Hijos del instante

(Entre Breton y Winnicott: el gesto espontáneo)

Daniel Ripesi

 

Lo extraño de esa verdad
nos espantó a todos.
Lo que no existía ocurría.
(La tercer margen del río.
Joao Guimaraes Rosa)

 

Meditó si saltar o no saltar… Y no es que pretendiera calcular mentalmente el impulso que debía imprimir a su salto, ni considerar qué tan ardua era la distancia que lo separaba del otro margen. Tampoco le importaba demasiado la profundidad del abismo que se abría a sus pies. Ya no se trataba de medir distancias sino de sentir el peso de su propia fatiga y de disponerse a vivir lo que parecía inminente. Un poco impulsado por el deseo y un poco por la desesperación, saltó. Y en las décimas de segundo en que su salto lo mantuvo suspendido a mitad de camino, advirtió con sorpresa que su vuelo lo depositaría –finalmente- en una impensada tercera orilla

 

  1. Intervalos:

 

Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra

traspasado por un rayo de sol,

y de pronto… anochece”.

(Salvatore Quasimodo)

 

 

No resulta para nada extraño que esa laboriosa rutina que el sentido común se esmera en proteger con tantas fuerzas pueda trastabillar de tanto en tanto. Las consecuencias de esa momentánea ruptura son variadas, van desde la posibilidad de lograr un impensado acto  creativo a la alternativa más dolorosa de caer estrepitosamente en la locura (sin descontar por supuesto cierta solidaridad entre ambas posibilidades y algunas alternativas intermedias –siendo posiblemente la peor de todas que el evento pase sin pena ni gloria-.)

 

Para algunos pensadores1 es precisamente ese instante en que las expectativas de un sujeto -basadas enteramente en la costumbre- fallan, que se sitúa el momento más riesgoso y crítico para quien de pronto ve vacilar su precaria existencia, pero también –y esto es lo que se señala como lo verdaderamente importante- puede ser el momento en el que a ese mismo sujeto se le presenta la inmejorable posibilidad de materializar un gesto creativo y de poder subvertir por fin y de manera definitiva el orden tedioso de su vida. El costo ineludible de esta alternativa es su propia transfiguración.

 

El sujeto se siente como aquellas víctimas de un suceso traumático quienes después de haber vivido un penoso y violento acontecimiento suelen lamentarse de “ya no ser los mismos”, y sin embargo “el que eran” se ha vuelto para ellos un antecedente demasiado remoto y ajeno, y el “actual” está tomado por un extrañamiento sumamente perturbador.

 

Es en esas intermitencias del despliegue subjetivo que autores como André Breton, Albert Camus, Sigmund Freud, Donald Winnicott y algunos otros, ven tomar cuerpo a gestos críticamente comprometidos con el propio destino y –en lo que sería su alternativa más afortunada- la posibilidad de dar curso a una experiencia creativa. Se trata de una experiencia que también bordea la locura, lo que define el destino final de esos gestos, creatividad o desvarío, es –especialmente en la perspectiva de Winnicott- la capacidad de jugar que pueda haberse establecido en un sujeto.

Es justamente la experiencia de un jugar lo que permitiría, ante todo, evitar las pretensiones de que una nueva cordura intente reestablecer el orden perdido2, y esto porque toda cordura parece derivar siempre e inevitablemente de las expectativas de un otro que más temprano que tarde exigirá algún tipo de sometimiento… He allí el nuevo desafío a partir de esta ruptura de lo acostumbrado: un acto de apropiación –en rebeldía creativa- del propio destino.

 

 

II. Yo es otro:

“Solo disfrazado logro ser quien soy”

(Fernando Pessoa)

 

Fernando Pessoa, en su obra: El libro del desasosiego,  se preguntaba: “¿Quién soy yo, finalmente, cuando no juego?” Hay una complejidad muy interesante en esta frase. En principio, no parece que se la deba tomar en el sentido de suponer que en el juego alguien “se reconozca” (y entonces cada cual sepa finalmente “quien es yo”), o bien,  que en el jugar se “reconfirme” una identidad eventualmente vacilante.

 

Es probable -cuando se compromete una apuesta subjetiva de cierta intensidad en ese “jugar”- que ocurra algo bastante diferente, incluso un poco  contrario a esta expectativa de auto confirmación. En la experiencia del jugar puede darse –en todo caso- una suerte de desconocimiento momentáneo respecto de lo que uno creía ser. Se ingresa en esta delicada experiencia con determinadas certezas de quién se es y se puede (en su desenlace más favorable) salir con algunas dudas.

 

Lo que sucede en el jugar es, más bien, el “descubrimiento” de uno mismo pero bajo el efecto de una sorpresa. Lo que podría decirse en todo caso –partiendo de la frase citada anteriormente de Pessoa- es que en el jugar se amortigua el efecto devastador que tiene para algunos individuos abrir –justamente- la pregunta “¿Quién soy yo?”.

 

Esta pregunta, en todo caso, viene después, cuando el sujeto puede sobrellevarla sin demasiada zozobra, cuando puede soportar que ella solo admite como respuesta vagas aproximaciones.

 

Si bien es cierto que para sostener la riesgosa exploración que favorece el jugar la pregunta “¿Quién soy yo?” no debe formularse, ello no significa que dicha pregunta no sobrevuele todo el tiempo la dinámica  del jugar y modele a cada una de sus alternativas. Sin duda forma parte de su economía tensa y silenciosa.

