Dimensiones de la presencia

La Pintura y el Discurso de la muerte del arte.

Germán Gárgano

A mis padres por su invalorable amor y a mi hija Laura
por “la brecha de sol que desencadena”.

“…después de todo los hombres no sobreviven más que siendo en cada momento tan olvidadizos de todas sus conquistas, me refiero a sus conquistas subjetivas- Por supuesto, a partir del momento que las olvidan, no dejan de seguir estando conquistadas, pero mejor que en cualquier otra parte, donde va a converger el problema son más bien ellos los conquistados por los efectos de esas conquistas. Y al ser conquistados por algo que no se conoce, eso a veces tiene temibles consecuencias, la primera de las cuales es la confusión.” (Lacan, Sem XI, Los fundamentos del psicoanálisis. Cl. 19, junio 1964)

A MODO DE INTRODUCCIÓN.

Como introducción al texto “DIMENSIONES DE LA PRESENCIA”, podría decir que trata de lo que casualmente ví en la entrega del Premio Accésit “Lucien Freud” con el que fue distinguido, en el folleto de la Asociación Amigos de nuestro Museo de Bellas Artes donde se anuncian sus cursos y actividades (noviembre, 2015). Por lo que su anuncio excluye y no habla. Por lo que representa de los efectos culturales que lo implican.

“LA DES-DEFINICIÓN DEL ARTE HOY” (dictado por una doctora miembro de la Academia de Bellas Artes).

“No hay ya tranquila contemplación. El placer estético -basado en la sensación-
cede su lugar al placer teórico/investigativo que surge del ver en las obras el
reflejo de un mundo líquido, des-definido”.

Se supone entonces que hasta antes de “nuestra” post-modernidad estábamos en la contemplación del placer estético sensorial. Van Gogh, Matisse, Goya, Picasso, y etcéteras infinitos, pintaban cuadros, estaban en la contemplación estética. Y en nuestra época un Lucien Freud sería así aunque majestuoso, un a-histórico, póstumo, como fue por ej. catalogado en cierta oportunidad Yuyo Noé en los ’90, para peor aún como elogio.

Este copete es de ayer mismo y nada menor; es lo que se profiere aquí y afuera como difusión masiva en dominicales revistas y suplementos culturales, en cursos y seminarios, en facultades de arte y en elaboraciones académicas: el campo de la mirada relegado y desvalorizado como antiguo y mera “contemplación estética visual”, superado hoy por la liquidez de una supuesta “entrada irrestricta de la vida en el arte”, por trascender el marco y “artear” en la vida misma sin ningún problema –sobre todo “sin ningún problema”-, con la premisa programática de estar ligado a las redes sociales de los medios de comunicación y al placer teorético-investigativo de la academia de doctores. A esto es a lo que se refiere la proclamada pérdida de la autonomía del arte (léase: de las redes y de la crítica; es decir ya no, como siempre se lo entendió, enraizado en la subjetividad de su época produciendo un más allá, su especificidad misma, sino -lo cual es muy distinto- identificado ahora, masivamente a ella, desapareciendo en ella como nuevo arte su desaparición misma). No está en cuestión la dignidad o no de las obras fieles al ideario que la cultura posmoderna proclama, sino lo que éste implica “per se” como supuesto momento histórico cultural de la “entrada irrestricta de la vida en el arte”, en la que incluso el llamado artista y el espectador habrían alcanzado a ser ellos mismos “obra”, que no es para nada lo mismo que prolongar y realizar la obra con su mirada activa. En un mundo “líquido”, efectivamente, su reflejo en el goce de la seductora liquidez teórica especulativa no tiene frenos.

Una peculiar manera de des-sacralizar el Arte con mayúsculas -que a ningún pintor en serio le importa ni le importó nunca un rábano- en función de sacralizar la Idea, el objeto vacío (ready-made) y la “vida feliz” del bienestar cultural. Una peculiar manera de confundir la riqueza del concepto de “verdad a medias” por lo que vela y devela del conflicto radical e irreductible que atraviesa la cultura y el sujeto, que nada tiene que ver con el relativismo del todo-vale y “cada uno tiene su verdad y su gusto”, ni con el cinismo de la verdad del consenso y el rating televisivo de las redes. Hacen la historia y la filosofía del arte un día, o un siglo, y al otro día o siglo la declaran fenecida. Juegan solos…, pero en ciertos momentos históricos su incidencia cultural se extiende llamativamente. La pintura y las producciones artísticas se defienden muy bien por sí mismas, pero no se trata de eso en el campo de la cultura, de la filosofía y de la reflexión crítica.

El copete aludido termina señalando la “fuerte presencia internacional del arte latinoamericano que da cuenta de la nueva situación”. No extraña ver entonces qué es lo que hegemoniza en las Bienales por “interesantes” que sean (por ej. su punto máximo en aquélla de las paredes sin obras, vacías, para que los críticos y el público hablen y discutan). Lo interesante no es precisamente del orden de lo importante.
Asimismo el título de una de las conferencias de dicho ciclo, “Arte y placer visual”, correlaciona ambos registros ignorando olímpicamente que si con algo tiene que ver el llamado arte es justamente con el “más allá del placer” (Freud), es decir con lo que -NI MODERNOS NI POSTMODERNOS-, lo compromete desde siempre con la satisfacción pulsional de la mirada, que no tiene nada que ver con benéficas sensaciones visuales sino –más allá incluso de la sublime belleza de una obra- con lo siniestro y la muerte que la moviliza. Si a algo debiera conducir la “DES-DEFINICIÓN” del arte propuesta, es justamente a sacarlo de ese lugar encumbrado del Dios Arte placentero visual de la Estética y no para encumbrarlo a un nuevo placer, el “teorético-investigativo” o el de la vida misma como arte.
Noviembre 2015

El pintor en su hacer repite a lo largo de los tiempos la misma cuestión en lo tocante al hueso de la pintura, que no es el cuadro. Por lo cual vienen a mí aquellas bellas palabras con las que Merleau Ponty finaliza “El Ojo y el Espíritu”: “mientras exista el mundo para los pintores éste será para ser pintado y terminará sin haber sido acabado de pintar”. Y no porque para M. Ponty el mundo esté para ser visto, espectáculo mundii, sino por lo que de él nos retorna en su mirada. No es cosa menor poner en primer plano la función de la mirada toda vez que desde otros campos, cierta filosofía, crítica, y sociología del arte, a partir de cambios fenomenológicos y/o estructurales de época, intentan hacer extensivos sus discursos de fin de ciclo al campo de la pintura y del arte con “el arte ha muerto”.
Avanzando por sobre su propio hacer cuestionan su especificidad y en los casos más groseros, -hablo de la Institución Arte y de su discurso- , intenta emplazar, solicitar, una tarea programática de acuerdo con su nuevo canon y axioma: la vida misma como arte. Más que extensión, se trata de diseminación, por lo que conlleva de disolución del arte en la vida cotidiana, identificada sin solución de continuidad en nuestros tiempos a los mass-media y las llamadas redes sociales. La estetización de la vida misma -ciertamente es una estetización-, cumple así su programa encaminado a la muerte -y en sus versiones más matizadas, ocaso, crepúsculo-, del arte.

Es lo que está en línea también con “licuefacción”. Sorprende que este término que introduce la sociología actual por medio de un Bauman recale también en cierto psicoanálisis que en su afán de buscar significantes nuevos, nada menos que para nombrarse -por lo que el peso de la palabra nos compromete-, lo haga con el significante “feliz”, como se dijera elogiosamente, de “Psicoanálisis líquido”, con la carga perniciosa de “lo actual”; hecho fenomenológico y no acto psicoanalítico.
“Fort” pero sin “da”, y como dijera Lacan, “valga la expresión, sin Dasein”. Significante que nada tiene de la rigurosidad de la incompletud y de la inconsistencia propia del psicoanálisis, del Otro que no existe salvo por su marca, que le “da” su fuerza, como para desviarlo en liquidez, alimentando el cinismo y la irrisión del discurso de la gozosa transparencia, tan inusitada como seductora, que se le supone a la sociedad y la cultura de nuestro tiempo.

Es cierto que las reflexiones más serías, aunque se autodenominen débiles para aliviarse del peso de la verdad, no se contentan con la frivolidad reinante de la Institución Arte que proclama un “Duchamp-revolucionario-del-sXX” (así de seguido), quien preconizara su disolución y la del arte mismo.

Y aunque él mismo advirtiera y hablara del ready-made como sólo “una excepción”, paradójicamente sucedió todo lo contrario, resonando fuerte en un siglo que ha hecho de la excepción un “estado de excepción” permanente y mortífero, ¡y la Institución está más fuerte que nunca!
Paradojas de la digestión de las supuestas revueltas culturales en la que éste sistema –capitalista-, es especialista. Muestra una vez más que la “rebelión”, no hizo otra cosa que estar en pendant con lo que se rebela, sobre todo los seguidores que suelen ser más papistas que el papa.

El llamado “pensamiento débil” (Vattimo) que tiene en este sentido quizás la facultad de no proclamar rebeliones especulares da lugar sí a la producción del arte no desvalorizándolo como fuera de época sino como parte de la misma. ¿Pero es que acaso eso es suficiente? O más bien su corazón, su kern (el del arte), su núcleo irreductible, queda así infartado, tocado, ocasado, en fin… debilitado, como el pensamiento que así lo piensa, en “beneficio” de abrir el juego y ubicarlo como una opción entre tantas, cumpliendo así con el canon “democrático” de los puntos de vista relativos que se resolverían por el consenso (Vattimo), es decir el rating. ¿Es acaso evitando el fundamento fuerte como se evita la metafísica que la modernidad aún portaba? Posmodernidad efectivamente no tiene por qué ser siempre sinónimo de discurso superficial y banal. Justamente por eso requiere entonces desentramar el fundamento en el que se sostiene y oculta.

