Kinder

Lala Altschuler

Solos. De pronto no más ese loco correr. Nosotros, las ratas, sin saber si eran ellas las que nos perseguían, o éramos nosotros quienes las corríamos a ellas  porque nos habían robado lo que nos daban para fressar.

Silencio      se fueron     con los hund      no se escuchan sus ladridos. No se escucha el ¡fressen!, y el aterrador ladrido de los hund. Silencio      nos agarramos. Nos temblamos. No nos soltamos, nein. Luego, lentamente, mirando para todos lados, vamos hacia el alambrado. Oímos vait  pasos que se acercan, pasos      arrastrados aunque no veíamos ni nieve ni barro. Pero no son los guardias; otros pasos        del otro lado      pasos que vienen del silencio. Y nadie más que nosotros en el laguer. A los otros ya se los habían ido. Nos miramos si agacharnos bajo el alambrado escapando. De pronto aparecieron.

Dejo la página en la que estoy escribiendo, me he acercado demasiado, veo el alambre de púas, veo a los niños asomándose a él, paralizados, impávidos, veo sus ojos,  escudriño su mirada, y  veo que no hay dolor en ellos, no podría haber dolor… no aún, sí terror, y seguramente sin nombre. No,  no podría haber dolor, no allí, no en ese instante, ¿lo resistirían acaso? Veo cómo los soldados rusos los miran espantados, y no sé si estos niños verán su mirada en la cara de los rusos. Pero yo los veo y no puedo alejarme de la escena. Están allí, ahora  más indefensos  que antes. No escuchan más los gritos, lo único que han conocido hasta ahora. El mundo, su mundo se hundió; ellos no son los salvados. Y los ladridos, los ladridos de los perros, noche y día los ladridos se han silenciado. Yo, que estoy del otro lado del muro imagino. Pero no, no encuentro palabras para decirlo.

Se acercan. Nos rodean. Quieren llevarnos. Nos apretujamos. Nos temblamos. Con gesto de asco miran nuestras cucharas, las cucharas que teníamos para fressar esa agua que se enfriaba ni bien  le tiraban los mendrugos de pan. Quieren arrancarlas. ¡Nein, nein, nuestras! Nuestras, nuestras decimos, y él dice por lo bajo guestank, guestank, en una lengua que entendemos!

El komandant nos habla de un modo extraño, no grita, dice ¡málchiky, málchiky!, nos agarra, hay camiones esperando afuera del alambrado. Salimos. Quieren irnos. Nos suben, nos acercan una lata de sopa, espesa, intragable, quema. El camión arranca; no vemos esvásticas en la ropa del komandant ni en el camión y no hay  hund. Apretadamente nos dormimos.

Nos despertamos. Nos miran, nos hablan, ¿qué lengua era ésa? Málchik málchik     jochno tu málchiky     ¿shto, shto málchik?     Jochno tu málchiky, no te dalekes málchik…       La confusión, la confusión, la confusión. Las palabras cuando hablan son piedras que caen sobre nuestras cabezas, golpeándonos más que las palizas. Se acercan, sus  manos extendidas. Mientras uno de ellos murmura en una lengua desconocida: oh! Señor ten piedad de nosotros… Nos dormimos.

Otra vez nos despierta el komandant, el miedo  se agarra de nosotros cuando quiere acercarse, agarrarnos. Nos alejamos cuando lo vemos,  nos mira con ojos desmesurados. El camión se puso a andar, somos nosotros y      no gritan.

Silencio. Oh! ausencia, oh! atroz ausencia. Me alejo, el silencio que los rodea  baja sobre ellos inusual densa humareda. Tendrán frío, entre ellos se aferran. Habían dejado atrás el laguer, el único mundo que habían conocido, mundo fuera del mundo. Los cuentan: ¿seis, siete? Los rusos acaban de liberar el campo, entre ellos está  Sasha, es él quien  les habla, está confuso, no quiere  asustarlos, entre el terror y la piedad su voz se le atraganta; los llama, quisiera que se acerquen, que no le teman, jochno tu málchiky, no te dalekes málchic; está solo con los niños, él solo, en el bolsillo sostiene fuertemente la foto de Luba. En la mochila un sobre. En estos duros cuatro años ha estado muchas veces al borde de la locura, pero nunca como ahora tan próximo a ella; sobre todo cuando ve a estos niños sus bordes se le desdibujan y él no sabe si está afuera. La foto de Luba  en el bolsillo de sus pantalones, su  urgencia. Sintió duro su sexo y le dio vergüenza, sintió la turgencia vital de su sexo y le dio vergüenza. Aparta la mirada de los niños, necesita apartarla como yo la aparto. Pero ésta vuelve a ellos sin remedio.

