José Luis de Diego
En primer lugar, quiero señalar algo que parece obvio, pero de ninguna manera redundante: la aparición de una revista cultural en momentos tan difíciles para las empresas culturales es una iniciativa que debemos celebrar. Hace ya muchos años, durante la dictadura militar, un ignoto ministro de economía pronunció una frase que a los pocos días los hechos terminaron de desmoronar y poner en ridículo. La frase era: “el que apuesta al dólar, pierde”. Quiero rescatar hoy a aquel prohombre visionario. Por lo menos desde entonces, nuestra clase dirigente no hace más que apostar al dólar, que adoptar posiciones genuflexas frente a los indicadores de los mercados, más que escuchar diligentes a los gurúes del establishment financiero y, por estos días, ya se habla de la dolarización como la consagración final de esta tendencia que sólo puede producir lo que se ha dado en llamar el “efecto San Mateo”: a aquellos que más tienen todo le será dado. Ellos lo saben muy bien: sus ideas requieren del pueblos ignorantes para aplicar sus salvajes argumentos. Otra vez, entonces: apostar a la cultura resulta un posicionamiento lúcido y productivo que va siempre más allá que la mera resistencia. Este es el primer mérito de esta publicación.
Carlos Brück define a la revista que hoy presentamos como un “espacio de cruce” en donde el psicoanálisis se intersecta con variados aportes de otros ámbitos de la cultura. Es este el segundo aspecto positivo de la empresa. Las jergas, es sabido, son modos económicos de comunicación: un abogado tardará en explicarme a mí, un lego en la materia, algo en veinte minutos, lo que sólo le llevará tres minutos explicárselo a un colega; de igual manera un médico o un contador. A veces no somos conscientes hasta qué punto también nosotros caemos en la seductora trampa de las jergas y obstaculizamos, de esa manera, la comunicación con el oyente o con el lector no especialista. Este “espacio de cruce” planteado en la apertura de la revista, por lo tanto, es un desafío para nuestros habituales modos de comunicación, un esfuerzo de apertura e intercambio.
Los trabajos aquí reunidos son el fruto de unas Jornadas convocadas bajo el sugestivo tópico de “Los fulgores del malestar”, y es visible en muchos de ellos cierta incomodidad frente a un tópico que por su excesiva apertura y ambivalencia, podría convocar los enfoques más diversos. Y en efecto eso es lo que ocurrió, ya que la heterogeneidad de esos enfoques diría que dificulta -pero no imposibilita- un análisis de conjunto; de cualquier modo, lo voy a intentar, ya que el tiempo no me permite un comentario de cada uno de los trabajos. Como se sabe, la heterogeneidad puede conllevar la riqueza de lo diferente, pero también el riesgo de la excesiva dispersión. Este número inicial de MalEstar sortea con éxito ese riesgo, ya que en la aparente dispersión de los enfoques hay un esfuerzo de todos por volver una y otra vez sobre el tópico en cuestión. Si se me permite el oximorom, existe una cierta unidad en la dispersión, y este es el tercer mérito de la publicación que quería destacar.
Pero ya que hablamos de oximorom, hay en el tópico señalado algo que remite a esa célebre figura retórica. La combinación de un estado -el malestar- con un efecto casi de instantaneidad -el fulgor- evoca al oximorom, como si dijéramos “la repentina estadía” o algo por el estilo. Por experiencia, sé que el discurso del psicoanálisis es afecto a estos contradictorios juegos del lenguaje; también quienes nos dedicamos a los estudios literarios somos particularmente sensibles a esas figuras; sé también que en esas figuras unos y otros no leemos lo mismo. Cuenta Ricardo Piglia que James Joyce fue a consultar a Carl Gustav Jung, el célebre psiquiatra suizo, porque tenía una hija autista y quería ver cómo sobrellevar el problema; “es curioso, decía Joyce, pero mi hija habla de un modo similar al que yo escribo”. “Sí, contestó Jung, pero allí donde usted nada, ella se ahoga”. Con esta anécdota quiero decir que prefiero aquellos “espacios de cruce” en donde se conservan las matrices de la especificidad del campo epistemológico propio, más que aquellas prosas invasivas que aplican categorías propias a saberes muy heterogéneos o aquellas prosas “derivativas” excesivamente confiadas en las seducciones del significante. La asociación libre es una de las técnicas consagradas en el espacio terapéutico; a menudo advierto que esa técnica contagia e invade los espacios de reflexión; contra esa tentación se alza, en mi opinión, la sabia advertencia de Jung.
En algunos de los trabajos que estamos comentando es posible detectar los riesgos a los que me refiero. Sin embargo, una vez más esos trabajos suelen salir airosos de ese peligroso reto; quizás el ejemplo más elocuente sea el artículo de Ernesto Doménech en el que un formato de investigación etimológica inicia una lúcida articulación con episodios y textos muy significativos de nuestra cultura; o aquellos trabajos que para reflexionar sobre los “fulgores del malestar” parten de manifestaciones de la estética contemporánea y del estudio de casos, como el “melodrama cinematográfico” en el artículo de Ana Amado, o la película rusa de Sokurov en el de Nicolás Casullo.
Otros trabajos optan por estrategias diferentes, de las cuales la más reiterada es lo que podríamos llamar un “diagnóstico del malestar”, y la referencia casi obligada remite al clásico de Freud de 1930. ¿Cómo definir el malestar de nuestros días? Las tensiones entre lo particular y lo universal (Ana María Gómez), entre lo público y lo privado (Ana Amado), entre las exclusiones de una modernidad que ha perdido su “proyecto histórico” y las indiferencias de una posmodernidad que parece gozar en el ocaso (Enrique Carpintero), van definiendo los límites del malestar. Rescato este último artículo, el de Carpintero, por el esfuerzo en buscar alternativas racionales en la postulación de otra modernidad a través de la justa reivindicación de la ética spinoziana. No obstante, aquí aparece otra incomodidad muy visible en los artículos: la de buscar soluciones -o al menos explicaciones- teóricas en momentos en que el malestar azota a los individuos concretos con la falta de trabajo, la pobreza, la marginalidad (y hasta con inundaciones), parece ser un ejercicio retórico más o menos inconducente. “La metafísica es un invento de los saciados”, decía un personaje de Andrés Rivera, y a los intelectuales nos sigue pesando ese anatema de la conciencia culposa o la conciencia desgarrada que nos viene del pasado, desde aquel célebre rechazo de Sartre del Premio Nobel renegando de su novela La náusea mientras miles de niños seguían muriendo de hambre.
Sé que con estas generalidades no abarco la riqueza y diversidad de los trabajos. Me veo tentado, por ejemplo, a discutir ciertas categorías como “romanticismo”, o “lo inefable”, o la relación de la belleza con lo efímero, que aparecen una y otra vez en los textos. Sólo me he limitado a transmitir a ustedes algunas impresiones de su lectura. Los fulgores del malestar son cada vez menos relampagueantes y parecen haber venido para quedarse. No hay que cejar, sin embargo; que la conciencia desgarrada no nos conduzca a la indiferencia; es menester seguir apostando a la cultura y al ejercicio constante del espíritu crítico. Después de todo siempre hay que tener presente la sabiduría de aquel viejo proverbio irlandés: “Cuando todo lo demás está perdido, todavía queda el futuro”.