Sabemos por el psicoanálisis que no se trata de una causa sustancializada que obraría incluso conspirativamente desde lo oculto como verdad plena, sino que la causa es su falta misma, el agujero. No el de la filosofía nihilista de un pensamiento débil que nos invita a “convivir con la nada” y con la estetización de la nada, sino con la pérdida radical, la castración que nos constituye como sujetos, y nos determina a convivir con nuestras propias marcas que movilizan nuestro deseo. Y si aquí, desde siempre, tiene su fundamento la obra de arte, no tendríamos por qué ponerla en tanto tal sobre el tapete sino a los discursos epifenoménicos que se erigen sobre ella.
Pareciera no escucharse hablar con la misma intensidad de la muerte de la música, de la literatura, del teatro, ni de la fotografía desde que la moviola la hiciera correr como cine. Sí de la pintura, ese engaño grotesco, para y desde Platón, desechada por lo que encubre en lo que devela, por lo que conlleva del fracaso de la imagen como totalizante, y peligrosa por falsear la verdad en su inmutabilidad como Idea.

No es privilegio de la pintura por cierto elevar el objeto a la dignidad de la Cosa, sino de la obra de arte, del arte mismo, que así se sitúa sin causa ni explicación alguna. Peculiarmente situado por el ready-made como objeto “vacío”, límite entre arte y no arte, para así objetivar su muerte, entiendo que se eleva sí el objeto, pero a la ¿dignidad? de la Idea, nueva sustancia encubridora.

Sí es privilegio de la pintura abrirlo a la dimensión del campo escópico, privilegiar la función de la mirada, más allá de toda energética de la expresividad, y por fuera de todo valor de encanto estético del ojo voraz, por lo que hablar de su muerte cuando se habla de muerte del arte oculta todo su peso, dimensión y pertinencia.

Es justamente lo que se evita como programa a partir de mediados del sXX: que veamos lo que nos mira, y lo que nuestra mirada moviliza. Es lo que nos enseña la experiencia del psicoanálisis y de la vida: que la mirada nos pre-existe, nos muestra -nos hace nuestra-, la inermidad y nos reenvía a ella, en los ocelos figurados por doquier, por ejemplo en las alas de una mariposa, y no por ninguna “su” naturaleza, terribles. Esto es lo que destaca M. Ponty desde su propio campo de reflexión filosófica, dando en la tecla, en la clave, del lugar y función de la pintura en tanto tal, que no es el cuadro, sino que como dijera Cézanne para señalar su pertinencia, cada tanto es un cuadro. Lugar de la pintura, allí donde siempre las distintas pantallas imagénicas que asume a lo largo de la historia -belleza, ciencia, en sus distintas variantes-, no resultan ser completantes, como nos ilusiona más que cualquier otro el campo de la visión y de la imagen. Allí es donde la pintura fracasa, y al mismo tiempo triunfa en su persistencia productiva con lo que de lo visual no puede cubrir totalmente ese lugar pulsional donde quedamos nadificados, expuestos a ser objeto, mancha, de la mirada del Otro con mayúscula.

No sólo por el hecho de ver brillar una latita en medio del mar puede decirse: “ella no me ve… ¡pero me mira!”. No se entendería por qué ese brillo me tendría que mirar si no es por la burla que en la ocasión encarna y de la que es objeto el petimetre Lacan, cuestión que él mismo y no casualmente registra a renglón seguido: la vergüenza, la desnudez, en la que queda ese pequeñoburgués en el centro de la tormenta, en el punto de mira no de la lata sino de los pescadores, ahí donde la pulsión se muestra en su función significante.

De la misma manera cuando Matisse va a Rusia y después de unos años se reencuentra con su cuadro La Danza (1910) recién entonces dice verse impactado al ver él cómo estaba puesta la materia; al registrar cómo en esos tres simples y grandes planos (verde, azul, y bermellón) del cuadro, se suceden disrupciones, reflejos, disímiles transparencias, irregularidades, que Matisse señala tan enriquecedoras como inquietantes por lo que develan, y que destaca no haber reparado en lo más mínimo cuando los hacía.

“Contrariamente a lo que pensaba mientras la hacía, que sólo las superficies coloreadas independientemente de la materia darían la expresión total de la obra, vi entonces por el contrario que mi materia tenía su necesidad y que … por el juego del pincel … hace de esos colores lisos superficies vivientes”.

Significativamente cuarenta años después (1949) se le reitera algo similar con un impacto aún mayor, en ocasión de verse filmado en cámara lenta, tal como señala Merleau Ponty en una carilla imperdible de “Las voces del Silencio”. Lacan recupera aquí el punto de su propia experiencia con los pescadores, al subrayar la importancia de que el propio Matisse se haya sentido turbado, confundido hasta la angustia, y que para ninguno de los dos haya resultado algo para “nada gracioso” (Lacan) encontrarse “desnudos”; y para Matisse verse “titubear” en el ir y venir del pincel eterna e indefinidamente sobre la tela antes de colocar lo que en cámara normal veríamos como rápida y decidida pincelada. No es demora de la representación, no es demora de la medida, ni se trata de cálculo. Según sus propias palabras –las de Matisse-, ahí le parece estar ante “la relación inconsciente” con su obra:

“Me he sentido muy incómodo durante la proyección de esta película. Me han atormentado muchas cosas. Es muy indiscreto tener que mostrar tu rostro más íntimo durante el trabajo. Entre el público me he sentido desnudo, como si no llevara pantalones, pero ha sido para mí una lección inolvidable. La cámara lenta me ha trastornado. Qué cosa tan extraña. De pronto resulta posible ver el trabajo de la mano, un hecho plenamente instintivo sorprendido y descompuesto por la cámara. Esta secuencia me ha consternado, durante todo el tiempo me he preguntado: -¿Es bueno para ti que se haga esto? Qué diablos puedo hacer en este momento. Me he sentido sin ningún punto de referencia. No reconocía ni mi mano ni mi tela, y me preguntaba ansioso: -¿Va a detenerse? ¿Va a continuar? ¿Qué dirección va a tomar? Me he quedado estupefacto… normalmente cuando dibujo tengo miedo o angustia pero nunca he tenido tanto como al ver mi pobre mano marchar a la aventura a cámara lenta como si hubiese dibujado con los ojos cerrados” (Matisse, film de Didier Baussy, Centre Georges Pompidou, Visual Ediciones, Madrid).
¿Quién decide ahí? Más allá de un sujeto dividido, la mano, un cuerpo movilizado por sus marcas, que se inscriben significantes con el poder indeclinable de su hacer.

La pintura es inmensa, no descansa nunca.

Eso es lo que pinta. Esa es la mancha, y quizás la enunciación que conlleva la PROMESA de Cézanne -a un año de su muerte-, a su amigo Émile Bernard: “LE DEBO LA VERDAD EN PINTURA Y SE LA DIRÉ”; lo que se pinta en el fondo del ojo, es la marca que el ojo del pintor introduce en lo real.

No se trata entonces de la “promesa de positividad” (sic) -los recursos secretos, los elementos de liberación nacientes de un futuro esperanzador, lo que “el mundo podría ser”, “una visión de futuro”-, de un arte estética, filosófica y políticamente “más afirmativo” que le reclama por ejemplo Badiou al arte contemporáneo, para que no sea así sólo el anuncio de desastres, el eco de las atrocidades y de la disolución de nuestra época, (con lo que entiendo se filtra su norte filosófico de la Idea ideológica ‘comunista’ dando consistencia a lo Real). Se trata en cambio sí de la promesa cezanniana de que el ojo escriba, instaure su marca, en la naturaleza y en el cuadro.
Cézanne, habiendo roto con la intersección plana de la pirámide visual, con el punto de vista perspectivo científico que organiza el espacio renacentista, se aparta de todo cálculo y medida. Su famoso “pinto sin retrasos, sin demoras”, es eso. Aun cuando mantiene en pie la percepción como cualidad que logra por sí misma alcanzar lo real y el anhelo de una justa percepción de la naturaleza, la supuesta conjunción en “eco perfecto” de ojo y naturaleza, es ya un ojo que introduce al sujeto.

Hacia fines del sXIX, contemporáneamente a los primeros textos de Freud, nos dice del…
“…oficio respetuoso (del pintor) listo para traducir inconscientemente, de tan bien como sabe su lengua, el texto que descifra, los dos textos paralelos, la naturaleza vista, la naturaleza sentida, la que está ahí… (mostraba la llanura verde y azul), la que está aquí… (se daba una palmada en la frente) que deben amalgamarse, las dos, para durar, para vivir con una vida media humana y media divina, la vida del arte, mire usted… la vida de Dios. El paisaje se refleja, se humaniza, se piensa en mí. Yo lo objetivo, lo proyecto, lo fijo en mi tela… El otro día me hablaba usted de Kant. Seguramente voy a farfullar, pero me parece que yo sería la conciencia subjetiva de este paisaje, como mi tela sería su conciencia objetiva. Mi tela, el paisaje, los dos fuera de mí, pero uno caótico, huidizo, confuso, sin vida lógica, independiente de toda razón, la otra, permanente, sensible categorizada, participante de la modalidad, del drama de las ideas,… de su individualidad”. (“Cézanne, Lo que ví y lo que me dijo”, Joaquin Gasquet, Ed. Gadir. El subrayado es mío).

Traducción inconsciente, eco, lengua, cifra, texto que descifra, dos textos, duración, dios y el arte, el “se piensa en mí”, lo “por fuera de mí”,…, todo prepara ya la entrada del giro del sXX que paradigmáticamente por ejemplo Bonnard dando otra vuelta de tuerca, explicitara con su: “me subordino al cuadro y no ya a (la conjunción con) la naturaleza”.

Realidad psíquica y ya no visual.