 

No formular la pregunta –en todo caso dejarla temporariamente en suspenso-, es tener que soportarla sin tener que negarla o pretender responderla cabalmente. Con su suspensión se favorece la aventura de suscitar diversos encuentros involuntarios con uno mismo, encuentros que se liberan al máximo de pesados y empobrecedores condicionamientos narcisistas.

 

“¿Quién es yo?, ¿qué es ese intervalo entre mi y mi?”, insiste Pessoa3, interrogado él mismo por esos puntos de discontinuidad (de intervalo) que se presentan en la certidumbre que se tiene de “sí mismo”.  

 

Respecto de esta perturbadora pregunta (“¿qué es ese intervalo entre mi y mi?”), se podría decir que, en ese movimiento que arrastra a la subjetividad desde la sustancia de un cierto yo como punto de partida de partida (el primer “mi” de la frase) hasta ese otro yo (el segundo “mi”) como punto de llegada, se opera con frecuencia una diferencia que es muy difícil de mensurar.

 

Esta variable discordancia que se establece en la propia intimidad del sujeto no perdura en él como una mera “incomodidad” sino que es algo que lo conmueve y desorienta agudamente. Solo en la experiencia del jugar parece encontrar este desfasaje su más propicia articulación y pone a salvo de diversos y penosos naufragios.

 

Dependiendo de la intensidad y del compromiso subjetivo invertido en esta experiencia, la recuperación del yo “inicial” (punto de entrada en la experiencia del jugar) no es enteramente realizable. Es una experiencia –como sucede con algunos sueños- de la que no se sale igual a como se entró en ella4.

 

Después del jugar, cuando “entre mi y mi” se abre una cierta distancia, y tomando una conocida frase de Rimbaud, se podría plantear que, como resultado de esa experiencia, “yo es otro”.  Jugar, entonces, es entrar en ese “intervalo” que se abre en la continuidad narcisista para intentar prolongarlo en el contexto de una ilusión subjetiva: la creación de un nuevo mundo. 

 

Es evidente que el problema –o el riesgo- de sostener a una ilusión como  matriz indispensable en la configuración de la experiencia subjetiva, no es que dicha ilusión pueda llevar al sujeto a confusiones o engaños respecto de la realidad sino que se transforme en un delirio (es decir, en una certeza). 

 

Sin embargo, la tendencia habitual es intentar un cierre absoluto de las brechas que pudieran abrirse en el sentimiento subjetivo de una continuidad existencial, y –si es posible- anularlas por completo.  Se pone en juego una compulsión que intenta simplificar dogmáticamente lo diverso para operar -en el trato con uno mismo y los demás- con fórmulas estereotipadas y vacías de contenido. Se evita el riesgo de exploraciones y tanteos para dar lugar a la certeza ciega del hábito, y se trata de forzar a la unidad y la coherencia todo lo múltiple, diverso y disperso.

 

Cada individuo se impone de ese modo una exigencia constante de claridad y de familiaridad, y dispone toda una serie de anticipaciones para poner a salvo de inoportunos sobresaltos. Se adivina en esta obstinación por lo absoluto, lo simple y lo coherente, gran parte de los intereses del yo. Sin embargo, es –paradójicamente- la obstinación por repetir lo que abre la posibilidad de que de un momento a otro (por descuido, por provocación, a veces por simple cansancio y otras por extrañas y misteriosas leyes) lo “imprevisto” vuelve a suceder. Es claro que no todos pueden alojar ese suceso en un jugar.   

 

En este sentido, Freud destaca que son especialmente los poetas y los niños los verdaderos artífices de una subversión creativa en el orden establecido, es decir, aquellos que de manera privilegiada pueden darle un lugar a lo inesperado para que se pueda inaugurar  a partir de ello un nuevo orden. Ambos logran producir, tanto en la poesía como en el jugar, un “nuevo orden” a partir de un “viejo orden”5. De algún modo, poseen la envidiable capacidad de poner en suspenso a casi todos los puntos de orientación ordinarios, de abrir nuevos espacios de exploración y, en definitiva, de arriesgarse a la posibilidad de advenir “otros”.

 

 

III. Es eterno mientras dura

 

“En la playa de interminables mundos

los niños juegan”

(Tagore)

 

Con Freud, entonces, son los niños y los poetas quienes con mayor facilidad pueden desplegar un gesto creativo, Bretón agregará a los “locos”. Unos en el terreno del jugar y los otros en del arte hacen claudicar al régimen de un pensamiento lógico que ordena y juzga todo acontecer. El verdadero arte ya no buscará entonces explicar nada ni menos aún consumar sentido alguno, simplemente rendirá culto al encuentro con lo insólito6.

 

Los poetas, los niños y los locos, parecen habitar especialmente en los intervalos de un devenir que el universo adulto sólo quiere clausurar en beneficio de la estabilidad de lo razonable y lo prudente.

 

Muchos artistas han pensado esas eventuales rupturas en lo acostumbrado como el punto exacto en el que  yo trastabilla y en donde se hace necesario e imperioso tomar una decisión: recuperar el camino momentáneamente perdido o –simplemente- avanzar… En la experiencia pictórica, por ejemplo –y según lo comenta Deleuze7– el terror del artista no es exactamente enfrentar “la hoja en blanco” sino enfrentar una tela que –por el contrario- ya está colmada y pletórica de “buenas” formas. Cada milímetro de la tela invita a confirmar modelos ya plenamente consagrados y aceptados culturalmente.