Solos en el camión. Dónde, dónde nos llevan, el pis se escapa por nuestras piernas sin poder detenerlo. El  komandant nos habla. Retrocedemos. Nos agarramos. Nos dice –ia Sasha,  señalándose, y  pregunta: -¿ti? Esto si lo entendemos, obedecemos. Rápidamente nos subimos las mangas y  mostramos los números. Adelanta sus manos. Quiere tocarnos la cabeza en un gesto que desconocemos. Nos temblamos. Nos acurrucamos. Nos dormimos.

Espectral silencio. Dios, ten piedad de nosotros, oh Señor; o es que fuimos capaces,  para ensombrecer tu grandeza, oh Señor, lo que nunca te hubieras imaginado, oh Señor, al asistir, una y mil veces al terror a que el hombre, la criatura creada por vos, en una inaudita fábrica de la muerte, haya podido crear niños muertos, oh Señor.

Veo a Sasha desesperado, tratando de no asustarlos, también él aún casi un niño  camina estupefacto por el camión,  sus ojos ven, nada saben ni sabrán nunca  lo que allí pasó. No sabe nada de  Terezín. No sabe que la única lengua que los niños tienen es la nazi,  la lengua despiadada, la de la orden implacable. La que no admite el no. La lengua muerte. Silencia. No sabía Sasha de los abismos a los que se estaba asomando, nada sabrá de su infierno, al que apenas siquiera ha rozado, tampoco sabrá hasta mucho después que no hay ni habrá palabra para decirlo. Nunca. Todo su cuerpo se convulsiona con la inmundicia de su alrededor.

Nunca habíamos estado en un camión. Vemos los árboles, pasamos por gente, tirados       en el piso, rotos, muertos, tot, otros,       otra ropa       Se esconden en sus barracones al vernos       los ojos se cierran. Nos dormimos.

Me asomo: Nunca habían salido del laguer, nunca habían visto a tan corta distancia un árbol. Pero no soportan estar afuera, la luz les ciega, la ternura de la voz de Sasha los abrasa sin remedio y le tienen miedo. En su desesperación, lo único que hacen es dormirse, como si sólo los aliviara borrar el mundo que apareció repentinamente ante ellos.

¿Mundo dije? Mundo en el cual se abisman en un abierto insondable que se les abre como vacío que no abre a ninguna parte, aunque el camión avance. Y, como si sólo pudieran limitar el mundo que apareció repentinamente ante ellos cerrando los ojos, y con los ojos cerrados dejarse llevar por el rítmico balanceo del camión; sentir por un instante el peso de sus casi ingrávidos cuerpos.

Otra vez la sopa, -¿Jóchez?, dice el komandant, un pedazo de pan, y luego chai,  dice señalando una lata. No grita: ¡fressen! Algunos de nosotros vomitamos. Dónde nos llevan, nos contaron que a los que los llevan al camión los gasean.

Sasha conduce, le espera un larguísimo camino, una ligera brisa revuelve su pelo rubio, le pega en la cara, la aspira ávidamente, la huele, quisiera llenarse de ella. Es primavera, hacía días  que  dejaron Praga, no hay mariposas aquí, ni se escuchan pájaros. No tenía edad para que lo llamaran pero lo hizo, se alistó, fue a combatir por su patria, maia saiusa; no se encontró sólo con el frente, con el enemigo, se encontró, él, que es apenas más que  un niño, que otros, que tendrían que haber sido niños, jamás lo fueron. No sabe qué hacer con esta carga que lleva, a qué destino los conduce; piensa, obstinadamente,  que podrá llevarlos a otro destino.

Días y días. Viajamos, el camión se sacude, pero acá no nos escondemos. ¡Sitztend!, ¡sitztend!, sitztend todo el tiempo        no grita.

