Acto 1

Creación 1: El deseo domado.

El deseo se exhibe.

El deseo se luce.

El deseo se actúa.

El deseo se demuestra en los gestos.

Ergo, hay estilos, escuelas, modos de poner en escena al deseo.

Ésta puesta en escena ES la creación.

Es el Larvatus prodeo, del Tratado de las pasiones de René Descartes.

“Señalar la máscara de nuestra pasión, de nuestro deseo”.

O sea, la creación no es sólo construir la máscara, sino, sobre todo, señalarla.

El actor nos dice: “soy un deseoso”. Esa es su creación. Ese es su diseño.

Es el deseo en escena. Parafraseando a Gracián: “el deseo en la escena del mundo”.

Atención: no me refiero sólo al deseo inflamado y triunfante.

Me refiero también al deseo bajo, al deseo abatido. Al deseo aniquilado.

“Señalamos la máscara de nuestra pasión destruida”.

Es el dark. Es señalar el: “mírenme, mírenme; soy un muerto en vida. El deseo me desbastó. Esto es lo que hizo el deseo de mí.”

Claro que no se trata sólo de clamar compasión. De rogar lástima.

Al revés: se trata de actuar la entereza.

“Tuve mi Waterloo. Tuve mis Termópilas. Estoy vencido, incluso muerto. Pero estoy aquí, en pie, frente a ustedes”.

Macedonio Fernández debía actuar su viudez. Elena Bellamuerte seguía con él, incluso fallecida. Macedonio se dispuso, tan joven, actuar de viudo virtuoso.

Se convirtió en escritor. Un escritor que fue un viudo que, por su escritura, escenificó su deseo.

Redactó una teoría. No se publicó sino póstuma. Esta teoría fue una reformulación de la Eudemonología. Esto es, una crítica del dolor.

Macedonio sufría, sufría mucho, y su manera de actuar el sufrimiento era a partir del ingenio, de la gracia, de las bromas, de los chistes, de las fábulas absurdas.

La creación de Macedonio: actuar, exhibir su viudez mostrándose impasible, divertido, departiendo en privado sobre Eudemonología. Anotando fábulas.

Una de ellas, Tantálica o Tantalia. Una versión criolla del mito de Tántalo.

El deseo es lo que no se tiene. La crítica del dolor es actuar de acuerdo a lo que no se tiene, de lo que nunca se tendrá.

Lo que se tuvo y ya no se tiene.

Quizá el deseo dark anteceda a su viudez.

Quizá su sufrimiento debía encontrarse, ataviarse con su viudez.

Macedonio sufre. Y lo actúa tocando milongas en su guitarra española, cocinando sus guisos de una semana, departiendo en tertulias en la Peña del Once. Paseando con los hermanos Dabove por San Isidro.

Sus antepasados, criollos de ley, domaron caballos.

Él doma su deseo.

Su deseo desbocado.

Su deseo bárbaro.

Macedonio, siempre civilizado, sabe qué hacer con los bárbaros.

Doma su deseo como Chuang Tsú profería al Tao.

La viudez de Macedonio fue su Tao.

Al fin de cuentas, Macedonio fue un viudo Zen.

 

Acto 2

Creación 2: El deseo monstruoso

El deseo es un monstruo.

El peor de los monstruos.

Sólo hay que saber llevarlo hasta ese punto.

Empujamos lo suficiente a cualquier deseo y se transforma en monstruoso.

William Blake lo dijo, mejor, y antes que nadie.

Un monstruo es alguien que se muestra.

Que muestra lo que los demás se reprimen mostrar.

Un monstruo acomete una atrocidad para mostrarla.

No existe monstruo sin exhibición.

La monstruosidad, por definición, es una exhibición.

Monstruar, mostrarse.

Un monstruo siempre se exhibe, realizándolo, su deseo monstruoso.

Pues para exhibir un deseo monstruoso primero hay que llevarlo a cabo.

Monstruoso es el deseo exagerado, fuera de límite.

Roberto Calasso analizó minuciosamente la creación monstruosa.

Nos dijo: Escribir es exhibir. Exhibir lo monstruoso es exagerar.

Existe un arte en exagerar.

Isidore Ducasse entendió, antes que nadie, que al romanticismo había que correrlo por izquierda. Le bastó con ser infinitamente más romántico que los románticos.