 

El terror del artista es, finalmente,  verse enajenado en un acto que no parte de su propio impulso, que no responde a los dictados insobornables de su intimidad, que no ha podido emanciparse de los condicionamientos estéticos de su época.

 

De modo que el primer movimiento del artista es, en primera instancia, asumir la difícil tarea de “borrar” esa hoja  a la que enfrenta y así ponerla verdaderamente “en blanco”, en fin, hacerle olvidar sus logradas conquistas estéticas que ya se han establecido como “cliches”.

 

Tal momento pre-pictórico busca producir un caos en la tela que necesariamente se reflejará de manera angustiosa en el propio artista, afectando incluso de manera intensa su cuerpo. Pero ese caos no debe consumarse del todo, el verdadero artista sólo busca generar en la tela un desequilibrio del que pueda surgir en su momento más crítico -a partir de un campo de fuerzas compuesto de luces, colores y líneas-, algo que jamás podría tomar evidencia directa.

 

Esa dimensión del artista dispuesto a dejarse guiar por dios Caos8 como pasaje  ineludible de la producción de una obra es la que A. Breton quiere recuperar desbaratando las ambiciones más ingenuas del Yo. Paradójicamente, su búsqueda intenta recuperar para ello un estado subjetivo de no menor ingenuidad. Efectivamente, dónde encontrar –para Bretón- ese estado ideal sino en los locos y los niños quienes darían testimonio de un maravilloso hacer sin saber qué se hace9.

 

Es –en todo caso- en la disolución del yo que el movimiento surrealista creía ver una manifestación del Ser en su estado más indócil, natural y espontáneo. Se trata de la búsqueda de una inocencia mítica que torna inocente al propio Breton, porque no habría nada más inútil –en el anhelo de provocar  el libre juego del despliegue creativo- que “disparar” municiones contra las propias ambiciones narcisistas, como si fuera un ejercicio de la voluntad destituir las pretensiones omnipotentes del yo. Esto implicaría un contrasentido. La voluntad está, en todo caso, del lado mismo del yo y de su esfuerzo perseverante de auto confirmación.

 

En la “escritura automática” que propone Bretón, un método de producción poética que él intuía muy próximo al de la “libre asociación” de la práxis psicoanalítica (un parentesco por otra parte que a Freud no seducía para nada10), se intenta figurar la evidencia de un estallido, el estallido del propio sujeto a quien ya no mueve ninguna intención, y que –en el extremo- está dispuesto a “perderse” incluso como el autor de la propia obra realizada. Disgregación del yo para que advenga el objeto-poema.

 

La palabra poética sería –entonces- esa ocurrencia que descoloca e incomoda al sentido común, que perturba al poder dormitivo del hábito, que evidencia lo diverso en lo aparentemente ordinario, que hace diferencia respecto de lo que tiende a repetirse siempre del mismo modo. El poeta, desposeído de sí mismo, podría dar con esa palabra casi impronunciable con la que se podría desafiar al poder ineluctable del destino. Después de todo, como lo planteaba Borges, el destino –que es de cumplimiento inexorable-, puede no acontecer, sucede –nos advertía- que Dios acecha en los intervalos…

 

La paradoja del movimiento surrealista sería que cuando el pensamiento poético encuentra las articulaciones que lo entraman y lo revelan con algún sentido en un objeto-poema, es decir, cuando ha cobrado su forma más claramente expresiva y, por lo tanto, cierta vocación de diálogo con otros, también encuentra -con esa unidad que ofrece el texto realizado-, las redes en  donde quedará atrapado e inmóvil. Es decir,  perderá toda su novedad desconcertante y perturbadora. Se podría decir, tomando una idea de Vinicius de Moraes, que la poesía surrealista “es eterna mientras dura”, ni un segundo más.

 

Sucede que a veces algunos de aquellos que han creído  lograr ese destello eventual de originalidad que propone el surrealismo, más que dejarse arrastrar por el movimiento que lo “diferente” provoca como conmoción en ellos mismos, sólo pretenden hacerla ostensible y obtener con la diferencia producida una suerte de prestigio personal, desean atraparla y dominarla para identificarse -y presentase a otros- con ella: tornarla emblema. Se trata de quienes pretenden ser, ellos mismos, “diferentes”.   

                                          
Sin embargo, lo original debería ser un episodio singular e impredecible, algo que no se repite, que es –más bien- intempestivo. Deslumbra, confunde y a menudo no se entiende. Es por esto que muchos se han declarado “víctimas” de su originalidad.


Ahora bien, si bien es cierto que parece necesario liberarse de las ataduras del Yo para poder desplegar una producción artística, parece improbable que se pueda recuperar para ello un gesto totalmente descontaminado de anhelos y nostalgias, y que no arrastre consigo algunos arrepentimientos y prevenciones.

 

En este sentido, la cita con lo maravilloso que se pretende evidenciar en el encuentro de imágenes que contienen el más alto contenido de arbitrariedad, las que más tiempo tardan en traducirse al lenguaje práctico, las que contienen en máximo porcentaje de contradicción, se testimonia más en la búsqueda comprometida del artista que en el resultado finalmente obtenido con su obra (por más lograda que ella resulte –y, a veces, por eso mismo-).

