Fourier, y poco después, por este puente, al “utopismo” positivista. La utopía de una comunidad “transparente” ante sí misma, en posesión de todos los elementos materiales y espirituales para “entenderse”, es un hilo rojo que atraviesa el pensamiento contractualista democrático occidental, desde la conformación de la voluntad general de Rousseau hasta, mucho después de Sarmiento, la de la esfera pública de interacción comunicativa en Jurgen Habermas. La línea heterodoxa –digamos, la del malentendido estructural de, por ejemplo, Rimbaud, que afirmaba socarronamente que “Los hombres no se entienden… por suerte: si no, se matarían todos entre ellos”- queda definitivamente sepultada (o mejor: será la reserva de un inconsciente político que operará con insistencia su “retorno de lo reprimido”).

Sarmiento es fiel, en esa vocación, a lo más caracterizado de la tradición utópica que “idealiza” (aunque advierta sobre sus posibles efectos negativos, como lo hace el propio Sarmiento) las necesidades de reconstrucción geográfico-espacial del capitalismo moderno. Es un sistema de representación imaginaria, una iconografía política tanto como una topología social , en la que la metáfora espacial cumple un rol de organizadora central del dispositivo retórico-discursivo, especialmente –insistamos en ello- a través de la oposición entre la Ciudad y el Desierto: una oposición canónica, como hemos visto, que salta por encima de las ideologías, las estéticas, las valoraciones sociales. En el medio, el “desierto” es nada : una suerte de vacío de significaciones, de grado cero del sentido, por encima del cual hay que tender puentes –si es necesario, a sangre y fuego- para que lo urbano y lo rural se encuentren y al mismo tiempo se diferencien. Aquélla “espontaneidad natural” del espacio vacío es ociosa, molesta, si no directamente temible. El desierto es exiliado de la Naturaleza amable del ganado y las mieses, queda lisa y llanamente afuera , como el no-lugar donde toda vida comunitaria es imposible, o bien es la barbarie pre-social, que sería mejor que no existiera.

En el fondo, lo que hay detrás de la metáfora del Desierto es esta vocación –profundamente utópica e idealista- de una omnipotencia de la Razón que puede hacer “borrón y cuenta nueva”, que puede fundar una realidad ex nihilo , sobre el “vacío” de lo actual. Pero, ya se sabe: lo reprimido retorna . ¿No escribe acaso Roberto Arlt, a principios de los 30 –cuando ya se han apagado los fulgores del Centenario y el sueño de la Gran República se ha encontrado con la hora de la espada – un texto llamado, casualmente, El Desierto entra en la Ciudad ?

“Pantalla de proyección”, decíamos más arriba, y “película”. Hollywood ha mostrado una y mil veces la ecuación Desierto = Barbarie, y la consiguiente justificación ideológica del papel “civilizador” de occidente. Empezando por los desiertos propios , claro, que en la gran tradición del western previo a la pérdida de la inocencia son el marco “natural” del Sueño Americano , sólo perturbado por algunas cabezas emplumadas rápidamente barridas del mapa. Pero el desierto pronto se transformó en un tema, en un tópico. El encanto de cientos de films como Gunga Din , como Las Tres Plumas , como Beau Geste o incluso Casablanca probablemente provenga del candor, de la verdadera inocencia -que es otro nombre para la “mala fe” en sentido sartreano- con la que el cine de los años 30 y 40 asumía la “carga del hombre blanco” de la que hablaba Rudyard Kipling, y exotizaba a los orgullosos dueños del Desierto, presentándolos o bien como salvajes inmorales y sedientos de sangre, o bien como niños excéntricos e iletrados que requerían de la guía paternal del maestro blanco.

Pero después de las violentas guerras anticoloniales, en la era “neo” o “post-colonial”, las cosas se complicaron, aún para el cine: el Desierto ya no puede ser representado como ese espacio vacío, ilimitado, sin fronteras, donde hacer advenir las imágenes de la civilización allí donde había nada, la Nada. Ahora, el Desierto tiene que ser harto más complejizado , “densificado” por iconografías –literarias y cinematográficas- más espesas y conflictivas: ha corrido demasiada historia bajo la arena. De puro Decorado metafórico, el Desierto deviene una Alegoría negativa .