Eso es lo que vela y devela la pintura (aletheia), cuando atravesando nuestros fantasmas estos dejan de sostenernos, toca lo real imposible, imposible de recubrir con imagen alguna, que abre así a nuestra interrogación. Ninguna verdad metafísica, ninguna verdad en tanto relato sustancializable. De allí que sea la enemiga y rival de Platón; la que también Hegel quiso relevar con el ojo autoconciente y la Idea.
También el sXX asiste a esta reacción contra la pintura. Cuando por el mismo tiempo en que Freud hiende su pluma en el sujeto cartesiano y abre el horizonte de una nueva racionalidad que le escapa al ponernos en presencia del sujeto del inconsciente, el arte introduce -adelantándose con Cézanne, de la misma manera que se adelantó en el renacimiento respecto de las matemáticas-, un nuevo espacio en la búsqueda de su construcción y su lugar abierto al vacío como tal, desde el fuego pulsional, su dios feroz, que enciende la mirada, distancia su función sosegante, contemplativa, e introduce la visión
en la dimensión del deseo: “…Acheronta movebo”.
Significativamente por la misma época Duchamp, fascinado ante una perfecta hélice de avión, se pregunta para qué después de esto seguir pintando, “seguir haciendo nuevos cézannes” -¿acaso el hombre no se habría encontrado en la misma encrucijada hace cinco mil años ante la invención de la rueda? Opta aquí por pasar a “ver las ideas” para desechar la pintura, que rápidamente calificada de “retiniana”(?) lo decepciona porque “no devuelve ningún pensamiento profundo” -no así para Cézanne para quien el paisaje “se piensa en mí” [“se pense en moi”].

“Nunca volví a sentir deseos de pintar, porque cuando voy a un museo no siento esa especie de estupefacción, de asombro o de curiosidad ante un cuadro. Nunca. Es que me asqueé. (…) Creo que la pintura se muere, ¿sabe? El cuadro se muere al cabo de cuarenta o cincuenta años porque se le va la lozanía. También la escultura se muere. Es una manía mía que nadie acepta, pero me da igual. Creo que un cuadro al cabo de unos años se muere como el hombre que lo hizo; luego, se llama historia del arte. Hay una enorme diferencia entre un Monet de hoy que es negro como todo, y un Monet de hace sesenta u ochenta años que cuando fue pintado era brillante. “(Duchamp, “Conversaciones con Pierre Cabanne”, 1967).

La presencia de lo impuro que sobrevive a los tiempos rechaza, cansa, a este hombre excepcional, desencarnado en el objeto, excepción visibilizada, lo nuevo por siempre, la eternidad, a costa de la desaparición, de la exclusión de todo vestigio del cuerpo mortal.
Sería un error cualquier disquisición absurda, contraponerle la evidencia
de lo que la obra de arte mantiene vivo ante los ojos del mundo, y que nunca puede ser apropiado por la historia del arte por digna que sea: lo que su lozanía renueva cada vez que abre las puertas al Monet mortal que descansa presente en ella.

Cuando el ojo no puede ya distinguir la diferencia entre un urinario y un urinario (ready-made), entre unas cajas Brillo en un almacén y las “Cajas Brillo” de Warhol, desde que a la diferencia se accede así por la Idea, la establece la Idea, es Idea; y efectivamente lo que se ve es una idea. La diferencia arte y realidad, arte y vida, se “resuelve” en la Idea.

El arte que a Platón le indigestaba en tanto “representación de la representación” –la pintura como representación de una realidad a su vez representación impropia de la Idea-, es el arte que finalmente desde fines del sXIX explicita en su hacer, en su producción misma, que no se trata de eso; sino de la “representación de la falta, de representación” –concepto freudiano de la pulsión-, que pone así en acto la inquietante y siniestra presencia del vacío; frente al cual significativamente surge este otro campo que intenta salir de la representación vía la presentación de lo mismo, que sólo la Idea puede entonces establecer como obra (ready-made), y por tanto conceptual. Se goza así ya no del engaño representativo que la ilusión del “trompe de l’oeil” de un Vermeer nos ofrece como anzuelo bello del trazo infernal del pintor, ya no de su presencia directa como “coup d l’oeil” en otro tipo de pinturas de una figuración no ilusionista o “abstractas”, sino del engaño ideativo -goce mental por fuera del cuerpo- que el objeto en tanto obra nos ofrece como vacío atemperado sin trazo.

No se trata de la Razón constructiva o ideales de Belleza como fundamento del arte y de la pintura, ni de la sensorialidad perceptiva o luego el sentimiento expresivo, a los que queda reducido ya sea en su exaltación o desvalorización, y a los que la recientemente inaugurada Idea como causa y fin, les opone un nuevo campo Otro y les declara su muerte histórica. Oposiciones todas que buscan un fundamento que no pueden darse sino es como concepción. Sin embargo en eso se sigue. Se trata en cambio, del sujeto del inconsciente, del pensamiento inconsciente que nos devuelve el paisaje que “se piensa en mí” (Cézanne). En dirección opuesta al valor del trabajo psíquico y la movilización del deseo que el cuerpo le impone -v. gr. el “trabajo del sueño” (Freud)-, se abre en el siglo paralela y sintomáticamente por lo que reprime o forcluye, el campo del discurso filosófico-ideológico del arte que conjuga así objeto, imagen e idea (εἶδος – eidos), en oposición a mirada, cuerpo, y lenguaje.

La pintura es lenguaje, un decir significante hacia lo indecible, no idea o concepto. Un hacer que en la función del lenguaje por su dimensión significante compromete la mirada y el cuerpo. Por el contrario, el lenguaje como concepto obtura toda división subjetiva. No se trata del lenguaje del arte sino que el arte es de lenguaje. Así como pensamos porque hablamos, el cuadro pintado no es el cuadro pensado; no se trata de un mapa de mi pensamiento.

El hacer del pintor conlleva procesos inseparables del mismo orden que el habla y el de la función poética: para decir lo que tiene para decir, “aquello que no existe sino en el olvido de lo que existe”, su no dicho para él mismo, su qué, su marca. La mirada en pintura habilita, vía regia como en el sueño, a movilizar lo Real. La diferencia con el sueño, es que en éste el goce del cuerpo tiene cierto descanso en tanto no interrumpa el dormir. La pintura lo compromete de otra manera, en ella no descansa, aun en aquélla que se propone ocultarlo y logra incluso tal espejismo -como lo muestra que a la Gioconda se le haya hecho ese cínico bigotito en su enigmática sonrisa. Lo convoca y lo pone en juego como agujero -lo real del cuerpo Imaginario entre Imaginario y Real- en su hacer mismo y en la mirada inasible que lo recorre, no como energética, sino como eco del decir en el cuerpo.

Los antecedentes de este “eco”, del “trazo”, y del arte como “un verbal a la segunda potencia” (“un más allá de lo simbólico” pero ningún pre-verbal; Lacan, Sem. XXIV, cl5, 1977), se encuentran adelantados ya por Merleau-Ponty:

“Cualidad, luz, color, profundidad (se refiere a la naturaleza) están ahí ante nosotros, están ahí porque despiertan un eco en nuestro cuerpo, porque éste los recibe. Este equivalente interno, esta fórmula carnal de su presencia que las cosas suscitan en mí, ¿por qué a su vez no podrían suscitar un trazado, también visible, en el que cualquiera otra mirada encontrara los motivos que sostienen su inspección del mundo? Entonces aparece un visible a la segunda potencia, esencia carnal o ícono del primero (…) la mirada, las trazas de la visión de adentro para que las posea…” (M. Ponty, “El ojo y el espíritu”, 1963; lo destacado es mío).

Eco, trazo, mirada, aún planteados sin la mediación del lenguaje; condición que le dará un giro crucial a la cuestión:

No hay cuerpo hablante sin cuerpo hablado, movilizado por el deseo y en tanto hablamos en el mismo proceso del hacer del pintor. El cuerpo hablante no nos introduce entonces en un puro juego de sonoridades, colores y formas sobre un soporte (Derain, 1905), un revoltijo de colores, valores lumínicos y líneas en la superficie del plano, por los que se alcanzaría una armonía, supuesta incluso universal.

Sujetos a la misma apertura y al mismo cierre que el arte de la palabra, el pintor equivoca si le contrapone la pintura como un otro lenguaje completante, por fin alcanzado. Si fuera así, no se entendería por qué después de un cuadro pinto otro; no se entendería por qué Cézanne consideraba -como nosotros la nuestra- que toda su obra estaba “inacabada”. Lo que se realiza, y se escribe, es su inacabamiento: el enigma, “el enigma del cuerpo que la pintura justifica”(M. Ponty), que es al mismo tiempo, el misterio del lenguaje que el mismo lenguaje ha originado, su Mr. Hyde: la Cosa a la que no se llega, interiormente excluida, que está y opera en el corazón de los significantes y no en un misterioso vaya a saber qué lugar. Ningún sentido oculto que vaya a develarse en un “detrás” o en un “profundo”, la pintura es penetración, perfora y hace agujero, en el propio pintor y en el espectador. La interrogación en la que nos introduce no es ninguna pregunta por, que pueda ser respondida. Ninguna pregunta por el significado de las cosas, menos aún de los cuadros o del arte mismo, sino la del mismo lenguaje, al bordear su agujero que nos constituye.

El cuerpo entra por la mirada, no por la imagen. No por ninguna imagen artística por la que la pintura se distinguiría de la música y la literatura, quedando así disuelta en el conglomerado de las actualmente llamadas “artes visuales”.

No radica, como de pronto se postula, en un hacer imágenes con arte; no es la clave aun cuando efectivamente el cuadro conlleve y constituya una imagen. Y aun cuando se apele al término ‘arte’ para así jerarquizar la imagen. Porque de esa manera efectivamente se la jerarquiza, cuando de lo que se trata es del arte de atravesarla, de ir más allá de la imagen. A César lo que es del César y a Dios lo que es Dios: el cuadro da “a la mirada las trazas de la visión de adentro para que las posea, y a la visión lo que la tapiza interiormente, o sea la textura imaginaria de lo real” (M. Ponty, destacado mío).
Así, repetición mediante, ‘la pintura es a propósito de la pintura’, no es tautología, es otra cosa; no es la desdefinición líquida del arte en la que queda disuelta; sino la indicación del más allá de su hacer mismo, que no se resuelve en el atrapapalabras del nombre resuelto en el nombre.
La mirada no es del orden de lo visual retiniano, de la imagen, ni de la comunicación –ni del arte de comunicar, ni del comunicar con arte. Impensable, es también imprevisible; no se puede, literalmente, pre-ver lo que desencadena el acto soberano de la materia sobre una superficie; lo que da a ver, en principio y fundamentalmente para el propio pintor, impele, muestra, no explica, no charla; golpea en el propio cuerpo, y es ahí cuándo y dónde encarna.