Llevó la descripción del deseo morboso más allá de lo conocido.

En comparación, el Divino Marqués fue sólo un burócrata.

Nietzsche dijo que Dante fue una hiena entre sepulcros.

Casi al mismo tiempo, Ducasse dedujo que Dante se masturbaba con sus creaciones.

Que el poeta florentino se excitaba con el Inferno.

El franco-uruguayo tuvo en claro que había que describir esa masturbación.

Se trataba de ser pornográfico. De describirlo todo.

La sugerencia, el eufemismo eran los peores enemigos.

Se trataba, ni más ni menos, que de dar vuelta la ataraxia.

De escenificar con la mayor nitidez y hasta los últimos detalles el reverso absoluto de la ataraxia.

Incluso rompiendo el verosímil.

Sobre todo, rompiendo el verosímil.

Calasso insiste: todo en él es exageración.

Lautreámont es el arquetipo más desencajado de un romántico desencajado.

Si el deseo de los románticos era pura literatura, había que llevar esta literatura a su máxima expresión.

A lo insoportable.

En uno de los puntos de su tan citado decálogo, Horacio Quiroga aconseja al buen narrador no escribir en un rapto apasionado. Por el contrario, lo mejor siempre será esperar a que la pasión sea algo controlado, para poder escribir dominando todos los recursos.

Ducasse escribía escenificando esta pérdida.

Su creación: un romántico que ya no puede contenerse en nada, en absolutamente nada.

Raimundo Lulio, Isidoro de Sevilla, sabían que había que descender y luego ascender por la creación divina.

Ducasse tuvo en claro que podía olvidarse de subir.

Que describiendo minuciosamente lo que pasaba abajo, con eso bastaba.

Una eterna, fabulosa, y superlativa masturbación. Mayor que la del Dante.

Acto 3

Creación 3: El deseo enciclopédico

El deseo de saber, de saberlo todo, es la peor de las condenas.

Sin embargo, hay otra condena peor aún, que es una variación de ésta: darse cuenta que, en todo lo existente, incluso en lo inexistente, en todo y para todo, existe un saber.

Miremos a nuestro alrededor. Posemos nuestra mirada en lo que sea.

Para todo objeto, para toda idea, el hombre, los hombres, crearon saberes.

La ‘Patafísica llevó esto al extremo. Cuando un patafísico, Noël Arnaud, posó su vista, simultáneamente, en una marmita y en las teorías sociológicas sobre vandalismo, fundó un nuevo nicho de saber: la marmitología vandálica.

¿Qué es lo terrible de todo esto? Que cada saber exige una rendición de cuentas.

Cada saber CREA una dependencia.

Un saber bien entendido es una adicción.

Cada saber es un AMO que ordena sacrificios. Un AMO que nos devora.

Si multiplicamos los AMOS, seremos devorados por las dentelladas de un cardumen de AMOS hambrientos.

Me retracto: existe una condena aún peor que el deseo de colmar al mundo de saberes.

Y es convertir, al tumulto de todos estos saberes, en un arte.

Carlo Emilio Gadda no fue patafísico. Al menos, no fue un patafísico consciente.

Pero sí un escritor que, incluso mejor que Queneau, supo que para narrar hay que construir un sistema. Y luego otro, dependiente del anterior. Y luego otro más, dependiente de los dos anteriores. Y luego otro más, y luego otro más.

Cada una de sus novelas y relatos, cada uno de sus ensayos. avanzan según la descripción anterior. Un sistema es un deseo, que depende de otro deseo, que depende de otro deseo, y de otro deseo, ad infinitum.

Un gemelo cósmico de Gadda, me refiero a José Lezama Lima, escribió algo que hasta el día de hoy nunca dejó de citarse: “deseoso es todo aquel que huye de su madre”.

En este sentido, Gadda tuvo muchas más madres y más edipos que el Heliogábalo de Artaud.

Entendido así, todas las madres de Gadda son tantas que no caben en sus novelas. Sin dejar de tener en cuenta que si tuvo que huir de tantas, Gadda se erige sin contrincantes en el mayor fugitivo de la historia.

Podríamos aplicar a la narrativa de Gadda la figura de alegorías horizontales que César Aira elaboró para explicar el método de Osvaldo Lamborghini y el de Copi.

Ya no sería “así debajo, como fue en lo alto”, sino “así después, como lo fue antes”.