Por ejemplo, en Lawrence de Arabia , de David Lean (sobre Los Siete Pilares de la Sabiduría , del propio Lawrence) el desierto se puebla de intrigas políticas, rivalidades tribales, conspiraciones coloniales cruzadas, psicologías neuróticas o abiertamente perversas, contradicciones ideológicas, sin por ello renunciar al “gran espectáculo” de ese océano de arena donde el sol ardiente alumbra pero al mismo tiempo enloquece : ¿no decía el Meursault, en El Extranjero de Camus, que había matado al árabe “porque había mucho sol”? La ambigüedad es manifiesta: por un lado, el poder colonial todavía se siente autorizado a imponerle sus imágenes al espacio vacío del desierto; por el otro, el sol resplandeciente hace ver que el Otro estuvo siempre ahí, como un estorbo para esa “proyección” caprichosa e indiscriminada. La misma autoironía feroz puede escucharse, para volver a él, en el coronel Lawrence de Arabia, cuando ante la pregunta de por qué ama al desierto, responde: “Porque es limpio”. ¿Limpio? ¡Pero si él acaba de ensuciarlo hasta lo indecible con ríos de sangre!

En El Desierto de los Tártaros , de XXX (sobre la novela de Dino Buzzatti) un regimiento de la Legión Extranjera – es decir, de una banda de desesperados y “desterritorializados” por definición- espera eternamente, en los bordes exteriores del desierto, la invasión tártara que nunca llegará: lo importante, y también lo kafkianamente absurdo, es estar allí , marcándole al desierto unos límites que no tienen otro valor más que el de ser fronteras imaginarias que no separan nada, pero indican la necesidad -más: la obsesión- de alucinar una diferencia contra la Nada.
En Refugio para el Amor , de Bernardo Bertolucci (sobre El Cielo Protector , de Paul Bowles) una pareja de bohemios hastiados busca, en su travesía sin rumbo preciso, “nómade”, por el desierto y sus pequeños poblados, recuperar ¿qué cosa? ¿el amor y el deseo, perdidos, agotados o alienados en el sinsentido de la enajenación “civilizada”? ¿tal vez un más allá metafísico o místico, simbolizado por esa extensión inabarcable e inalcanzable -representación inquietante de lo sublime kantiano- que pese a su infinitud aparece contenida por “el cielo protector”? Previsiblemente, sólo encontrarán allí desolación, angustia, pestilencia, muerte: el cielo está tan vacío y es tan poco protector como el desierto mismo. La protagonista femenina, después de un largo y afiebrado periplo por un desierto al cual pugna por incorporarse pero que le es insalvablemente ajeno , volverá a Tánger, a la Ciudad: es inútil, la Naturaleza ya no tiene nada que decirle a quien la ha orientalizado hasta el ridículo, aún con las mejores intenciones.

La metáfora, pues, persiste: el desierto sigue siendo “pantalla de proyección”. Pero lo que se proyecta ahora sobre ella ya no es el poder, la imaginación, el romance, el ensueño de Occidente: son sus fantasmas y sus pesadillas, como si el “mundo sin fronteras”, que occidente creía haber alcanzado bajo su hegemonía, se vengara, haciéndolo perderse en caminos sin salida. El Desierto había estado allí desde siempre, mucho antes que el Hombre. Pero desde que el Hombre decidió además inventarlo para sus propios designios de dominación, pasó a formar parte de una Naturaleza anti-natural . En verdad, nunca hubo verdadera oposición excluyente entre la Naturaleza y la Cultura, como muchos se han apresurado a simplificar en una des-lectura de la antropología llamada “estructural”: pero su creador, al que ya citamos, Claude Lévi-Strauss, establece claramente que entre ambos hay tanto una distinción como una articulación ; el “tabú del incesto” –Ley universal que marca el pasaje de la Naturaleza a la Cultura- es lo que ya hay de la segunda en la primera, y lo que todavía hay de la primera en la segunda. Fue la racionalidad instrumental-dominadora moderna la que operó una gigantesca renegación de ese vínculo ambiguo, conflictivo, reduciendo la Naturaleza a mero y exterior herramienta-a-la-mano , reserva de materias primas, parque temático para turistas, lo que sea, todo ello desgastado y violado hasta su total corrupción. Del otro lado de la raya –el lado de los que Walter Benjamin hubiera llamado los vencidos de la Historia- el desierto es el espacio abismal de martirio y muerte de los migrantes “ilegales”, el campo de concentración abierto donde se seca el alma de los “espaldas mojadas”.