Se les acalambran sus minúsculos cuerpos.

Tiene que manejar a campo traviesa, a veces hay caminos que cruzan los bosques, pero no puede arriesgarse, le han dicho que tiene que evitarlos, no importa cuánto más lo demore; la turbamulta pretende terminar con la tarea que ha quedado inconclusa, y asalta a los que de la muerte se han salvado. Sasha extraña la dulzura del bosque, sus luces tornasoladas que se filtran a través de las hojas de los árboles, translucidas cuando el sol las ilumina. Extraña la sensualidad de los umbríos, húmedos bosques en los cuales jugaba durante el verano, siendo niño, hace un mundo de esto, en el tiempo en que el mundo era aún mundo. Las flores de mayo que asomaban en cada claro, amapolas rojas como la sangre, violetas perfumadas. Extraña los bosques cerrados, la densidad de sus árboles, los sonidos que se arremolinan aquí y allí y se reproducen en mil ecos, o transportan las voces de las aguas de distantes arroyos, incluso cuando éstas tienen que atravesar los ahora temibles claros. Como hubiera querido hablarles a los niños sobre los bosques de su infancia. Pero los niños, ¿podrían acaso oírlo? Sasha duda. Ha observado que ni siquiera entre ellos hablan, cuando alguien le quiere comunicar algo a otro o a los otros, utiliza un raro carraspeo.

El espanto y el encanto habitan el fantasmal bosque. Tendrá que evitarlos al salir de Checoeslovaquia, atravesar Alemania, atravesar Bélgica, sabiendo que aún no se han salvado. Es apenas un día después. La muerte había pasado rasante sobre su cabeza y el águila sobrevuela, amenazando.

Estamos  parados. No decimos que queremos schaisen. Pero lo huele el komandant. El camión se para, nos bajamos, corremos al árbol, ellos nos siguen. Se paran cuando nos ven bajarnos los pantalones, teníamos que hacerlo rápido, eso lo sabemos. Se quedan donde están. Esperan. Nos esperan. Volvemos, nos setzen.

Dios mío, ¿por eso estaban parados?

El camión se detiene frente a una patrulla rusa, les cuenta que vienen de Terezín, a Sasha se le quiebra la voz y sólo con un gesto puede señalar la carga que lleva, lo  miran perplejos, se acercan, echan una ojeada, pero  no se atreven a mirar dentro. Ya se murmuraba con voz queda  lo que es encontrarse con “ellos”. Uno de los soldados se da vuelta, oculta su gesto, se persigna, leo sus labios moverse diciendo: Dios mío, ten piedad de nosotros, Dios mío, ten piedad de ellos.

¿Están discutiendo? ¿Schto ti dumaiech? ¿achivó, achivó?, ¿acudá? en una lengua que alguna vez fue mía pero que ahora apenas entiendo. Agarrándose la cabeza mientras dejan pasar el camión.  Mayo 1945. La dulce brisa que siempre ha perfumado los caminos checos, alemanes, belgas, ahora sopla sobre los cuerpos desperdigados aquí y allá. No acuna a los muertos, y su hediondez la hace insoportable a los vivos. Sasha se sienta, y antes de agarrar el volante saca la foto de Luba, y la pone frente a sí, le habla, le dice algo que no alcanzo a escuchar, la  besa.

Nos quedamos setzen. Vemos pasar barracones, noche y día barracones, no son grandes, sin alambre de púa. Hay que se asoman, saludan, algunos kínder corren detrás nuestro. No visten como nosotros. Nos dormimos y uno se despierta, con gritos, es el más grande, su grito retumba en el camión. Es él el que nos contó de los gaseados, y el único en quien al dormirse -al ver a niños corriendo, saludando en checo  – despertó un  recuerdo, ¡un recuerdo!,  que hubo un tiempo en que fue acariciado por la  lengua, que hubo un niño con padres, el de los niños que saludan  en checo,  la lengua que había sido la suya cuando había sido niño, hace un mundo de esto. Y en ese momento,  precisamente, soñó con un nombre, el que había tenido, su madre  llamando: ¡Guuustaavvv!, el nombre que él había sido.