 

Por otra parte, la obra más lograda sería justamente aquella que es imposible de comprender, quizás por esto Fernando Pessoa planteaba que le causaba profunda aversión ser comprendido porque al ser comprendido se sentía prostituido11.

 

 

  1. En los confines del gesto:

 

Entre lo que veo y digo

entre lo que digo y callo,

entre lo que callo y sueño,

entre lo que sueño y olvido,

la poesía.

(Octavio Paz)

 

 

Ya se mencionó como -para Bretón-,  con la “escritura automática” se podía recuperar  ese estado de infancia que permitía el anhelado  encuentro con lo inédito, con ese insólito que amplía el campo del deseo: “en un “dictado del pensamiento no dirigido, emancipado de las interdicciones de la moral, la razón o el gusto artístico (…) es el método más seguro para devolver a la palabra su inocencia y su poder creador originales12.

 

La palabra que ha perdido esta virtud de inocencia y su poder creador originario, se asemeja bastante a la “palabra vacía” de la que M. Ponty hablaba13, aquella que ya se encuentra devaluada por su uso continuo y desinteresado, la que ha sedimentado en un sentido convencional que facilita la comunicación pero empobrece el diálogo porque ya no es portadora de ninguna novedad ni produce el menor asombro.

 

En este contexto, recuperar la experiencia de un jugar supone una toma de posición en ese mundo de significantes vacíos y burocratizados para inscribir en el discurso una nueva economía, un nuevo relieve simbólico y una nueva geografía afectiva. Jugar es tomar y dejarse tomar por la palabra.

 

En el pensamiento de Winnicott,  “hablar” –en los casos más favorables a la palabra- es un acto provocativo que altera en alguna medida todo sentido pre establecido, que traiciona –pero de buena fe, en quien habla y quien escucha- una cierta expectativa, y que expresa lo esencial a partir del desconcierto… Cuando la palabra tiene vocación de diálogo no se obstina ni en comunicar, ni en convencer, ni en justificar… Solo trata de modular una presencia para el otro que no sea ni escaza ni excesiva, y en lo posible, oportuna.

 

En esta misma línea, O. Paz comentaba que la poesía es al lenguaje lo que el erotismo es al sexo: una desviación de sus fines “naturales”. El erotismo se despreocupa de procrear, la poesía de “comunicar”14. Y M. Ponty, en el mismo sentido, expresa: “La palabra es el exceso de existencia a propósito del ser natural”15, lo que excede al carácter directo e incontrastable de la regulación vincular estímulo-respuesta.                                       

 

 

En todo caso, el movimiento surrealista en su búsqueda creativa y de la palabra que por fin exprese sus hallazgos, nos llevaría a creer que se podría acceder a una suerte de pensamiento “sin representaciones”, es decir, al desarrollo de una capacidad discursiva que puede operar eludiendo por completo todo tipo de enclave que lo atrape y fije en una significación que cierre toda posibilidad de inequívoco.

 

Esta ambición aproximaría bastante el mito surrealista al mito winnicottiano.  Éste último supone un primitivo despliegue subjetivo a partir de lo que Winnicott llama –justamente- “gesto espontáneo”, pero es oportuno aclarar que para este autor, el intento de crear a partir de dicho gesto sólo se logra en sus confines y llevando más las marcas de su imposibilidad que el sello de su eventual realización.

 

Hablar, escuchar a otro, poder amar, etc., son actos creativos. Un diálogo es un acto creativo. Cada lectura (a pesar de obstinadas relecturas), cada palabra (insólita o ya envejecida por el uso), cada caricia (aunque recorra siempre el mismo trayecto), cada gesto de aceptación o de rechazo, pueden conservar su breve margen de sensibilidad y constituirse en un gesto creativo, en actos verdaderamente subversivos.

 

Sin embargo, el enigmático gesto espontáneo del que habla Winnicott no puede advenir por la simple puesta en acción de un método -como lo pretendía Bretón con la “escritura automática”-. Es cierto que deben darse ciertas condiciones para favorecerlo,  pero sólo revela sus efectos en los puntos de falla de cualquier propósito basado en la voluntad. Además, no hay sujeto antes del gesto espontáneo, el sujeto es más bien su efecto que su causa.

 

 

El gesto espontáneo del que habla Winnicott, da nacimiento –en un mismo movimiento- a la subjetividad y  al mundo que a esa subjetividad le toca habitar. El proceso de simbolización del mundo depende enteramente de un acto de creación, simbolizar es, en el sentido más estricto, crear.

 

La raíz más arcaica de la subjetividad la constituye ese hipotético primer gesto espontáneo que “encuentra” al mundo. Para ser más exactos se debería decir que el gesto originario “se prolonga en el mundo”. Porque el mundo y gesto no se recortan en los comienzos de la vida de un ser humano como momentos o sustancias distintas y separadas, el mundo no se da como “efecto” del gesto, ni éste como “causa atractiva” de aquel, hay entre ellos co-sustancialidad, continuidad sin rupturas, no se confirma entre ellos –en un mítico primer contacto del bebé con su madre- un antes y un después.

 

El mundo es la consumación del gesto, su “realización” si se quiere, pero no su resultado o consecuencia. Y es espontáneo porque no conlleva intención: no “busca” al mundo, “choca” –dice Winnicott- con él, y en ese “choque” es que se descubre la virtualidad y la potencia de un sujeto.