El Desierto fue una de las vertientes míticas originarias de nuestra Cultura en su atravesamiento por Moisés, conductor de pueblos. Después, el cristianismo ascético invitaba a volver a él: a ese lugar no abandonado de Dios –como se dice-, sino sitio del abandono de Dios. Para buena parte del Islam, por fin, fue la inmensidad oceánica de asentamiento de la fe. La modernidad pretendió privilegiarlo como utensilio, como vimos, porque su fantaseada proximidad al vacío permitía, desde la lógica de la dominación, imaginar un completo control de esos vínculos. Pero no. De línea recta, el Desierto ha devenido en el peor de los Laberintos. Como por otra parte ya lo había vaticinado -según su inveterada costumbre profética- nuestro Borges.

COMENTARIOS SOBRE EL PANEL
JULIO C. CRIVELLI
Estos comentarios surgen, de la grata y profunda impresión que me produjeron, las presentaciones sobre estos mismos temas, desarrollados en el Encuentro de la Fundación Proyecto al Sur, el 11 de junio de 2009.

Desierto, laberinto, encierro y exilio, son términos coimplicantes. Su separación es sólo metodológica y persigue el fin de su comprensión. Nuestra conciencia es tal, que solo puede unir (comprender), aquello que previamente ha separado.
Pero no debe confundirse el acto de separar, (analizar), con el de unir, (saber), pues lo primero es sólo un bastón, un instrumento, ordenado al acto poético insito en la sabiduría.
Sobre esta confusión trata este trabajo.

Desierto

Desierto es lo incalculable.
Anaximandro y Thales se refieren por primera vez a “apeiron”, aquello sin límites (pérata), por ello desmesurado, incalculable e innombrable.
El fundamento de los límites, de lo previsible y legal, es la falta de límites. Todo nace de lo desmesurado y en su nacimiento niega la desmesura para poder ser, porque solo es aquello que tiene límites.
Apeirón es la nada, el sustrato del terror primordial y también el terror primordial, que es lo desmesurado bajo la conciencia vigilante.
Apeirón también es Atlas, un Dios de la naturaleza y la fuerza, (Titán), derrotado por los Dioses del Espíritu (Olímpicos), condenado a sostener la Tierra sobre sus hombros.
El desierto – Apeirón es el sustento del logos y de la ley.
Los hebreos, (habiru), nómades sin patria, se convierten en judíos en el desierto. Allí encuentran su identidad (logos).
Vagan cuarenta años en la duda, entre el becerro de oro y Yahvé Dios. Mientras exista la duda, existirá el desierto.
Es la aparición de la Ley en el Sinaí, la que hace cesar el desierto.
La Ley es el límite, la medida, el número, la identidad que elimina lo desmesurado.
Sin límites no hay libertad. Canta el alma que encontró la Ley.
Pero el desierto acecha siempre a Israel. Basta con infringir la Ley, para que el desmesurado terror del desierto se presente de nuevo, amenazando la identidad con la locura (exilio).