El camión para otra vez, hablan con el komandant, levantan la barrera. Otro barracón        no tiene esvástica        una tante        vienen        nos van        una ducha        nos quitan la ropa        nos temblamos        sacan un tubo con un gas Nos acurrucamos. Está el komandant con nosotros. Nos bañan        nos desinfectan ¿schto schto?        málchiky        málchiky        no gritan        el agua resbala sobre nosotros        nos visten        otra ropa.        Subimos otra vez al camión.

Sacha se detiene ante una nueva barrera, un soldado ruso lo intercepta, hablan entre ellos, Sasha explica a quiénes lleva. Es un destacamento, tendrá que bajarse, bajar a los niños, bañarlos, desinfectarlos, ponerles otra ropa, la única que tienen, de soldados soviéticos, que los niños sorprendentemente aceptan. Entre aterrados y excitados los veo luego subirse al camión. Claro, siempre con la cuchara de madera en la mano, ni por un instante la sueltan.

De pronto una voz, nos asomamos a la cabina del komandant,  escuchamos, no entendemos.

Sasha está sacando la foto de Luba, la pone delante de sí mientras maneja, y de él brota, casi sin darse cuenta: florecerán iablushki y grushki, vijazila… esa voz de bajo, de tan virginal belleza: con su mirada la acaricia, con su voz la acaricia, con la letra la acaricia. Y le canta, y le habla. Ese feroz optimismo de los rusos, ese feroz amor a la patria. Canta la canción de los que volverán de la guerra. De los amantes que se esperan. Anhela su Moskwa maiá, a Luba, hace tanto que no sabe de ella. Maia Luba, ia lubluiu vas, confiesa su amor por ella.

Escuchamos. Pero qué hace ése, por qué canta,  es un canto que golpea, y esto sacude la entraña nuestra. ¡Nein!, ¡nein!, nos tapamos los oídos. Gritamos. Nos temblamos. Nos acurrucamos. Nos dormimos.

Nos despertamos. Estamos siempre en el mismo camión, siempre él manejando, con esa tante que tiene frente a él, con el pañuelo en la cabeza, blanco. Viajamos, viajamos cuando es de día, de noche el komandant para. De noche no dormimos, nos acurrucamos, tenemos miedo a los hund, al ruido de los trenes que pasan. De día nos dormimos. Cada tanto nos paran, hablan entre ellos, levantan barreras, las bajan.

El camión se detiene, el Komandant nos dice que llegamos. Nos hace señas para que miremos afuera. Miramos. Llegamos. Dónde.

Son y días y días de marcha, Sasha de noche se detiene, tiene que descansar, comer, tomar un té, junto a los niños, luego apagar las luces del camión, también él tiene miedo, no puede dormir, se desvela, al igual que los niños. Hasta que, al fin, arriban al puerto. Respira aliviado. Ha llegado, al fin ha concluido el más largo y difícil de los caminos que hizo desde que comenzó la guerra, ella concluyó, pero ay, no termina de concluir, aunque sin duda está esperanzado con esta preciosa y terrible carga que lleva: quiere creer que a los niños algo diferente les espera: por primera vez, quizás, puedan pensar, que un instante cualquiera pueda existir para ellos, ese instante en que, trémulos, huelan el olor salobre del mar.

El puerto está cubierto por una densa niebla, Sasha observa como cada gota de bruma que desciende se tiñe con la luz dorada del atardecer.

Nos temblamos al ver el mar, al oler el mar que el komandant nos señala con su mano. El barco nos espera, dice, Sasha nos hace bajar. Ningún tren se detuvo nunca al obscurecer, para irnos. Respiramos. Bajamos. Vamos donde hay otros hombres, le piden papeles, los muestra,  subimos. No hay esvásticas. Otra vez respiramos.

No, ningún tren se detuvo, tal como se detenía en el campo para llevárselos a la hora del atardecer; en ese largo trayecto, ninguno de esos días vieron al tren.