Que el “pintor aporte su cuerpo” (P. Valéry), como señala en sus primeras líneas de “El ojo y el espíritu” Merleau Ponty –para quien el cuerpo está más cerca de la obra de arte que de lo físico, y es así la obra de arte la que “lo justifica”- no significa que se trate entonces de un manojo de nervios, músculos y funciones, tampoco de ninguna potencia energética espiritual, sino del ojo en perpetuo e imperceptible movimiento, interrogando y escandiendo la mirada del mundo que lo inunda al nacer. Las cosas (die “Sache”) nos volverían locos si el lenguaje no le hubiera dado al ojo ese espíritu de búsqueda, de discernimiento significante (la “paranoia crítica” de Dalí) por el que el humano caza su presa. Se lanza su mirada, huye, escapa por la ventana de sus ojos, para recalar aquí, allá, construyendo su propio punto de vista, su propio equilibrio siempre inestable que el humano necesita sí o sí, más allá de lo que ninguna “forma simbólica” (la perspectiva renacentista por ej.) puede satisfacer.

En este punto de vista propio, en la miríada de puntos de la superficie del cuadro, así como también de la realidad, de “la realidad que emana del decir” (Lacan), se enlaza y testimonia de su presencia, nuestra mirada. Encarnada en la mariposa en la que se soñó Chuang Tzu, las máscaras de Goya, de Ensor, la cortina/velo con el que Parrhasius engaña a Zeuxis, el cuadro dado vuelta en Las Meninas, la mancha-calavera de Holbein…, interroga así el fundamento oscuro de nuestro deseo, lo insoportable puesto así a ser mirado.

“El artista pone su cuerpo, retrocede, coloca y quita algo, se comporta con todo su ser como si fuera un ojo y se convierte completamente en un órgano que se ajusta, se deforma, busca el punto, el único que pertenece a la obra profundamente buscada –que no es siempre lo que se busca” (P. Valéry).

La mirada que no es así el ojo constreñido al órgano en su función perceptiva, es cuerpo, recorre el cuerpo. Lejos de ser del orden de la mera emoción, de la mera expresividad sensible, va más allá. A ningún lugar infinito,
espiritualizado o metafísico, otra dimensión totalizante. Recorre nuestro ser -de lenguaje, nuestro ser hablante, que Lacan reformulara con toda pertinencia como hablante-ser, “parlêtre”, por el cual el habla cuestiona el ser, que ya no podrá encontrarse como ninguna unidad, a no ser en tanto pensado.

Siguiendo la distinción de Husserl, no “Körper”, cuerpo físico, medible, cartesiano, que nos enteriza, ratificado por la imagen especular que nos totaliza como individuos; sino “Leib”, cuerpo propio, vivido, no especular, para nosotros en el punto donde lo inasible, su inasibilidad, se siente. La pintura es visceral. Lo que experimenta el cuerpo, su resonancia quiasmática “Leibkörper” (la corporalidad de lo corpóreo), es el golpe en el plexo, incluso los “trasudores y calor”, “ataque de escalofrío”, “efervescencia e irritación”, que refiriera ya Platón en el “Fedro” ante un objeto de belleza; o el conocido hoy como “Síndrome de Sthendal”, ese estado corporal ante la obra de arte -para nada estético-, a partir de lo que experimentara, y que dejara por escrito, ante la Santa Croce en 1817: vértigo, palpitaciones, confusión, temblor. La función de la mirada en el cuadro nos fragmenta, nos compele al abismo y la inestabilidad.
El propio Valéry, interrogándose poéticamente como él sabía hacerlo, alejado de todo espiritualismo y humanismo, ya hablaba por los años ’30 de un Cuarto Cuerpo, Cuerpo Real, esa sombra con el que trataría de resolver de una vez el problema que lo implica y que no agotan “sus” tres cuerpos: 1) el que vemos, que nos pertenece menos de lo que le pertenecemos; 2) el que ven los otros, el que nosotros vemos de los otros, el del espejo, que nada sabe de sus órganos, de su “interior”; y 3) el que posee unidad en nuestro pensamiento, después de ser despedazado por la ciencia, “indescifrables textos etruscos”, criptograma histológico y anatomofisiológico. Ninguno de ellos orilla las preguntas que nos acosan en la penumbra de nuestros pensamientos y de nuestra existencia. En ese momento dice Valéry, la “Voz de lo Absurdo -quizás el
cuervo de Poe, o el tordo de Eliot- añadió:…no puedo brindarle a estas preguntas

una sombra de sentido salvo suponiendo, sin admitirlo, alguna Inexistencia,
cuya manera de encarnación es mi Cuarto Cuerpo”.

Esa Inexistencia que Valéry pone con mayúsculas, seguramente para diferenciarla de una mera (in)existencia imaginaria, es la que denominamos ex–sistencia, (ex: por fuera, en la que al mismo tiempo estamos involucrados, extraño y familiar, núcleo ominoso, siniestro). Este Cuerpo Real -que Valéry denomina también con mayúsculas Imaginario en tanto “suposición inadmisible”, no refiere al “Maestro Espejo” del Tratado de Leonardo, a ninguna imagen especular ordenadora, pacificante, ni al pensamiento unificante, que ya había reclamado insuficientes-, es así “indivisible del medio desconocido e incognoscible”. De ese medio inconcebible (destacado mío) mi Cuarto Cuerpo no se distingue.” (Ibíd.)

“…lejos que tengamos algo que, de algún modo, semeje un adentro y un afuera; es en tanto que, si puede decírsele, el ojo articula una cualidad -hace mención a la luz propia, de Valéry-, diríamos visionaria, que el ojo ve. Esto no es tan estúpido. Es un cierto modo [de la misma manera que ya señalamos a propósito de Cézanne y su “percepción”] de sumergir al sujeto en el mundo”.

Si el cuerpo hace obstáculo, la gran pintura –que, hay que decirlo, existe- es así el cuerpo que ha podido darse a ver en el lenguaje; cuando el cuadro ha llegado a transitar esa vereda, como lo intuye todo pintor, lo demás merodea. El ready-made es sin cuerpo, huye del cuerpo; objeto purificado, mapa, proyecto sin marca, una excepción que no admite repetición, salvo la vacua tautología.
La pintura siempre se ha encontrado en un lugar disruptivo. Aun desde el “saber” y de la “belleza”, nunca ha dejado de producir desde ese lugar oscuro que lleva como marca desde las cavernas. Por eso es la que más promete, y la que siempre fracasa para los que ansían que nos devuelva una totalidad acabada, el dominio de la visión, una eternidad inmutable. La pintura no puede dejar de llevarnos al encuentro de esos ocelos, no porque se parezcan a nuestros ojos, sino porque ellos habitan siniestramente en el fondo del ojo: nuestros ojos se parecen a ellos. Ahí retorna todo pintor mientras engaña y se engaña también a sí mismo haciendo sus cuadros, para poder juntar fuerzas y no quedar atrapado en el espanto, con los distintos disfraces y máscaras con los que da caza a su mirada. Ese es el fondo de la cosa, el fondo del ojo al que nunca tenemos acceso, un lugar imposible pero que opera, terrible, en el sujeto. Es muy doloroso, dice Freud, el sacrificio que el hombre ha debido seguramente hacer con la renuncia al incesto. Ese es el lugar que la cultura intenta siempre aplacar, el resto de un malestar irreductible que la belleza ante el umbral del enigma y del infierno intenta reconfortar.

“¡Todo está hecho, todo está hecho…!” vociferaba Duchamp, y sin embargo no, ‘no-todo’ está siempre por hacerse; el sujeto no termina de constituirse nunca hasta su muerte, y a ese lugar es al que retorna cuando con Miguel Ángel podemos decir:
“Aquí me ha traído el tan alabado Arte del que yo tanto entendía…
Yo apago la llama de mi vida si no muero pronto.”

Y después de hacer hablar al mármol en el “acabado” Moisés (“-¡Ahora ve y habla!”), esclavo al fin él mismo de su materia -y de los encargos papales-, se deja hablar por la muerte en la desnuda piedra de sus “Esclavos” y la inconclusa “Pietá Rondandini”. “Soy un pellejo… mi rostro ha forma di spavento, un cuadro del horror.”, un colgajo… el que decide incrustar veinte años después en el centro de su Juicio Final.

¿Es esto acaso mera expresión de sentimientos a los que habría cedido la Idea y la representación, renunciando a verse en su pureza reconfortante y cristalina? ¿Es acaso esto lo que el pensamiento postmoderno acusa como agotada búsqueda de una verdad metafísica que debería caer? Eso no progresa. El arte, SU historia, no es la de progresión de fines, no separa pasados y presentes en función de una línea de fuerza tendiente a fines, sino que es “la única que se sustrae a la inevitabilidad del progreso” y a sus exigencias culturales. Eso regresa, retorna a reencontrar la diferencia, y no a dar a ver ideales alentadores futuros (Badiou) o ideales cínicos presentes (posmodernidad).
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Duchamp dice reveladoramente, en una entrevista dos años antes de su muerte, de su mingitorio (emplazado en 1917): “-eso fue una excepción”. Para él en el arte -en el mundo y también en la vida – todo está ya hecho. Por lo tanto ese objeto, obra a secas, excepción, puesto por fuera del campo del arte, cumple la función de situar el arte, para darlo por resuelto, para conjurarlo en un objeto-idea, la Idea como obra ella misma, una “obra que no es obra de arte”. Puesto ahí en tanto diferencia para borrar toda diferencia; un absoluto que se retoma décadas después como paradigma de la supuesta muerte del arte.

En dicha entrevista (1966), alertado por ser retomado como arte, -les tiré con un urinario y me devuelven con la palabra arte-, advierte contra el facilismo repetitivo del ready-made: “-no lo hagan más, lleva al facilismo”, por lo cual desaconseja toda escuela y “recomendaría que se restringiera la producción…”. Sin embargo, como dijimos, sucedió todo lo contrario. En los años ‘60 se reintroduce este objeto límite como Nuevo Arte, conceptual, filosófico, por encima y por fuera de todo arte conocido y por conocer; excepcional, se hace ahora él mismo un todo-arte, se hace regla.