Gadda sucumbió al deseo de un solipsismo sistémico. El mundo podía explicarse por una sucesión de sistemas inventados por él.

Algo parecido podríamos decir, Plutarco mediante, de Lezama Lima.

El poeta cubano le confesó a María Zambrano, que él profesaba un cristianismo órfico, que a su vez definía como un cristianismo submarino, subacuático.

Un Cristo acuático, bajo el nivel del mar. ¿Debería sorprender? ¿Acaso el símbolo de los cristianos primitivos no fue un pez? ¿Sería una herejía pensar a Cristo, caminando sobre las aguas, como un pez volador? ¿Por qué no concebir la Biblia como el libro madre de los manuales ictícolas?

El deseo de saber es la mayor de las tentaciones –y en esto el génesis bíblico nos adoctrina mejor que nadie: una manzana modificó para siempre la historia de la humanidad-. El saber enciclopédico entronizado en un mundo explicado por una sucesión infinita de sistemas es el equivalente a una cantidad de manzanas que abarrotarían el universo. Parafraseando a Macedonio: una manzana infinitamente más grande que el Infierno.

Acto 4

Creación 4: El deseo diversificado.

Si alguien representa para mí la creación en Argentina, la creación en su grado más despojado y a la vez intenso, en cualquier disciplina y forma, éste es el poeta Francisco Madariaga.

Madariaga ES la creación.

Ya sabemos, en el centro mismo de cada influencia, admitida o no, reconocida o no, anida siempre el deseo.

El deseo como anhelo, el deseo como meta, el deseo como condena, el deseo como lo inevitable.

Cuando le preguntaron a Madariaga cuáles era sus mayores influencias, contestó sin titubeos: “el surrealismo y el mar”.

Madariaga, según leemos en sus biografías, nació en septiembre de 1927, y a los 14 días de vida fue llevado al Paraje Estancia Caimán, Tercera Sección, del Departamento de Concepción, en la Provincia de Corrientes.

Hasta los 15 años vivió entre esteros, lagunas, palmeras indómitas y los gauchos más arcaicos (sic) que aún quedan en la Cuenca del Plata.

En este escenario pasó su infancia, marcado por el idioma guaraní, que nunca dejó de hablar.

Su mito de escritor seguramente comienza con aquello que le dijo uno de sus héroes, Oliverio Girondo, el día que lo conoció: “Qué jeta de cabo de policía que tenés”.

Madariaga no fue un policía, pero sí un custodio de su deseo diversificado:

la irrevocable conexión entre el surrealismo y el mar, entre el surrealismo y aquellos gauchos arcaicos que payaban en guaraní.

Esa fue su creación: un tremendo vaso comunicante entre los poetas surrealistas que conoció frecuentando a Aldo Pellegrini, y aquellos gauchos arcaicos que ya eran parte de su inconsciente poético.

El mestizaje producido por este tremendo vaso comunicante no se hizo esperar: en la cabeza de Madariaga, André Breton no llegaba a la Martinica, sino a Curuzú Cuatiá.

En sus sueños, Benjamin Péret y Paul Eluard eran mesopotámicos, se zambullían en el río Paraná y corrían lúbricas chinas entre los palmares.

Eran esos mismos sueños en los que Rimbaud desafiaba, facón en mano, a ese caudillo conocido como el Gato Moro, en una tapera litoraleña.

Madariaga, émulo de Florentino Ameghino, entendió antes que nadie que el surrealismo no sólo nació en América, ni siquiera en Argentina, sino en Corrientes.

Una tarde, muy a principios de los ’90, café de por medio, Don Coco Madariaga me aconsejó: “si querés entender algo del surrealismo, estudiá guaraní”.

No existe deseo sin sabiduría, ni sabiduría sin deseo. Madariaga fue un involuntario maestro en ambas.

El deseo y la sabiduría transforman lo que entendemos por realidad, transforman nuestras cabezas, transforman el modo en que nos conducimos por el mundo.

Si el deseo es una condena, la sabiduría nos enseña cómo cumplirla.

Si la sabiduría es deseo, el mundo, como sabía Gadda, no tiene fin.

“Sólo contra Dios no hay veneno”, nos enseñó Madariaga.

Esa misma tarde de principios de los ‘90, café de por medio, también me dijo: “La creación, mi amigo, somos nosotros.

Y lo mejor es hacerse cargo”.