Me acerco, los veo subir al barco, la sonrisa contagiosa de Sasha convence a todos, Sasha decidió que la ropa que llevan sería el pasaporte necesario al cual no se opondrían, con el cual podrán viajar pese a estar indocumentados; pero las aduanas igualmente piden: nombres, edades, apellidos… Sasha con un gesto les señala  que no digan nada, él hablará por ellos. Y así veo cómo Sasha con un mismo gesto los bautiza, los nombra, y como no tenía otros: uno será Fedor, otro será Ilia, Igor, otro y así uno por uno. Lo mismo hará con los apellidos. Por un instante la olvida a  Luba  mientras están subiendo al barco,  y más que nunca se hace firme en él la creencia que… florecerán iabluschki y gruschki, que para entonces la vería.

El barco empieza a moverse, el komandant insiste, nos habla -ia, Sasha, ¿ti? y lo repite y lo repite hasta el cansancio. Toda la noche viajando, mirando el cielo estrellado; no había cielo estrellado dentro de los  alambrados. Luego Sasha nos lleva adentro        paidiu, paidiu        nos recuesta en camastros, nos tapa;   -spaciba dice, esperando que lo repitamos, nosotros sordos chito la boca, eso lo sabíamos, sabíamos no        oír, sino ¡heraus! ¡heraus!, más frío, más hambre.

Los sigo una y otra vez, una y otra vez veo a los  niños entrando al barco, trastabillando, parecen tan pequeños, tan débiles en la enorme explanada, Sasha se adelanta, los conduce, se sienta con ellos en la cubierta,  necesita una bocanada de aire puro, de cielo estrellado. Se saca sus pesadas botas luego de días y días de marcha, y el olor agrio de sus medias, de sus pies, son para él en ese instante un retorno a sí, pero ay, no ya a quien había sido antes de la guerra, antes del encuentro con los niños. Ellos aún calzan sus pesados zuecos de madera. Es imposible saber qué les pasa. Deseo irme de allí, dejarlos, mi destino es otro. ¿Destino dije acaso? Oh Señor ten piedad de nosotros, Oh Señor ten piedad de ellos.

Los pies se me atornillan. Sasha saca la foto de Luba, a la que otra vez besa. Quisiera contarle, hablar con ella, pero qué, cómo. Por su cara las lágrimas se deslizan. Llora,  no es la primera  vez que le sacude la congoja de lo irremediable.

Saco del bolsillo de mi campera,  cómoda, amplia, un sándwich. Mi sándwich me avergüenza. Tantos años y comerme un sándwich en ciertas circunstancias aún me avergüenza, como si mi vida entera se hubiera detenido en ese largo, larguísimo viaje que siempre fue para mí a ninguna parte.

Lo como de cara a la brisa que deposita sobre mi rostro pequeñas, minúsculas gotas, que contienen el olor salobre del mar, como hace muchos años atrás lo he sentido, apenas terminada la segunda guerra. La brisa, fresca, se arremolinaba sobre mi piel, y ella, mi piel, yo, vivía.

Cerca de nuestros camastros vemos unas piedras, son chicas, las tiramos, nos reímos, las arrojamos a las paredes, a ellos, a  nosotros: son ratten, nuestras. Una le da a Sasha, se despierta furioso, grita: -¡Niet! Corremos, uno de nosotros es el komandant. Gritamos ¡ratten, ratten!

Una risa loca se apodera de ellos, ahora son ellos el komandant, las arrojan, las levantan para reiniciar el juego, se aturden con sus propios gritos: ratten, ratten, las revolean. Los pasajeros abren los ojos, miran para otro lado frente a lo inaudito de  la escena.

Otra vez ponemos las piedras-ratten en la cuchara y hacemos que las comemos. Las tiramos con asco: ratten ratten, aullamos, mientras a una la sostenemos por la cola y ella se retuerce, escapa, und  ponemos una ratte más chica en la cuchara, nos están mirando.

¿Se ríen  dije? Si no hay en ellos alegría ni conocen el llanto… son gritos,  aullidos excitados que se reflejan en los mil ojos azorados  de los pasajeros ingleses, franceses, que van o que vienen, y se corren a un costado eludiendo ser alcanzados por sus desgarrados ecos. Oh Señor, ten piedad de ellos.

Oh, Señor ten piedad de ellos, es tanta su ira, dales descanso, oh Señor, que no se prolongue, que no sea perpetua…

Nos extrañamos: no dicen heraus, heraus,        seguimos con las piedras.