 

Se trata de un gesto primario y elemental como lo sería el primer llanto de un bebé al que sólo moviliza una inquietud más bien informulada, sin duda un “segundo” llanto ya no será enteramente ingenuo, ya busca algo, ya elude algo.

 

 

  1. De un grito a otro, el silencio

 

El instante necesita de un lugar

Para no desvanecerse del todo

(J-B Pontalis)

 

El primer fragmento del mundo que la madre presenta al gesto espontáneo del infans es su propio cuerpo. La relación de la madre con su hijo de pecho es ciertamente estrecha y de profunda intimidad. Cerrada en una serie de gestos sutiles, de silencios prolongados y de delicada sensualidad mutua. También de impiadosa tiranía por parte del infans, y de furia pasional por parte de una madre que por momentos “se lo comería” y por momentos desearía desapareciera un largo rato para poder descansar…

 

Exceso de realidad en una relación que deberá ir reconociendo sus ritmos de encuentros y desencuentros, de paz y furia, de amor y resentimiento, de placer y dolor. Realidad que deberá encontrar sus metáforas, aquellas pocas que puedan ir poniendo orden y distancia en el estrechamiento que une a la madre con su bebé, un ritmo para evitar la amenaza de un ahogo inevitable.

 

Como lo expresa Pascal Quignard, “Comenzamos devorando a nuestra madre en su propio vientre. Después en su leche. Por su mirada, le arrebatamos la lengua. Somos todos ladrones. Al responder a sus sonrisas, creamos al sentido. La instrucción no es sino chupar los huesos de los cadáveres, horadarlos, imbuirse de la muerte de nuestros predecesores. La vida es pegarse como parásitos a las obras, a las ruinas de las obras. Al recuerdo de las obras. Vivimos rodeados de alucinaciones que apenas disimulan la carencia o la ausencia. Nuestra existencia es precaria y falta de sincronía. Comenzamos demasiado pronto. Morimos, sin excepción, antes de haber madurado. Lo originario es siempre invisible. Los auténticos mensajes recorren los cuerpos a espaldas de quienes los intercambian16.

 

En el vasto territorio de ese enigmático, extraño y ajeno “no-yo” que rodea al bebé, la carne materna es, entonces, el primer fragmento de mundo organizado que se ofrece a la experiencia subjetiva del infans. La conquista de ese territorio siempre será parcial e inconclusa, si  “dar” un pecho supone para la madre una desposesión, “recibirlo” impone al infans un exilio.

 

Nos comenta Winnicott que dado el mítico primer gesto espontáneo del infans, la madre “pone el pecho en el momento y lugar en que el bebé puede crearlo”. La madre permite así que el bebé viva una breve experiencia de omnipotencia: “crear lo dado”17. Crear lo dado supone una paradoja, es la paradoja que da fundamento al funcionamiento psíquico y recorta -con valor simbólico- al objeto.

 

“Crear lo dado” es un acto que oscila entre la máxima aceptación de lo que el Otro da según sus propias leyes y circunstancias (con el riesgo de someter en un orden que es totalmente ajeno al sujeto que lo recibe), y el más radical de los rechazos en la necesidad de una apropiación subjetiva que eluda todo condicionamiento en lo que se recibe (con el riesgo de caer en el delirio). Primera y crucial ambivalencia que liga al bebé al orden simbólico para D. W. Winnicott: “aceptar-transformar” el orden establecido.

 

Esta tensión recuerda una idea planteada por Freud en “Pérdida de la realidad en neurosis y psicosis”, en la que propone que el individuo sano o “normal” debería tomar los rasgos típicos de dos entidades mórbidas, de la neurosis su capacidad de aceptar la realidad, de la psicosis su capacidad para transformarla, delicado equilibrio entre la cordura y la locura en la que Winnicott parece situar las experiencias más ricas e intensas de un sujeto.

 

En esta línea, Winnicott piensa que en toda aceptación del orden cultural establecido hay algo de transformación inevitable, y en todo intento de transformación siempre se juega en el marco de una ineludible aceptación de lo ya instituido… En otros términos se puede decir que en el orden cultural no hay movimiento subjetivo que pueda afectar lo simbólico (en tanto acto creativo) que no reconozca al mismo tiempo una deuda con la tradición heredada y que, en cierta medida, no reedite algo de ese pasado que se pretende subvertir.

 

Por otra parte, no puede haber un intento de conservación inalterable del legado cultural que no introduzca inevitables variaciones en la pretensión de reproducirla  fielmente. Literalidad y originalidad absoluta -en la teoría winnicottiana- son dos formas de desprendimiento subjetivo del orden de la cultura18.

 

En la articulación del encuentro del gesto con la presencia materna no hay ni entera decepción ni completa armonía, no hay ni total desencuentro ni comunión absoluta sino un punto de confluencia de dos vectores a partir del cual el sujeto construye un mundo que se desarrolla a mitad de camino entre lo absolutamente previsible y lo perturbadoramente desconcertante.

En un principio, lo “no-yo”, (lo dado, tal como lo propone Winnicott), es todo el universo cultural que antecede la experiencia subjetiva y que “espera” a que el gesto del infans lo encuentre y lo pueda crear. El encuentro con “lo dado” es un acontecimiento que crea sentido en la medida en que hace evidente las posibilidades del objeto, lo saca de su aparente “objetividad” y realiza alguna de sus posibilidades.

Finalmente, que el sujeto sólo pueda crear lo que de todos modos ya está dado a su alrededor, establecido y consumado, es el modestísimo modo de construir un mundo personal y compartido en el que la vida sea digna de ser vivida.  