Así, el arte mismo pasa a existir entonces como concepto; no ya porque la idea sea un referente a representar y así un objeto más, sino porque desde esta perspectiva los objetos desaparecen en la Idea, en su encuentro con “la idea como idea”. Se trata de un “después del fin del arte” en el que la tautología cobra todo su valor en el “Arte como Idea / como Idea” por la cual “el arte es, de hecho, la definición del arte” (Kossuth). “Las tautologías tienen su significado último en traer a la conciencia la línea divisoria entre lo concebible y lo inconcebible, entre lo decible y lo indecible.” Así, la conciencia del límite, soslaya su experiencia, la de “hay de lo indecible” (Lacan) y el conceptual se mantiene en la posibilidad infinita de pensar la Idea. Al mismo tiempo, a partir del “todo-hecho”, ya no podría hacerse otra cosa que presentificarlo incansablemente y vivir la vida misma, toda vida jugando a ser concepto, ideándola como arte.

¿El arte ha muerto? Parafraseando a Lacan con respecto al “Dios ha muerto”, podemos decir en cambio que la fórmula es: el Arte –uno de los nombres de Dios- es inconsciente. Y no aquí por lo que en él se juega imaginaria y simbólicamente del lugar de las fantasías inconscientes, sino fundamentalmente por el lugar de esa interioridad radicalmente excluida que la obra in-corpora, le da cuerpo a lo indecible en su decir.
Desde el urinario mismo como excepción que reclama la muerte del arte (1917), así como también posteriormente en los ’60 al retornar el ready-made como “excepción” y ubicarse en el centro de la escena como paradigma del arte, se sigue dando vuelta la cara a su núcleo imposible. Allí donde Freud escribe la pulsión que lo bordea y convoca a su deseo, se supone en cambio abordar lo imposible como Idea, el vacío como Idea, y la Idea como obra ella misma. Tautológica repetición de lo mismo para oscurecer la repetición de la diferencia.

No es casual que justamente sea el cuerpo en la obra de arte -la mirada misma que lo recorre-, lo que la posmodernidad nunca nombra y siempre excluye de su discurso, en función de otro “cuerpo”, teórico y filosófico, y del “placer teórico/investigativo”. Es llamativo que cuando se refiere a la mirada lo haga tan sólo en el plano de lo visual, y absurdamente como del orden del placer contemplativo, con una capacidad de negación y rechazo que asombra.

El arte no existe; ex–siste. No es su hueso situarse simbólicamente a partir de una excepción, a partir de lo que queda excluido opositivamente como no-arte. No es su hueso situarse como una entidad, sino que por el contrario el arte es vacío, en tanto solo lo realizan las obras. Es la existencia de cada obra la que muestra su vacío, su no existencia como universo.
Lo interdicto, el límite imposible de franquear, el hueso del arte como imposible radical, es lo intolerable que habiendo sido puesto simbólicamente como “Dios Arte” por la filosofía del arte y la estética tradicionales, queda excluido por el nuevo campo del Arte como Idea de la cultura actual que, con su consigna “el Arte ha muerto”, retoma cínicamente para su provecho el Dios ha muerto de Nietzsche.
Se presenta entonces como caída de un lugar sagrado y exclusivo en el que no el propio hacer y su saber, sino el saber de la filosofía, la estética y la crítica tradicionales lo habían puesto. Ahora, suponiéndole haber alcanzado todo lo que tenía que saber de sí mismo, suponiéndole haber agotado todas sus posibilidades a lo largo de la historia, se decide darlo con todos los honores por realizado en la Idea y “democratizarlo” en el arte-vida cotidiana de los mass-media.
Supone su historia como un decurso progresivo de adquisiciones y adecuaciones a los cambios de época, y no como retroacción que crea sus propias anticipaciones. Tal retroacción impide suponer con tanta simpleza, o torpeza, que el llamado arte bien podría ahora dejar de existir dado que antes del renacimiento no existía porque no existía su concepto. No es el concepto el que le ha dado existencia a un determinado hacer.

Es un error suponer que las obras del pasado viven por sí mismas, eternizadas, fuera del tiempo, en su magnificencia, y menos aún para darnos una lección estética. Por el contrario, “crean de antemano todas las otras” (M. Ponty), y al mismo tiempo las del presente siguen iluminando las del pasado. Y si hacen seguir pintando es por la grandeza con que han quedado inconclusas, abiertas, y mueven el deseo indestructible de ir ahí. No se piensa en algo tan simple como que nada sería lo mismo si “para adecuarlo al nuevo mundo de hoy los jóvenes deben cambiar el arte” (Kossuth, 1995; el subrayado es mío) y no se hubiera pintado ningún cuadro más. Todo el pasado sería un monumento fosilizado, si no es que caería como un castillo de naipes, hecho polvo, al olvido.

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El límite en cuestión.

La excepción es lo que funda la regla. Una necesaria exclusión -inclusiva, que Agamben con respecto a la organización político-social occidental, ubica en el “sacer”, lugar sagrado, freudianamente “santo y maldito” a la vez, al que eran destinados ciertos reos por el derecho romano, que así lo funda retroactivamente, por fuera del derecho humano y del derecho divino. No el límite sino la excepción al límite es lo que funda el derecho, la ley; lo cual nos deja expuestos a que en algún momento irrumpa y sea ella misma, excepción soberana, la que rija y todo humano sea potencialmente sacer, nadie. Este lugar atemporal y extraterritorial donde se es nadie, es lo que parece haberse generalizado en el sXX, encontrándonos verdaderamente en un mundo donde el estado de excepción es, es regla, allí donde el derecho está suspendido (iustitium, ius stat).

Su paradigma criminal: los campos de concentración. La Ley allí es el estado de incertidumbre y arbitrariedad permanente, de indefinición, en el que la excepción pasó a ser efectivamente un estado de excepción. Esto se expande microscópicamente, en cotidianeidades que sin tal grado de radicalidad, forman también parte de la experiencia trágica de la vida. Actualmente, la situación de los inmigrantes como lugar “nadie”, adquiere en cambio inusitados grados de terribilidad y retorno de los “campos”. Asimismo el avasallante avance de la tecnología informática genera el campo virtual, -y a la vez real-, de las redes sociales respecto del cual la ley queda (como Aquiles con la tortuga), siempre retrasada, y el sujeto nuevamente a la intemperie, expuesto a ser nadie –sacer-, a merced del llamado goce del Otro. El “arte actual”, su discurso lo supone ser él mismo esa virtualidad real sin ley; la nuda vida, la vida misma en su indeterminación e inmediatez. Un supuesto continuum imaginario-real resuelto en la Idea y el concepto.
¿Qué pasa con el anuncio, la decisión soberana de tantas muertes, muerte del arte, muerte de la pintura, muerte del hacer, qué sucede con esta “ley viviente” que decide sobre tantas muertes, en un siglo donde su anuncio debiera causar escozor a más de uno? Qué sucede con un “después del fin del arte” que efectivamente identificado -como él se propone- con la época, se disuelve en ella dándola a ver ideativamente sin más allá; ese “más allá” que sigue produciendo más que nunca hasta nuestros días, al que el “Todo Vale” decide ubicar conceptualmente como perteneciente a una fenecida Edad del Arte.
Se sacraliza la vida y al mismo tiempo se la desubjetiva. Repetición, repetición y repetición. Cincuenta años de repetición-de-lo-mismo no es mera moda, sino un verdadero estado de las cosas. Una crisis duradera.

El canon contemporáneo se ha apropiado perversamente del “Todo-vale” banalizándolo en tanto regla, justamente cuando el “no-todo” vale. Si una obra perdura como obra de arte, es porque el “todo vale” opera como punto de partida en su hacer, pero nunca como punto de llegada, en tanto se registra y se lee lo que de nuestra incompletud se muestra en ella. El canon post-moderno, tal como lo define uno de sus profetas, Arthur Danto por caso, es que ya no se trata de lo que hacía, como él mismo dice, su maestro el crítico Clement Greenberg -más allá de su lugar como “gurú del arte” abstracto que en este punto no viene al caso-, quien asistía a los talleres y de espalda a la obra, se daba vuelta repentinamente a los efectos de registrar el golpe al ojo, la presencia del trazo. Ahora se trata de que lo decidido por el llamado artista, siempre que implique su borramiento, vale “per se” -sea una pincelada, colgar una tenaza o dejar la pared blanca.

La excepción (ex-capere: estar afuera) se juega a traerla acá, el “Todo-Vale” es ahora regla y conclusión: “una obra no es buena ni mala, es decisión”. Impostura de una decisión ritualizada, lo que decide es el no conflicto, decide la fijeza de la tautología que borra la irrupción disruptiva del no-todo; decide dejar afuera lo indecidible, el titubeo, la incertidumbre, la duda del ojo que inaugura Cézanne, que la pintura pone en juego por su cuenta y riesgo. Los que no acepten esta Ley de leyes, van entonces al pabellón de “los históricos”. Todo se puede proponer como obra, siempre que borre escribir la diferencia, y así idearla. Duchamp con el ready-made largó la excepción a rodar. En algún clavo pegó.
Freud, atravesando en diagonal el siglo, escribió en cambio en ese lugar límite, su trazo magistral: el fundamento de la pulsión (“Trieb” y no “Instintik”), “concepto límite entre lo somático y lo psíquico”, nuestra necesaria mitología como él mismo la denominó, “ser mítico, grandioso en su indeterminación” que para él no era ningún mito y que Lacan precisara, como dijimos anteriormente, “eco de un decir en el cuerpo”. Y más adelante, su concepto de pulsión de muerte (1923).