Esta vez sí parecen estar despiertos. Quizás fuera su único modo de mantenerse despiertos, pero se aburren pronto. O no les dan más las fuerzas. Están  débiles y se  han cansado. ¿Cómo no me di cuenta antes que apenas se sostienen? Ahora que tienen puesta otra ropa, sólo ahora veo  que ¡son tan pequeños! Se acurrucan entre sí, parecen no escuchar la sirena del barco que atraviesa la niebla, o no querer escucharla ¿se habrán dormido? ¿Si la escucharan, en ese instante, qué sería de ellos? ¿Sabrían que están fuera del laguer?, ¿lo están acaso?

La sirena insiste, no soporta ser desoída, nadie parece conmoverse con ella, celebrarla como se merece, está anunciando un arribo que marca para muchos el fin de la guerra; deberían bailar todos alrededor de ella; pretende despertarlos a todos; una dos tres veces que se repetirán; aúlla rasgando la niebla, rasgando el luto que ha vertido sus cenizas sobre las ciudades, aúlla arrojando viento que sopla sobre las espaldas de aquellos que apenas pueden incorporarse. Sobre las brasas, para que éstas se enciendan, anhelante de dar calor al abrazo próximo.

Sasha la escuchó, se despierta y se desvela. Lo miro. Está  pensativo, le pesa la carta que lleva en la mochila, dirigida a la sénschina que va a  alojar a los málchiky en su hogar, su hogar de huérfanos. Terezinskaya málchiky, repite, estupefacto para sus adentros, sin poder, sin querer saber lo que eso significa. El sobre lacrado ya está arrugado en la mochila, ¿cuánto hace que lo transporta? Lo saca, el lacrado se quiebra, lo alisa, allí terminará su destino. Llegar a destino, que densa se le aparece ahora a Sasha esta frase llevando a los niños. Él los acompañará, ella se encargará de ellos. Que empiecen ahora su vida de niños, la que no han conocido, la que no han tenido, lo que no han sido.

Amanece, la sirena anuncia que han llegado. Londres, devastada después de la guerra, pero nada de esto verán los niños, ¿han conocido otra cosa acaso?

Me corro, retrocedo, la pequeña  comitiva que los aguarda  en el muelle del puerto está esperando que los niños desciendan junto al oficial soviético. Hay un jeep, un auto; paradas, dos mujeres a las cuales acompaña un militar británico. Parecen tensos, inquietos, y a la vez querrán ser hospitalarios cuando el grupo descienda, nada saben aun lo que será ver, sólo ver a estos niños.

Sasha  baja junto con ellos, sabe ya  que no toleran que él se acerque demasiado.

Nos juntan. Pashlí        pashlí, dice el komandant para alentarnos        ¡heraus, heraus!, retumba en eco, nos temblamos, pero no hay ningún camión, ningún tren, ninguna esvástica. Pashlí        pashlí        pashol Gustav, nos da un empujón para que heraus, schnel bajemos.

Sasha observa  las manos de los málchiki en los bolsillos, siempre y extrañamente aferrándose de las cucharas de madera, como si las escondieran de las manos que quisieran arrebatárselas. Su único bien. Lo único que habían poseído. Comer con ellas la mugrienta sopa que les servían. Se han puesto serios otra vez, sus caras otra vez han vuelto a la impavidez que tenían  detrás del alambrado, incluso Gustav. Están terminando de descender, Sasha se adelanta, los málchiky lo siguen a una cierta distancia.

Embarazado, éste se presenta ante la sénschina, ella tiene la vista clavada en los niños, en los que serán sus niños. El komandant se le acerca, otra vez nos temblamos. -Ia Sasha, le dice a la mujer…:-sovietsky  soldat, sonríe. -Ich bin Anna Freud. La observo, luce su sombrerito austríaco. No está sola, la acompañan una amiga y un hombre alto, flaco, de rostro inquieto que viste su uniforme de oficial británico, y se queda cerca de uno de los autos. Están nerviosos, expectantes, azorados; la amabilidad de la escena, las mutuas presentaciones tratan de cubrir el denso silencio que desciende sobre todos frente a la presencia de los niños; y lo que dicen son sólo palabras palabras, lo que ven no tienen  palabras para decirlo…

hay gente con el komandant, hablan de nosotros, ¿nos pedirán que mostremos el número que tenemos?        no lo piden, nos llevan en los autos, subimos. Viajamos. Vemos  barracones  sin alambrados, que ya vimos al salir del laguer; estos son más chicos, rotos, piedras por todas partes; vemos kínder corriendo fuera de los barracones, hombres arreglando paredes rotas de barracones. Todo es shtil aquí, no hay gritos,        ni ladridos de hund,        ni esvásticas.