Laberinto

Los griegos encontraron en el mito y en la ciencia el fuego para iluminar lo desmesurado, el desierto – apeiron.
Si tenemos símbolos y calculamos razones, podremos iluminar la noche, piensan antes de Sócrates, en Efesos y en Mileto.
Paradójicamente, el fuego del intelecto les fue entregado por un Dios traidor, cuya cualidad de “ver desde antes” (Pro-methis), lo condenó a permanecer atado a una roca a perpetuidad. (Roca, tierra, deseos terrenales).
Porque el fuego del intelecto, tan distinto de la iluminación del espíritu, sólo puede construir un conocimiento limitado, un conocimiento sin sabiduría, un laberinto sujeto al deseo y por ello condenado por los Dioses.
El Laberinto, prodigio de la ingeniería de Dédalo, se construye para ocultar y contener a un monstruo vergonzante, un cuerpo de hombre dominado por la cabeza de un toro, el producto del amor desenfrenado de la reina con una bestia, el símbolo de los deseos exaltados.
El Laberinto contiene, (oculta) al Minotauro, como el intelecto contiene, (oculta) al deseo exaltado.
El intelecto, (laberinto), es inútil para la sabiduría, porque está manchado de vanidad, de deseos exaltados y reprimidos que le impiden volar.
Del laberinto, (ciencia pura, intelecto vano), se sale por arriba, volando hacia el espíritu. (Marechal).
En el sexto día de la Creación, Yahvé Dios otorgó a Adán la potestad de nombrar a todos los seres de la naturaleza.
Era la fundación de la ciencia.
Sólo quedó prohibido a Adán pronunciar el sagrado nombre de Dios, porque el acto de nombrar equivale al de dominar.
Pero poco después, la serpiente que habla, (intelecto dominado por el deseo animal), convence a Adán de que ejecutando sus deseos terrenales, (manzana, tierra, mujer, sexo), podrá ser igual a Dios. (Luz, sabiduría).
Es el destino de la soberbia del intelecto y de la ciencia, (serpiente), que confunde vanidosamente al hombre, que creyendo elevarse a la sabiduría, se precipita a la Caída, en el deseo animal que acecha en el subconsciente.
Desierto, Apeirón, Laberinto, Intelecto, Serpiente, Minotauro, Ciencia, Ley, Luz, Relámpago, Sabiduría.
Los términos cíclicos de la evolución de la cultura, del irrefrenable deseo de horadar el muro impenetrable del origen y del destino.
Una lucha desigual, perdida de antemano, apasionante, heroica, profundamente humana.

Encierro

Rómulo aró la tierra latina describiendo una amplia circunferencia, que en su idioma se llamaba “Mundus”.
Era el perímetro sagrado de la ciudad resguardado por el Dios Término.
(Para preservar la sacralidad del límite, Rómulo debe matar a su hermano Remo, que se burla saltando sobre el Mundus trazado por el arado).
El perímetro sagrado evita el terror a lo inasible, a lo desmesurado, a lo que está fuera de los límites (pérata).
El encierro apacigua. Dentro del Mundus está la ciudad que posee una Ley que dirige la vida y la vuelve previsible.
Sólo en el encierro – cívitas – hay Ley. Fuera del encierro rige el terror primordial.
Pero el encierro ahoga. Es necesaria la infracción, el desequilibrio, el malestar para que se produzca el cambio y la evolución.
“Toda acción es delito” dice Nietzsche. Y Borges: “Dejé la inacción que es la locura”.
Todo cambio nace en la infracción.
La cultura es el tránsito santificante que convierte al delito en Ley.
Pero antes del cambio, durante el tránsito heroico de la cultura, muchos delincuentes deberán ser castigados.
La pena por asaltar la fortaleza de la Ley es el exilio.

Exilio

“No hallarás otra tierra ni otra mar
La ciudad irá en ti siempre.
Volverás a las mismas calles.
(…) Pues la ciudad es siempre la misma.
Otra no busques – no la hay – ni caminos, ni barco para ti.
La vida que aquí perdiste la has destruido en toda la
Tierra.”
(Konstantin Kavafis “La ciudad”)