Nuestro siglo es manierista y barroco, se pliega infinitamente sobre sí mismo, ocultándose y desocultándose; y se desgrana. Las causas o razones con las que se lo quisieron explicar volaron en pedazos con el siglo. ¿La diagonal lo organiza? En ese nivel le dejamos a la historia del arte que diferencie la diagonal barroca de la horizontal y vertical renacentista, cosa que sabe hacer muy bien, o para que la entienda como su prolongación, ya que en definitiva dicha historia las hace permanecer en el nivel de rectas, y no cuando en su prolongación -como sí en cambió entrevió Desargues (1591-1661)- ellas hacen bucle, nudo en un punto del infinito, es decir agujero, presente, aún cuando velado, en todo arte que se precie de tal. Introduciéndonos por él en nuestro campo -el del sujeto en tanto tal, el del pintor, el del psicoanálisis-, ex–céntricos, la diagonal que nos interesa y que el sXX explicita y convoca, lo atraviesa; el espacio va al encuentro de su verdad, va al grano, al agujero no al punto de fuga, para escribir el límite: en el grano de la voz, de la mancha y del trazo; allí donde inaudible e invisible se localiza la pulsión. Todo cae allí… y renace. Es necesario este renacimiento. La pintura no es tanto hacer visible lo invisible como dijera Klee, sino en su dar a ver sostener esa invisibilidad.

De aquí huyen hoy espantados. Hay motivos, por supuesto, más que
considerables. Cézanne en respuesta a la verdad en pintura, sólo -y tanto- atinó a una promesa y a cerrar ambas manos en un puño. Quizás haya sido el mejor ready-made de la pulsión. ¿Algún “pensamiento profundo” podrá realizarlo? Ni los esclavos tuvieron tal grado de cosificación, de zoe, de nuda vida. Ellos no eran homos sacer, no eran zombies, muertos en vida. Hacían. Y tenían su Amo. Quizás las diferencias de clases hoy hayan dado lugar a algo peor: la desaparición del sujeto, del radical conflicto que lo atraviesa, de su deseo, de su angustia ahora ofrecida a la vidriera del mercado,…a la pantalla de la televisión. Por algo Foucault que rastreó con microscopio estas cuestiones sitúa en nuestro siglo –”después de milenios”–, este viraje hacia la “animalización del hombre”. Y Lacan: “Sostengo que ningún sentido de la historia fundado en las premisas hegeliano-marxistas, es capaz de dar cuenta de este resurgimiento…, del drama del nazismo,…de las formas más monstruosas y pretendidamente superadas del holocausto”. Sin Freud estas cuestiones no habrían sido posibles. Es su siglo, sin duda. Lenguaje, pulsión, deseo.

Todo hecho.
Duchamp desde 1920 repetía mortíferamente “todo está hecho” y se lanzó sin retorno al lugar de la excepción. “Todo hecho”: las nuevas generaciones lo repiten a diario. En otros siglos también lo decían, puede rastrearse, tampoco esto es nuevo. Pero en el nuestro…, mingitorio, pala, bicicleta, perchero, mi vida misma toda hecha. Ready-made. Se acabó. “-¿Se acabó?”, preguntó en los ’60 el incipiente “mundo del arte” ¡Pero si recién empieza! …y sigue.

¿Y su silencio? En palabras de su amigo Joseph Beuys: “un silencio sobrevalorado”. Jugando a poder entrar y ser tomado por lo absoluto del lenguaje, identificado al lenguaje mismo, su silencio no habla; -no es el silencio de Bergman, dijo Beuys, “vi todas las películas de Bergman y no es eso”. Suponiendo que la excepción de la presencia paradigmática de su urinario borra toda diferencia, la ubica en la Idea, de ahí en más, silencio, todo está resuelto. Beuys concluye: “Pero no se resolvió absolutamente nada. Su silencio es ausencia de lenguaje, se quedó sin lenguaje, ausencia absoluta de lenguaje” (entrevista con Bonito Oliva, 1981). Su silencio deja lugar a toda la parafernalia actual sobre el vacío, que no es el vacío constituyente de una producción, sino lo vacuo, el girar en el vacío, triste o cínicamente, como mal de muerte. Como dijera Lacan “Sileo no es taceo”.
Duchamp aparece como paradigma en el arte de la presentificación de la excepción que funda la diferencia, para borrar el trazo que la escribe en la obra, en un mundo donde el borramiento de la diferencia, es la experiencia del “Estado duradero de excepción” que atraviesa la sociedad mortíferamente, y comienza a instalarse con el comienzo de nuestro siglo XX, a partir de la Gran Guerra (1914-1918).
Al mismo tiempo aparece como el paradigma de una decisión sin riesgo que funda la repetición tautológica;  de la impostura del “todo vale” como vacua decisión ya decidida. Y paradigma también de la indiferenciación vida-arte. No se puede ser las dos cosas, viviente y obra, a la vez. Ahí no se puede no perder realmente algo definitivo: la vida o la razón. Se está loco o se es un desquicio humano. Ahí no se puede hablar ni se puede jugar al ajedrez sino es como parodia. Más que el triunfo de la vida es la vida no atravesando, sino rehuyendo todo límite y erigiéndose como brillo ilimitado. No patea el tablero, no quiere o no puede, se preserva. Sí cuando trabaja y produce obra, su Gran Vidrio, Etant donnés, Caja en valija….
Como decía Beuys: “Creen que están por encima de la realidad pero están por debajo”. Beuys, contrariamente a la muerte y disolución del arte, con su concepto de “arte ampliado” involucra al sujeto y su hacer, extendiendo el arte a la vida pero -revolucionando su herencia duchampiana-, en tanto trabajo transformador; es decir a todas las fuerzas productivas culturales, sociales, económicas y políticas de la sociedad. Su “todo hombre es artista” es eso, depositario de una fuerza creativa que como valor está en las antípodas de “lo ya hecho” y del “ya se hizo todo” -y lo “ya hecho” no por la mano sino objeto industrial, cuestión nada menor.
No es casual entonces que justamente del trípode conceptual Duchamp-Warhol-Beuys, sea éste último el relegado por el “mundo del arte”, siendo en cambio Duchamp-Warhol, casi como un todo uno, su emblema.
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¿La vida es arte? Si como dijo el poeta, porque la vida no alcanza está el arte, porque el arte no alcanza está la vida. El arte es vida pero no la alcanza; la vida no se “agota” en arte. La pretensión de ser obra y seguir vivo, de ser obra y a la vez poder contarlo es vanidosa y palabrera. Cuando se es todo obra, se está realmente y no imaginariamente, identificado como objeto. Los que van ahí corren el riesgo de agotar su arte.
El que llega ahí, como en esos versos de la Ajmátova, “está loco o muere de tristeza” o como Antígona, va a enterrarse viva a la Roca viviente.
Eso le pasó a Adelaida Gigli, ceramista, cuando en un rincón de Italia, esculpida ella misma por el Alzheimer y sus dos hijos desaparecidos, no hizo más cerámica y fue ella misma, su cuerpo, el cacharro. Pasó a ser, como se dijera en cierta ocasión agudamente, toda-memoria viviente pero a costa de haber perdido su memoria. También lo fue Van Gogh cuando se corta la oreja. Esos son ready-mades en todo caso.
El duchampiano contemporáneo en cambio sigue vivo, se preserva, es lo que es, no lo que no-es. No pueden ni quieren dejar el protagonismo en la obra como objeto vacío. No desaparecen en la obra, sino que es el “ya está todo hecho… lo he hecho Yo” (Duchamp). Esto es, entiendo, justamente el “(in)mundo del arte”. El arte no hace mundo, ni concepciones del mundo, es otra cosa; no es del mundo, es al mundo.
La Academia, el academicismo, en otras épocas y ahora, también ignora al sujeto en función de otras reglas, técnicas. Y por cierto, no es algo mejor. Pero por más oficial que fuere, no llegó a constituir nunca lo que hoy se denomina “mundo del arte”, “artworld” en tanto discurso filosófico (A. Danto). Quizás la excepción tenía que aparecer como estado de excepción duradero, que desde lo político y social se prolonga bajo otras formas después de la Segunda Guerra, para que hubiera “mundo del arte” y “mundo de todo”, sin sujeto.
Y para que de pronto se reactivara, en el nuevo “centro del arte” desplazado de Europa a EE.UU., -una vez también desplazada la primera generación (expresionismo abstracto, Escuela de Nueva York), considerada vieja por el “realismo capitalista” del pop warholiano, emblema de lo Nuevo-, la corriente más antigua y profunda que lo funda principios del sXVII, la cultura puritana radical que persiste como núcleo social y cultural, verdadera roca viva, hasta la actualidad. Este puritanismo de lo nuevo enclavado en la cultura, esta santidad de lo nuevo que ha hecho suyo como lo más propio a este hombre excepcional, es viejo. Históricamente viene de lejos cuando poniéndose a la cabeza a sangre y fuego, no sólo por sobre la colonización española sino por sobre las otras congregaciones protestantes anglosajonas -con una violencia sin límites con que la de las otras según se dice no se compara-, ninguna de las cuales querían novedades: traían el Viejo Mundo como modelo civilizatorio; mientras tal luteranismo lo execraba como decrépito y decadente, teniendo aquí su Tierra Prometida, su “erial de Dios”, considerándose americanos por anticipado, desde siempre dueños de ella y sus habitantes de toda especie, desde que su mesías John Whintrop embarcaba hacia el Nuevo Mundo vociferando y haciendo flamear sus sermones de destrucción inexorable y desaparición de todo nombre.

El olvido del hacer.