Se dirigen al Hogar de Huérfanos. Y así se iniciará lo que Anna quiso que fuera un enorme viaje; ella querrá conducirlo, con toda su bondad, su generosidad, pero también su ignorancia. No supo, no podía saber que de ése otro mundo en el cual los niños habían estado cautivos, la salida, como tal como ella imaginaba, quien sabe si para ellos existe.

Cada vez que ve a una  madre con un kind de la mano Gustav se estremece y al estremecerse su pesadilla grita. Anna  hubiera querido cerrar la cortinilla del auto, que Gustav no vea:

Kom        kom         kom mit mir kind, dice la tante,        nos apartamos,  nos apretujamos, nos temblamos. La tante nos schprejt, nos extrañamos,  -Ich bin Anna…, dice, cerramos los ojos, nos dormimos.

La veo a Anna resuelta pese a todo: Los llevará a su Hogar, los conducirá al bello dormitorio que les preparó, un mismo cuarto para todos ellos, ¡se necesitan, se necesitarán tanto los unos a los otros!; limpio, aireado, soleado, camas, con sus colchones, sabanas, edredones cubriendo las camas, mesitas de luz al costado, con un espejo encima, cortinas en las ventanas que quiso que fueran floreadas. Estufa. Un baño con su ducha ¡de agua caliente!, jabón perfumado, tan difícil de conseguir por aquellos tiempos. Juguetes. Buscó aquí y allá entre lo poco que quedaba en pie en Londres,  arrasada por los bombardeos. Desde que los rusos entraron a Terezín no ha pasado tanto. Anna se dedicó ese tiempo, con todo empeño, a armarles un cuarto acogedor, limpio, bonito. Un cuarto para niños que fuese un hogar.

Vienen del mundo de lo indecible, y ella  querrá alojarlos, enseñarles otra lengua,  hablada, compartida, viva, darles niñez, otorgarles tiempo. Todo ha terminado, una nueva vida les espera, ellos tendrán su lugar en ella.

Buscaba devolverles el olvido que nunca habían tenido, que se haga en ellos recuerdo lo que habían sido.

Llegan. Anna abre las puertas del Hogar, están presentes la amiga que la había acompañado, los dos oficiales, el británico y el ruso, los niños; tiene preparado un pequeño agasajo para todos, los productos los ha conseguido gracias sus contactos. Todo allí parece ajeno al momento que están viviendo, los distancia de su zozobra, de la incredulidad. Finalmente los oficiales se retiran.

Anna llama a los niños, los lleva a su cuarto, lo muestra, los introduce con suavidad, ya había intentado retirarles la cuchara de madera, lo intenta nuevamente, y nuevamente la esconden; se retira discretamente. Esperará. Cierra la puerta tras ella. Poco a poco, está decidida, nacerán a la infancia.

Miramos. Nein, nein nein gritamos al ver el cuarto. Nos temblamos, cerramos los ojos, nos acostamos en el piso, no nos tapamos, nos dormimos.

El sol entra a través de las cortinas, es un nuevo día, luminoso, despiertan, no pueden cerrarlas, entra la tante, como ellos la llaman, les dice tiernamente que ha comenzado para ellos un nuevo día. Les muestra los espejos, los nombra en inglés, los invita a mirarse, que puedan higienizarse, pronto desayunarán; se miran, mientras ella se retira y ellos ven allí, en ese trozo brillante que nunca habían tenido, todo el horror reflejando las caras que nunca habían visto. No había espejos en los laguers.