 

De todos modos, el gesto que en un principio irrumpe espontáneo, y cuyo paradigma sería el primer grito del bebé en desamparo, es un grito que desgarra a un silencio –un silencio que en rigor  el propio grito descubre sin proponérselo- y que asimila a su alarido para fecundar futuras inflexiones y sonoridades en su llanto.

 

Ese gesto, en principio espontáneo, construye poco a poco, por los efectos que suscita, un sentido que lo atrapa y normativiza.

 

La madre se constituye como tal si puede dejarse tocar por ese alarido que pone en aguda cuestión los fundamentos culturales que regulan su función. Se apoya en ellos sin duda, pero debe dejarse “inventar” por ese grito; hacerse, por así decir, su prolongación modulada.  A la larga, su quehacer logra modelar y organizar con ese grito una experiencia, la experiencia de un primer y elemental diálogo.

 

El gesto se sitúa así en un “entre” dos y pierde su inocencia inicial, se hace acto y asume una suerte de potencia segunda: invoca al otro y abre con él, al mismo tiempo, una distancia.

 

Ya en un grito “segundo”, el bebé empieza a reconocer a la madre de quien depende y la madre a un “alguien” que se afirma tras el llanto. Ese grito ordena la escena y asegura lugares subjetivos a ocupar.

 

El grito segundo, ese acto movilizado por cierta consciencia que el bebé adquiere de su propio desamparo, es ya un gesto organizado, integrado en una experiencia significante: un poco busca y un poco (en lo que le queda de “espontáneo”) explora. Pero los gestos del bebé se van empeñando cada vez más en “encontrar” que en “descubrir”, en estabilizar las alternativas de su experiencia con el otro (para hacerlo cada vez más previsible).

 

En el futuro parlante del bebé, cada palabra debería poder conservar en su intimidad la ferocidad primitiva de un grito, para que todo despliegue subjetivo suponga la experiencia de una conquista cultural verdaderamente carnal, pero, al mismo tiempo, ese grito no debería caer en la tentación de propagarse como mero y crudo alarido, debería más bien poder encontrar su particular modulación discursiva, su propio ritmo y cadencia, para que de ese modo el sujeto pueda con su decir, también al mismo tiempo, aceptar y transformar la realidad.

 

El bebé forja así un punto de acción subjetiva desde donde poder controlar sus movimientos. Se afirma para él progresivamente la permanencia de un mundo y la estabilidad de un yo. Ambas certidumbres (yo-mundo) tienden a encerrar a la experiencia abierta de un “jugar” en un “juego” esquemático y repetitivo.

 

El jugar abierto del gesto se cierra poco a poco en el automatismo del hábito, y el margen de azar que lo animó en su origen deviene “regla” y afirma procedimientos que se enderezan a objetivos. Es inevitable esa progresiva decantación de la costumbre en el gesto, y la subjetividad se debate permanente entre el impuso de explorar y descubrir, y la necesidad de confirmar. La construcción simbólica que implica esta tensión es la realización de una paradoja: crear lo dado.

 

Invocar un “gesto espontáneo” en el comportamiento habitual de un individuo parece ser el modo winnicottiano de proponer un aparato psíquico que trabaja con restos no significantes en su valoración de la realidad, suerte de expresión del grito que aún habita en la palabra y que resiste ser enteramente articulado, pero que permanece como el eco de una insinuación significante. Hay siempre un margen necesario de no-sentido en cada encuentro con uno mismo y los demás.

 

Sucede que si hay verdadera producción de sentido, lo será siempre a partir de ese margen insoslayable de no-sentido puesto a jugar en un “entre dos”, es decir, en la determinación para nada azarosa pero seguramente imprevisible de una experiencia de intercambio.

 

Esto hace pensar que no habría emisor ni receptor, ni siquiera mensaje constituido, antes de la palabra dicha, incluso, si se toma en cuenta un diálogo de cierta intensidad, nunca se sabría a ciencia cierta “quién empezó a hablar”.


Desde esta perspectiva, la significación de lo que se dice no preexiste a la experiencia misma del intercambio, hay sin duda intenciones previas pero esa pobre certidumbre anticipada rápidamente da lugar al desconcierto que produce lo efectivamente dicho y lo que el otro refleja en su escucha.

 

En definitiva –como lo planteaba M. Ponty-, no se  piensa antes de hablar, se habla –justamente- para poder “dar” con un pensamiento, para –en cierto sentido- descubrirlo y hacerse cargo de sus efectos. Nuevamente, en un diálogo sincero no hay ni emisor ni receptor, solo conquista y desposesión simultánea de palabras evanescentes, palabras que “van y vienen”, y que juegan su virtud expresiva  en ese “entre” dos…19

 

Esa sensación de ser “dos” –como mínimo- en un intercambio es la ilusión necesaria que sostiene a la palabra con genuina vocación de diálogo, pero una ilusión que arruina la experiencia si empieza a ser una certeza: el otro es un ser inalcanzable.

 

Efectivamente, en la teoría winnicottiana, el otro es siempre un ser “inaccesible”. Pero decir que es “inaccesible” no implica suponer que su verdad esté encerrada en algún tipo de “interioridad” remota a la que habría que acceder de algún modo, no se trata de que el otro deba “revelar” algo oculto y secreto en su intimidad sino de que pueda realizarlo y en eso va la responsabilidad subjetiva de cada sujeto, en la capacidad de permitir una experiencia de mutualidad en que uno mismo y el otro encuentren una posibilidad de realización (realización por supuesto nunca consumada del todo y siempre abierta a nuevas pero limitadas posibilidades). 