 

Que exista sociedad del espectáculo es dar a ver una vidriera infinita y gozosa de imágenes para ver, en las que ni la mirada del mundo ni la nuestra es provocada. Así parece haber salido a pasear el arte estetizando la vida como nuevo arte despulsionado, centrado en el concepto y el objeto cosificado. No quiere decir que así lo sea siempre –las obras son siempre de a una y exceden los discursos sean estos los que fueren. Se trata del discurso que las fundamenta que en desmedro del hacer -y del verdadero desecho, que no es el objeto congelado a la eternidad de lo-mismo-, tiene como paradigma justamente lo ya-hecho (ready-made). El lenguaje mismo y la experiencia nos enseña que todo hacer, no sólo el del arte, es: sacrum facere, sacrificio, en ningún sentido romántico sacrificial sino porque nos pone ante nuestra pérdida originaria. El hacer en nuestra cultura parece encaminarse hacia su olvido en función de un hacer que da a ver tan sólo el vanidoso y ostensible espectáculo de lo que se tiene. Trabajo no es dar lo que se tiene, sino dar lo que no se tiene. Si la pintura sigue pintando, aunque puedan cambiar sus manifesta- ciones y soportes, es por ser el lugar privilegiado donde el sujeto pone a producir y trabajar su mirada en busca de su reencuentro imposible. Se ve cuán distante es este lugar, función y campo de la mirada en pintura, del lugar retiniano desde el que se la habla para establecer su muerte. No hay muerte ni ocaso de la obra de arte en tanto tal, sino de aquellos discursos sobre ella que ignoran, desconocen, el propio e incómodo discurso que la pintura misma constituye de por sí, en su decurso, en su devenir de obra en obra a lo largo de la historia, esa “historicidad sorda” (M. Ponty), que ejerce así su propia crítica de arte. La obra no es un otro lenguaje, ni hay lenguajes de esto o aquello por fuera del lenguaje en el que estamos inmersos. La obra es efecto, y obra su discurso en acto: permanece desconocido y nada tiene que ver con lo que se habla de ella cuando frente a ella –incluidos los artistas y pintores- se lo hace desde el discurso universitario del saber, y no, ya que hablamos de caída de la metafísica, cuando el crítico, el artista, el filósofo (que en M. Ponty tiene uno de sus altos exponentes) desean -porque de eso se trata, no de conciencia-, ubicarse como el pintor en su hacer, en el cuadro mismo. Cuando son capaces de -como bien dijo Heidegger respecto de los artistas ya en 1956 (“Serenidad”)- desaparecer su persona en la obra, y ubicarse en los sonidos y las pinceladas mismas, para hablar desde allí. Ahí cae la metafísica y con ello “nos cae” sí la obra de arte, como producto, como objeto viviente.
Siempre que hubo obra de arte es porque en ese instante la metafísica cayó. La metafísica nunca fue causa última de la obra de arte, así como las leyes generales en el campo del arte han producido obra alguna. Mal puede morir el arte porque haya caído la metafísica, si es la obra de arte y concretamente la pintura, anticipándose, desde mediados del s.XIX con la renuncia a todo “punto de vista” y subordinándose a ella misma, la que le da su golpe de muerte. Su lápida podría ser lo que Picasso bien dijera ante los bisontes de Altamira: “No hemos aprendido nada”, ante esos bisontes que corren invisibles, hechos mirada salvaje en cualquier cuadro, violento o no, que se precie de tal. En realidad la pintura, siempre estuvo, y permanece aún, a pesar del cuadro, “anticipándose” a sí misma. Lo que quedan entonces no son -como se proclama- nichos de modernidad perimidos, póstumos, porque se pinte un cuadro, sino nichos de habladurías desfondadas.

El arte no es privativo efectivamente de la obra de arte propiamente dicha. Siempre he pensado que hay función arte si así pudiera llamarse, en distintos campos que nada tienen que ver con él.

En todo campo cuando se pone a funcionar ese ¡“Vaya qué ojo”! con el que Cézanne se refirió a Monet, esa marca, las cosas pasan a ser otra cosa, aunque luego se subsuman por ejemplo en un texto o un dibujo científico al que de pronto pertenecen. Siempre me ha asombrado por ej. el texto de Freud sobre el Moisés de Miguel Ángel, o textos de Panofsky, tan sólo como ejemplo que repentinamente me vienen a la mente, y no por su costado literario, sino por la articulación que se pone en juego en ellos que nos hacen ir más allá, y también más allá del campo de investigación que en este caso se proponen; hay algo allí que muchas veces me ha llevado a decirme que son obras de arte en sí mismas, aun cuando son textos cargados de significación, incluso de sentido interpretativo. Ahí es donde podemos decir que interpretaciones cómo éstas valen la pena desde el vamos: ni verdaderas ni falsas, justas; por el arraigo con que suenan, la verdad que conllevan, que no es precisamente del orden de la belleza estetizante; quizás sean las que de tanto en tanto, y con la pertinencia que corresponda, sucedan también en un análisis, transferencia mediante. Al mismo tiempo Freud mismo se ha preguntado en ocasiones si lo suyo no era un delirio, y su mujer algo ha dicho de no entenderlo y que pensaría lo peor si no fuera porque creía en la peculiaridad de su trabajo. Es decir por lo que se trasmite de su arraigo, del suelo, de la tierra y del misterio del que provienen y que trasmiten. Sentido y sin-sentido, sonoridad y sentido.

También así lo podemos experimentar en distintos objetos “interesados”, intencionalmente realizados para cumplir un amplio abanico de funciones extra- artísticas, utilitarias, de distinto orden (sociales, religiosas, comunicacionales, utensilios, etc.) como estamos habituados a ver. También en aquellos desinteresados, no intencionalmente realizados (acaso un baile ocasional que uno refiere al instante por su peculiaridad como “obra de arte”) que por qué no, “para que no se pierda en el recuerdo”, como uno tantas veces lamenta, puede quedar como marca en la cultura por medio de un registro fílmico subido a las redes. Y aquí sí entonces el arte trasciende especificidades autónomas y se enlaza con la vida, autolegitimándose, sin necesidad de buscarla controvertidamente en la cosificación y conceptualización del objeto.

No sólo entonces la segunda muerte, la simbólica, sino la segunda vida por lo que conlleva de muerte, que para el inconsciente que no sabe de ella pero sí sabe del cuerpo mortificado, cuenta como corte y castración, inscribiéndose como bíos, vida cualificada y culturalizada, la única tomada en cuenta por los griegos, no la zoe, mera vida reproductiva, como señala Agamben, excluida de la polis y hasta de los textos [no utilizaban este término salvo en contadas ocasiones]. Pero basta que un “pensamiento profundo” lo decida para que cualquier zoe pase a ser un soberano ready-made. Y si no recordemos aquella soporífera filmación (Warhol) de aquel hombre ocho horas durmiendo para ver sujeto y obra en verdadero estado de coma vegetativo; aquel ver girar hipnóticamente una rueda, o el montaje de la escena de una partida de ajedrez (Duchamp) pero que no incluiría –porque socavaría su propio programa- la partida misma con sus “pasos de baile” como posible obra de arte. Queda sí, el protagonismo narcisista de haber tenido “la idea” y hacerla brillar en el “mundo del arte”. Todo es vida, todo es arte, pero el poncho no aparece, el sujeto queda perdido, desdibujado en el mundo de los objetos-idea. Es, en otro contexto, el reclamo de Shklovski en ese maravilloso texto: “¡Devolved la pelota al juego!”. No que se devuelva al sujeto en tanto Yo, ni siquiera como otro Yo, hombrecito interior, que replicaría infinitamente a la conciencia, sino el “Je”, sujeto del inconsciente. Es decir, puede haber pelota y fundamento fuerte no metafísico, que no es otro que el arraigo en el desamparo y la inermidad radical que se pone en juego en todo arte y obra que se precie de tal, y en toda vida, aún en el “mero” y necesario vivir la vida del ser ahí en su falta.
Así, un acto de la vida misma puede ser artístico, pero en tanto el registro imprescindible de sus marcas lo recorten, no será mera vida intocada en su estetización.

La ilusión de un continuum arte-vida, de la abolición de la brecha sujeto-objeto, del arte como “modus vivendi (en el sentido) de convertir mi vida misma en una obra de arte, en lugar de pasarla creando obras de arte en forma de pinturas o esculturas”, devela el fundamento fuerte de su discurso: la ilusión del absoluto en esa vida misma estetizada, mass- media, copia, repetición de lo mismo. Justamente la repetición gozosa -leitmotiv del mundo del arte- da testimonio de su imposibilidad. Se repite hasta el hartazgo como en el síntoma, ahora sacado a pasear a la calle como nueva obra de arte. Verdadero síntoma de época de toda una época del avasallamiento-emplazamiento de la técnica, que como dijera Heidegger no es mera técnica sino devenir de un posicionamiento del pensar que desde Platón se ubicaría en la metafísica de la verdad. Síntoma de la imposibilidad de lograr la deseada juntura, el empalme sujeto-objeto; síntoma también del retorno animista de lo supuestamente superado por la cultura –que lleva a Freud a reflexionar sobre otra dimensión de lo siniestro-, ilusoria vuelta a la Naturaleza, a la pura Vida (ver aquí la raigambre de ciertos ecologismos y naturismos ideologizados, ver aquí el fundamento de un discurso que se pretende ingenuamente desfundamentado).

Lo siniestro no se agotaría entonces en el retorno de lo reprimido, materia central del psicoanálisis hasta ese momento, como señala expresamente Freud. No declarándose conforme, en las últimas páginas de ese block maravilloso, “Lo siniestro u ominoso”, antecedente inmediato de “Más allá del principio del placer” (1920), dice de la necesidad de pasar a otro campo: la estética, en este caso vía la ficción literaria, para que profundice la indagación psicoanalítica. Y al mismo tiempo deja aquí picando la pelota (ya que hablamos de Shklovski) para ponerla en juego, por lo que nos importa, en la dirección de una estética que se ocupe entonces, no ya de las mociones pulsionales inhibidas en su fin (belleza desexualizada), sino de lo siniestro.

Freud pasa aquí la posta al arte, en ese punto, lo siniestro -que el “arte actual” que se nombra contemporáneo, excluye en beneficio del objeto-concepto, para que ilumine algo que el psicoanálisis por sí mismo no habría vislumbrado: el retorno no ya de lo reprimido sino de lo superado culturalmente pero que persiste como convicciones abandonadas (el retorno de los muertos y otros tantos ejemplos que remiten siempre a ese “Otro prehistórico imposible de olvidar”), en el afán de su goce; realización así del deseo incestuoso que, imposible, llevaría a la misma muerte en vida -ese hombre sin sombra, el “Hombre que camina” de Giacometti-, ya no complejo de Edipo sino Edipo mismo, deshecho.