Nos temblamos al ver las caras. Gritamos        nein        nein        con las cucharas de madera al principio, con los dientes después, destrozamos, rompemos, ensuciamos        todo        como hund        somos hund        hund        todo        todo        todo        und shnel, llenos de fanática furia, como decían los guardias cuando nos pegaban. Despiertos, temblamos        schnel, schnel, schnel gritamos. Camas, sábanas, cortinas… A los espejos los rompemos con lo ya destrozado; en ellos vemos las caras de unos kínder que,

Y sin embargo Anna entraba, veía los destrozos, les hablaba: -Kom kínder, Kom, langsam les hablaba. Ya se había dicho ella que necesitarían tiempo para el olvido, otra lengua, en esa otra lengua podrán aprender a decir todo lo que el nazismo…, también a ella el temblor la recorre cuando se dice lo que se está diciendo…

No los habita la palabra sino el grito. Son el grito. Y a los gritos destrozan todo lo que el grito de los otros ya había destruido. Hay una animalidad sagrada en sus  aullidos, que parece provenir de lo más recóndito de la vida, de lo más recóndito de la muerte, quién sabe. O quizás, de ese borde insondable que roza la vida con la muerte; el aullido, implacable, aúna vida y muerte y  no sabemos si  rige allí vida o muerte cuando no hay palabra que las separe o las enlace.

Los kínder son  grito y son ira. Y su ira es de una radical osadía. La ira  los mantiene vivos; la osadía, despiertos.

Nos hablan, en inglés        langsam        todo lo dicen langsam        shtil. Quieren taparnos la furia,

Dios mío,  cuanto más solos se sentirán ahora los niños; cuando les hablan en ingles les acallan la ira.

Como primero había  insistido el komandant, la tante insistía, -Ich, decía, -Ich bin Anna, -du       du bist      Gustav,  -you       are       Gustav, quería que así habláramos.

Pretende el modo sosegado. Si le convida con chocolate a Gustav, él parece no poder soportarlo, lo ofrece a todos y todos se abalanzan sobre éste como si fueran un solo cuerpo, pues no entienden que se  dirija a uno de ellos  por separado. Un solo cuerpo, respondiendo a, quizás, un tácito llamado; pero quizás fuera su existencia posible. ¿O respondían así a la jauría de guardias que fue el pan magro de cada uno de sus días?, es posible, si no hubo para ellos una sola palabra, una sola palabra que los pensara y que al pensarlos los nombrara.  Ante cualquier pedido de Anna, dirigido a alguno de ellos, se aferran todos a su cuchara de madera, siempre juntos, siempre pegados entre sí, y siempre con la cuchara de madera que ni de día ni de noche sueltan.

Anna, con  susurros tenues, cálidos,  querrá desnazificar su habla, desladrar su grito…, les habla en otro idioma,  al escucharlo se estremecen. La  nueva lengua los amordaza, y ellos se desvanecen.

Good   morning    miss   Anna,   good   morning to    you!   It´s    a   fine   day  today         nos enseña.  El silencio se atraganta en la garganta.

Dios mío, se les  pega la lengua al paladar cuando dejan  de escuchar  gritos. Les silencian la ira cuando dejan de escuchar gritos. Se les convierte en tumba  la boca cuando  acallan su grito. Les hablan en una lengua en la cual quién sabe si  existen.

Todo se ha vuelto humo, gris, niebla, ceniza…
Un rostro entre todos los rostros olvidados.
Y tal vez  yo sea Gustav

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Este relato está basado en una historia real: la de los niños sobrevivientes del campo de concentración de Terezín, liberado por el Ejército Soviético concluida la Segunda Guerra Mundial. Anna Freud -hija menor de Sigmund Freud-, dispuso alojar en su Hogar de Huérfanos de Londres a seis o siete de ellos. Ya bajo los cuidados de Anna Freud, a medida que fueron aprendiendo el inglés se enfermaron gravemente, rozaron la muerte ¿Hubiera sido posible otra cosa? ¿Cómo saberlo? Algunos de estos niños nacieron en el campo de concentración. Extrañamente, hasta ahora, hay muy poca documentación al respecto, ésta insiste en la imposibilidad de estos niños de separarse de sus cucharas de madera, en los destrozos realizados en el Hogar, en su necesidad de responder colectivamente cuando eran nombrados. Uno de los niños se llamaba Gustav.