El famoso “objeto transicional” (que, dicho sea de paso, da cuenta de la capacidad creativa del sujeto) es el vehículo que permite tratar con eso esencialmente inaccesible, para que en la experiencia de su encuentro  ese universo remoto y radicalmente ajeno cobre algún tipo de organización y se haga más o menos reconocible para el sujeto.

 

No obstante, la precaria familiaridad que se establece en la experiencia de contacto con ese vasto universo “no-yo” solo se manifestará sobre un fondo ineludible y permanente de extrañeza y de completa ajenidad.

 
No hace falta aclarar que el propio sujeto es totalmente inaccesible para  todos los demás de quienes –por otra parte- se encuentra en dependencia casi absoluta para su propio reconocimiento y para lograr algún tipo de realización personal (realizaciones en que a veces el sujeto logra reconocerse un poco y en las que a menudo se desconoce angustiosamente).

 

De cualquier modo –en la perspectiva winnicottiana- vale la pena vivir el desconcierto de un auto descubrimiento en esa experiencia de imposible mutualidad y tener así la ilusión de poder salir un poco de la completa soledad que supone ser –esencialmente- un ser inaccesible entre seres inaccesibles.

 

Una tensión habita permanentemente en la intimidad de todo sujeto entre su intención de comunicar y su necesidad de no-comunicar en sus intercambios. El sujeto despliega su discurso buscando establecer un gesto de contacto y esperando encontrar a alguien que salga al encuentro de dicha intención.

 

Aún dependiendo de ese reflejo para “leer” en el otro su propia posición, el sujeto se rebela con energía frente a posibilidad de quedar atrapado enteramente en esa interpretación, en fin, como en el juego de las escondidas del que Winnicott decía: “es encantador esconderse pero aterrador que a uno no lo encuentren jamás….

 

Es como si todo decir se ubicara entre la persistencia de un silencio –la necesidad de cierto aislamiento- por un lado, y la perseverancia de un grito para ser efectivamente escuchado.

 

La tensa articulación de estos dos materiales determina que haya un siempre en el decir un silencio impregnando a las palabras, márgenes de penumbra necesarios para que el discurso se mantenga vivo, animado, insinuante. Pero existe otro silencio bajo la palabra, un silencio-lugar en donde ellas encuentran un territorio donde apoyarse. Habría que agregar ese otro silencio que la palabra quebranta cuando se la pronuncia, “Pretendiendo realizar un sentido que el silencio intenta pero no alcanza“, según lo expresara la célebre frase de M. Ponty.20

 

  1.  Continuidad o ruptura

Soy hombre: duro poco
Y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
Las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
También soy escritura
Y en este mismo instante
Alguien me deletrea.

(Octavio Paz)

 

Retomemos esta idea: es en las discontinuidades de esa ficción de unidad y coherencia que supone el Yo, en cada una de sus fracturas, que –tanto Winnicott21 como el surrealismo- intenta reencontrar la emergencia fugaz de un estado de inocencia a partir de la cual poder darse cita con lo maravilloso22 y –al mismo tiempo- expresar lo más real de uno mismo.

Pero esa cita parece aislar al sujeto en el ardiente fogonazo de unos pocos instantes. En esas breves circunstancias, el sujeto realiza lo más propio, pero la experiencia vivida puede resultar incomunicable, salvo –al parecer- en esa metafísica espontánea reservada a los poetas. El sujeto derrotaría a un destino que se presenta como único e inapelable y se abre a una diversidad experiencial que  estaría hecha de momentos –también- únicos.

 

En esta línea, muchos pensadores han propuesto a la subjetividad como un tejido hecho de episodios variables y contingentes. En este caso, el curso de un destino se determina por el valor decisivo y el efecto perdurable de ciertos “instantes” que son únicos e irrepetibles. En tanto otros pensadores suponen que lo medular de la subjetividad se basa en el laborioso hilván de diversos episodios que se articulan para la conservación de una continuidad existencial (con lo que se diluye su aparente relevancia fenoménica individual). ¿Continuidad o rupturas para pensar en el despliegue subjetivo?

 

Como hijos del instante, producidos por la contingencia, el sujeto parece escapar a todo discurso que lo exprese de algún modo y que lo sitúe en la estabilidad imaginaria de un relato. Sin embargo, más allá de la ambición de reivindicar como la forma más real y verdadera de un sujeto a su presentación más astillada y caótica, nada parece impedir que sobreviva en cada quien esa ficción tan necesaria que tomamos como auto referencia para poder reiniciar –una y otra vez- el relato de una historia.

 

Podría ser que, incluso, en una dilatada existencia no se llegue a vivir más que unos pocos instantes  y que “el resto” solo sea la construcción de ciertos nexos imprescindibles para dar sentido temporal a una vida, puntos de articulación de un devenir que –parafraseando a Borges- escriben una historia como  “la diversa entonación de unas pocas metáforas”.