Este absoluto encuentro entre arte y vida, el “fin del arte” ilusiona poder alcanzarlo poniéndose a salvo de ser como Edipo una piltrafa, en la Idea. Y supone poder vivirlo en la vidriera feliz del espectáculo del todo-vale para ver. Si queremos otro ejemplo de cómo la tragedia retorna como farsa he aquí uno de ellos, y nada menor porque es el caldo de la cultura en la que nos estamos cocinando.

No es “la vida feliz” del ilusorio bien, lo absoluto del gran Otro sin tachar, el fin del análisis ni la dirección del mismo, sino justamente su castración, el Otro marcado, como punto nodal que tal como dijera Lacan es donde con mayor pertinencia, de negarse, radica la neurosis. Se entiende por qué. Justamente para no convertirnos en una piltrafa como Edipo sino, sosteniendo su ética, comprometer la propia castración en el saber-hacer-ahí, en ese punto nodal; sin suponer el bien-estar en la cultura, pero tampoco impotentes frente al malestar.
Así, se trata del arte marcado por las obras mismas, en tanto, como dice Gömbrich, lo absoluto del Arte no existe, “no existe realmente el Arte (…) pues el Arte con mayúsculas tiene por esencia ser un fantasma y un ídolo”, y son las obras mismas como “algo distinto” las que lo nombran, por fuera de todo Ideal; de belleza, certeza, y leyes compositivas. Ese “algo distinto” no es entonces una vaga expresión, una mera forma de hablar, sino el intento de nombrar el arte nunca ubicable como no sea en el “rasgo”, el “titubeo”, la “decisión sin ley ”, “el mirar”, el “acierto final” sin certezas, que Gömbrich despliega con precisión y en extenso y que nos hace recordar con justeza, el arte no se sabe dónde va pero va ahí, “va hacia su objetivo, por sí mismo…”, de Nietzsche; el “hasta que se parezca…” de Matisse; y esa “finalidad sin fin” de Kant, si la reintroducimos ahora desde la Cosa no en abstracto, como mítico lugar insondable, sino cuando en el centro de los significantes es cosquilleada por el objeto “a”, por el deseo, por el deseo de ir ahí (“Acheronta movebo…”), es decir “aCosa”; no cualquier cosa que brilla es oro.

El amarillo de Tintoretto es, como dijera Sartre, “la angustia hecha cosa”. “El desgarrón amarillo del cielo encima del Gólgota, Tintoretto no lo ha elegido para significar la angustia, ni tampoco para provocarla; es angustia, y es al mismo tiempo cielo amarillo. No cielo de angustia, ni cielo angustiado; es una angustia hecha cosa”. La cosa en su “permanencia ciega (…) a mitad del cielo y de la tierra, para expresar lo que su naturaleza no le permite expresar” (Sartre, “Qué es la literatura”, 1948; cursivas mías).

El arte va a ese punto del Inconsciente radicalmente inaccesible, el ombligo mismo del sueño (Freud) que, marca viva en la obra, ex–siste. Irrepresentable e impensable. El arte como síntoma de lo real que se interpone entre la obra y el que la trabaja, como presencia de nuestra incompletud y soledad.

Es el arte que nos importa nombrar de ese Real innombrable. “¡No muertos va carta!” dice Lacan a propósito del psicoanálisis, y no obstante, también dice, desconfíen; y es cierto, nunca se sabe, no nos precipitemos, pero de seguro que si el arte “va muerto” en vez de “va carta”, no será porque una posmodernidad feliz haya logrado capturarse en la transparencia de la Idea y de la vida misma.
El arte no es síntoma social y de la cultura, sino lo irreductible del síntoma del sujeto puesto a trabajar en la obra (sinthome) con el deseo de dar a ver una verdad que haga marca socialmente en la cultura. Lo que es síntoma de la cultura es la posmodernidad con su discurso posthistórico del individuo transparente, sin semblant, resuelto en la Idea, desde que “…el Arte existe conceptualmente porque el hombre sólo existe conceptualmente” (Kossuth), rechazando así al sujeto en su división y “el lazo entre dos” de la obra y el artista, donde no hay adecuación, ni garantía simbólica, sino inestabilidad y sin certezas.
Y resuelto sublimatoriamente cuando “en formas históricamente, socialmente, específicas, los elementos imaginarios,…, llegan a recubrir, a engañar al sujeto, en el punto mismo de das Ding… (Cuando) la sociedad encuentra alguna felicidad en los espejismos que le proveen moralistas, artistas, artesanos, hacedores de vestidos o sombreros, los creadores de las formas imaginarias” que lo colonizan. “En este sentido se ejercen las sublimaciones colectivas, socialmente aceptadas.”
Como contracara, el discurso del fin del arte, y el fundamento filosófico mismo de la llamada posmodernidad –cuando no del siglo que comienza con el fin de la Segunda Guerra- “tira por la ventana” la ética y moral kantianas tal que “tus acciones se alejen de su plena satisfacción y puedan servir de legislación general”, que no ha mostrado otra cosa que su permanente transgresión, para ir trágicamente como por un tubo, como “chancho al maizal” al goce de su deseo absoluto, al Dios oscuro de su inabordable cosa-en-sí, pero para actualizarla, renovarla, con el imperativo categórico de los deberes del “hombre programado” poniendo a una mayor distancia los estragos -en los que seguimos permaneciendo- del Soberano Bien y su implacable voracidad.
Y al mismo tiempo, reintroduce en lo que sirve para su provecho -con el Arte es el significante Arte (Kossuth)- a Spinoza con su Dios es el significante Dios: un significante que no hace agujero, que se resuelve en el significante mismo y ocupa lo real como sustancia infinita y eterna. Así, su “deseo es la esencia del hombre” (Spinoza) apaciguado en un simbólico universal, es un deseo Intellectualis, un deseo sereno, sin agujero, sin cosa-en-si inabordable.
Y su nunca mejor expresado “no se sabe lo que puede un cuerpo”, arriesgo que sin embargo por ello lo excluye al presentarlo alcanzado en la idea de Dios, como potencia vital cuerpo-mente; el vitalismo spinoziano lo excluye de su mortificación significante y así de su irrupción Real -del cual no hay idea- en su dimensión imposible que nos habita, que justamente no se resuelve en “la mente como idea del cuerpo” (Spinoza).
Este spinozismo es el que afirma Deleuze filósofo al decir que “el cuerpo ya no es el obstáculo que separa al pensamiento de sí mismo” (La imagen-tiempo, Estudios sobre cine 2 – l985), reinstalando al cuerpo en el registro del pensamiento. Algo distinto a entender que lo pulsional impele a la articulación inconsciente, a los “pensamientos inconscientes” (Freud) en los que está implicado, sin que por ello el cuerpo logre integrarse -valga la redundancia, plenamente-, a ellos; por el contrario queda un resto irreductible, perdido, no reintegrable, refractario a ser reencontrado, como agujero ya no
pensado, concebido (Kant), sino real. La unidad spinoziana cuerpo/mente (mente en tanto idea del cuerpo), como reverso de la disociación cartesiana mente/cuerpo, seguramente no apaciguarían los desvelos de Valéry -ni los nuestros-, como la experiencia más cotidiana nos muestra en sus noches y sus días, viéndose llevado así el poeta a introducir su Cuerpo Real, lo real del cuerpo, como justamente cuerpo extraño y propio, extranjero, resistente a todo espíritu, concepto y filosofía unificadora, que el arte pone a trabajar cuando va a ese lugar. Los cuerpos spinozianos de la ola del mar y del nadador encontrándose rítmicamente, que hacen idea en la mente, justamente excluye el “se pinta cuando no se hace pie en el mar” de Matisse, del que no hay idea; y cuando la obra encuentra sí su ritmo, se trata de lo que desmentalizado atraviesa la mirada del espectador.
Hay muchos siglos XX y muchos siglos. Algunos circunscriptos, otros que se sobreimprimen y se intersectan. El siglo corto como dijera Hoschbawn (1914-1990) de la animalización del hombre y su prolongación tecnológica hasta nuestros días y más, contrastando con el siglo largo (1870 hasta nuestros días), si consideramos el renacimiento mismo como dijera Panofsky, desde el s XV hasta mediados del XIX -fin del humanismo e irrupción de las masas urbanas-, fin del ideal de una resolución totalizante en el punto de fuga perspectivo, y la irrupción de la mirada presencia convocante, que nos mira y nos habla en su silencio invocante.
Allí donde este discurso del arte -cabalgando sobre la justa abolición de la estetizada e institucional sacralidad del arte- supone la transparencia, la entrada irrestricta de la vida en el arte, con la supresión de la distancia sujeto-objeto, lo que quiere suprimir es lo próximo terrorífico, el bien sacralizado trazo que la obra escribe, que precisamente a riesgo de ser un sol quemante (Ícaro) es la distancia la que nos lo presentifica como indomable, no pasible de adecuación; como lo más próximo que más nos escapa.
En ese “entre dos” de lo próximo y lo lejano, de la proximidad en la distancia y de la distancia en lo más próximo, en la íntima distancia de la proximidad, el gesto soberano ataca; ese “uno mismo”, Yo, desaparece. Nada nos impide suponer que no existiera ese entre dos cuando el hombre hacía en las cuevas sus primeros trazos y figuraciones, desde que sabemos del alto grado de interrogación que ya tenían los griegos al respecto; y desde que reaparece siempre recorriendo las distintas maneras de pintar y de ver hasta nuestros días, más allá de las diferentes motivaciones a que obedezca. Es la experiencia inmemorial del pintor para quien quiera observarlo como dijera Merleau Ponty “con la nariz sobre su pincel”: de cerca no veo nada, la pintura misma, y de lejos veo todo en lo que palpita esa “nada”: “el revés del movimiento del pincel y de la pluma,…, el derecho de la brecha de sol que desencadena”.
Dimensiones de la presencia del ahí de un cuerpo que se distinguen de toda medida y organización de la representación así como también de todo concepto e idea, en el encuentro y el no encuentro entre lo cercano y lo distante, constituyendo el motor mismo del llamado arte y de la pintura, cuando no del mismo “ser-en-el-mundo”.