Entre los antiguos el exilio era la más dura de las penas.
Condenado a morir fuera de la patria, el exilado será enterrado en tierra extranjera y jamás podrá descansar. Sólo los enterrados en la patria tienen paz, olvido y perdón.
El suelo de la patria, es aquel en el que los hijos yacen .Es suelo sagrado.-
Es la madre tierra, adonde seremos sepultados, como semillas que fecundan el suelo, para que nazcan los hijos que están por venir.-
Es el mito de la inmortalidad. Quebrar este cíclico destino es el propósito del exilio.
¿Hemos cambiado mucho desde la antigüedad?
Creo, que solamente hemos reemplazado una mitología poética, por una mitología crítica.- Las emociones y los contenidos, que están detrás de los símbolos, siguen siendo los mismos, tan insondables como entonces, tan oscuros, tan desconocidos.-
Desde siempre y para siempre, el exilio pretenderá anticipar la muerte del espíritu, aniquilando la esperanza.-
Pero el exilio se puede producir en el alma, sin ausencia física. En esos casos, el exilio es la oscuridad antes del logos, la confusión antes del arte, el desorden anterior al poema.
Buscando entre los papeles, encontré una carta de alguien que está en el exilio. Es sorprendente que no mencione en ninguna parte esa circunstancia.

Carta desde el exilio:

“Escribo desde la noche. Desde el silencio.
Busco las palabras en el ensueño, que separa un tiempo de otro tiempo.
Hay una larga estepa negra, antes del amanecer. Olvidar. Olvidarse.
Refugio del alma sin presente, en las flores del invierno, en el amor lejano.
Tu voz se ha perdido en mil rayos de luz. (Late el apremio de la muerte.).
En los sueños, abandono las horas y las distancias.
Sueño que te veo, querida imagen móvil, gesto tenue flotando en el viento.
Cuando casi huelo tu cuerpo, me alcanza la vigilia, despiadadamente.
Sólo me queda buscarte en el horizonte de hoy. Ponerte un nombre.
Cómo nombrar lo inasible, lo que transcurre detrás de nuestra conciencia y mirando detrás de cada mirada, inalcanzable, nos gobierna.
Extrañado, en un espacio ajeno, en un tiempo suspendido, vivo en un remanso.
Siento que de aquí no se vuelve. Nada ni nadie, puede evitar la tracción del infierno.
El miedo acecha, enloquece.
En esas tinieblas, nacen las imágenes. Allí, nada se distingue.
Las palabras, pura vaguedad, corren el riesgo de perderse en el aire.
Cuando todo se ha detenido, irrumpe la creación en la agonía del ser, casi por milagro.
Por milagro nace, entre el silencio y el fragor, el día y la noche, el sol y la luna.
La vida y la muerte.
Es un rayo que ilumina, un estallido, es el alumbramiento de un espíritu que nos eleva al cielo.
Nosotros perplejos, aturdido el entendimiento, sólo por un instante, contemplamos sin comprender, la inmensidad de la sabiduría de Dios.”

El desterrado es una pena en el alma. Pero puede volver. El retorno, requiere un acto de generosidad que integre, que acepte lo inaceptable. Un salto del espíritu que perdone, la visión de una estrella lejana, que marque el rumbo.
En la obra poética, igual que en la vida, hay siempre esfuerzo, tragedia.
Pero – igual que en la vida- hay una pasión por seguir viviendo. Una búsqueda, que expresa desesperadamente la necesidad de decir, de mostrar el camino.
Mostrar el camino, es el sino de la creación.
Para los argentinos de hoy, la noción de exilio trasciende la historia y es un homenaje a todos los que injustamente debieron partir, en cualquier tiempo. A los que pudieron volver y también a los que quedaron allá, extrañados para siempre.
Y también para aquellos que quedamos en la Patria y sufrimos el exilio en el encierro.
El recuerdo del exilio es un índice: señala a nuestra Argentina quebrada, que no consigue volver de su destierro, que permanece en el odio, en la marginalidad y el dolor, con una cultura indiferente, que se entretiene con los juegos insignificantes y la tontería cruel de la venganza.
Sin embargo, lo más trascendente es la vocación de dialogar sobre esto, como personas de razón, con la conciencia de que ni el desierto, ni los laberintos, ni el encierro nos devolverán la libertad perdida.
Solamente un acto de perdón, de nosotros hacia nosotros, podrá hacernos regresar del exilio.
Creo que esa es la contribución que hizo el panel de diálogo de Proyecto al Sur.