 

También es cierto que esas metáforas pueden ir perdiendo su irradiación y su agudeza, y que su entonación devenga simple letanía. Como sucede con algunos viejitos cuya “memoria selectiva”  se obstina en recuperar con nitidez lo pretérito en tanto se desentienden de lo inmediato, circunstancia que quizás no sea para nada la evidencia de un deterioro cognitivo sino el clima anímico, lúcido y sencillo, de quien se ha dejado tomar finalmente por los recuerdos esenciales, aquellos que sostuvieron todo un dilatado rodeo existencial y que toda una vida mantuvo en el discreto silencio. Recuerdos que estuvieron absolutamente vigentes -y fueron cruciales y determinantes- en cada acto y decisión. No es que las metáforas sean  innecesarias en ellos, simplemente se tornan mucho más precisas.

 

Imágenes casi oníricas que flotan dispersas por el mar de los recuerdos como vestigios de un naufragio. El oleaje hace oscilar esos solitarios fragmentos de vida: una bufanda descolorida, una foto desvanecida, un zapato hinchado por el agua, el eco distante de unos pasos… Restos mnémicos que retoman a su cargo un viaje inesperado, repentino, incierto.

 

Epílogo:

 

“Todo estaba en su sitio en los acontecimientos de mi vida,

antes de que yo los hiciera míos;

y vivirlos, es sentirse tentado de igualarme con ellos,

como si les viniera sólo de mí lo que tienen de mejor y de perfecto.”

Joe Bousquet

 

Bretón tiene la pretensión de un acto creativo que opere en lo real la inauguración instantánea y radical de un mundo inédito, Winnicott, por su parte, la de un gesto que –en el mejor de los casos- pueda sencillamente descubrirlo y conquistarlo. Sin embargo, en este sentido se podría decir -parafraseando a Spinoza-, que “nadie sabe lo que un gesto puede”. En algún momento -difícil de determinar- se olvida la aventura de aquellos primeros y azarosos contactos que descubrieron algunos relieves y densidades en el mundo. Quizás se conserve algún vago reflejo del desconcierto sensorial con que se anunció por primera vez la presencia tangible de un otro (y de cómo ese acontecimiento inauguró un inequívoco sentimiento de soledad). Casi no se recuerda cómo la agitación torpe de nuestros brazos ansiosos logró arrancar del cuerpo materno las primeras y muy precarias caricias. Caricias que abrieron heridas vitales en la subjetividad y que nos  esperaban desde mucho antes que naciéramos para que al fin pudiéramos encarnarlas.

En fin, nadie sabe lo que un gesto puede, sólo se tiene la noticia confusa de alguno de sus desenlaces, y entre ellos el más perentorio: la producción de un mundo en el mundo, a veces hostil, a veces amable. Nos amoldamos, nos rebelamos, lo habitamos (pero solo si podemos crearlo).

 

Footnotes

  1. Una referencia importante al respecto es el maravilloso libro de Albert Camus “El mito de Sísifo”, Ed. Losada, Bs. As..
  2. “La mera cordura es pobreza” sentencia Winnicott.
  3. En “El libro del desasiego”, Emece Editores, Bs. As.
  4. Sería justamente por esto que D. W. Winnicott plantea que un tratamiento psicoanalítico debe darse en la superposición de dos áreas de juego, la del paciente y la del analista.
  5. En “El poeta y los sueños diurnos”, Obras Completas –Tomo II-, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid.
  6. Aunque siempre falten las palabras adecuadas para poder nombrar esa vivencia, sin duda el “dadaísmo” la forma más desesperada y convincente de intentar hacerlo.
  7. G. Deleuze, “Pintura, el concepto de Pictograma”, Ed. Cactus, Bs. As.
  8. En lo que propone Delueze el artista solo admite ser guiado hasta sus confines, en la ambición de Breton, traspasando todos los límites posibles.
  9. En este sentido Picasso planteaba que en su gesto creativo él “no buscaba, encontraba…”
  10. Freud comentaba que se sentía “tentado a considerar a los surrealistas, “que aparentemente –comentaba- me han tomado como su santo patrono, como locos integrales –digamos en un 95%, como para el alcohol absoluto-“
  11. Ob. cit.
  12. El primer “Manifiesto surrealista” -1924-, Andre Breton.
  13. En “Fenomenología de la percepción”, Ed. Planeta, Bs. As.
  14. En su libro “Convergencias”, Ed. Seix Barral, Bs. As.
  15. Ob. Cit.
  16. En un texto: “Diez años después”, que incluye el CD Touts les matins du monde –Bande originale du film- Dirección musical Jordi Savall
  17. Entre otras refeencias, en “Objeto transiconal y fenómenos transicionales”, en Realidad y juego. Ed. Gedisa, Barcelona
  18. O. Paz advierte: “Lo que debemos hacer con nuestros clásicos es cambiarlos, transformarlos, incluso deformarlos. En realidad, esto es lo que hace cada generación y cada poeta: sus imitaciones son trasgresiones; sus negaciones homenajes…”, En su libro “Convergencias”, Ed. Seix Barral, Bs. As..
  19. Como el “pecho” en ese mítico primer experiencia de amamantamiento, matriz de todo futuro intercambio de la que habla Winnicott en diversos lugares de su teoría.
  20. Ob. Cit
  21. En la tensión de lo que él llama “verdadero-falso self”.
  22. “…creo en la pura alegría surrealista del hombre que, consciente del fracaso de todos los demás, no se da por vencido, parte de donde quiere y, a lo largo de cualquier camino que no sea razonable, llega donde puede.” Manifiesto surrealista.