María Z…
Gerardo Arenas
Nosotros, los sobrevivientes,
¿A quiénes debemos la sobrevida?
¿Quién se murió por mí en la ergástula,
Quién recibió la bala mía,
La para mí, en su corazón?
¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,
Sus huesos quedando en los míos,
Los ojos que le arrancaron, viendo
Por la mirada de mi cara,
Y la mano que no es su mano,
Que no es ya tampoco la mía,
Escribiendo palabras rotas
Donde él no está, en la sobrevida?
Roberto Fernández Retamar, El Otro
Jueves 13 de julio de 2017
María vuelve a visitarme. Ya han pasado casi cuarenta y un años, pero ella no pierde esa costumbre. Incluso tengo la impresión de que en los últimos tiempos me visita con mayor frecuencia, cada uno o dos meses, a lo sumo tres. (Es sólo una impresión. No he llevado la cuenta.) En ocasiones lo hace sin motivo aparente, sin que medie excusa alguna. Simplemente aparece y se instala en mi vida por un rato. O un día. O dos.
Ahora está aquí, conmigo. Sin palabras ni gestos, en silencio, le doy la bienvenida.
Viernes 14 de julio de 2017
Pienso que su aparición de anoche sí tenía un fundamento, un porqué, una razón de ser. En Contrafrente, de Accame, yo estaba leyendo un fragmento del poema El Otro, de Fernández Retamar, y por allí, entre un verso y el que sigue, su figura lánguida de eterna adolescente se coló, se despegó del libro y se ubicó a mi lado, con su tímida sonrisa oblicua y sus cabellos crespos.
Tan callada como siempre, María sigue aquí. Cada tanto, como quien no quiere la cosa, echa un vistazo a lo que escribo.
Sábado 15 de julio de 2017
Es muy posible que Ángel se le haya aparecido al protagonista de Contrafrente del mismo modo en que María se me apareció anteanoche.
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¿Tiene un nombre la línea que separa dos versos consecutivos de un poema? Si yo tuviera que inventarle uno, la llamaría portal, ya que algunas de esas líneas son los sitios privilegiados por donde, provenientes de otra dimensión, antiguos amores nos arrancan nuevos suspiros, o reaparecen con vida nuestros desaparecidos.
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María sigue aquí, conmigo, desde hace ya tres días. Sus claros ojos almendrados prolongan su sonrisa pícara. Lo mismo hacen sus delicados hoyuelos.
¿Espera ella algo de mí? ¿Le debo algo? Nosotros, los sobrevivientes, ¿a quiénes debemos la sobrevida?
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Creo haber leído que Lacan dijo que lo reprimido retorna en lo escrito. Probaré escribir.
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En mi época, los estudiantes del último año de secundaria solíamos llevar en el pecho una insignia o distintivo que, sobre el fondo de un dibujo simbólico o humorístico, declaraba el número de la división a la que pertenecíamos y nuestra condición de inminentes egresados. Se hacía un concurso de tales diseños realizados por los propios estudiantes. El mío fue el ganador. En él veíamos a un estudiante con el título de bachiller y parado tras una pantalla de rayos X que revelaba que su cuerpo estaba lleno de libros; a su lado y de perfil, también de pie, estaba el genial Fiorentino –para nosotros, el Chancho–, un excelente profesor de matemáticas respetado, temido y querido por todos; detrás de ambos, había un mástil con la bandera argentina y, sobre la punta del mástil, un buitre.
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En 1976, ¿sabíamos lo que ocurría en el país? Aunque suelo creer que no, hoy mi memoria repara en ese buitre que yo mismo dibujé y que a lo largo de aquel año llevamos en el pecho todos nosotros, los más de cuarenta compañeros de 5º 1ª (quinto año, primera división), y entonces dudo.
El colegio estaba situado en Vicente López, la mayor parte de nosotros vivía en las inmediaciones, y no suele haber buitres en el Gran Buenos Aires. ¿Qué hacía allí, pues, ese buitre imposible, sino simbolizar la inminente muerte del estudiante tragalibros que nos representaba?
Tal vez en algún rincón de nuestro ser registrábamos la masacre que tenía lugar ante nuestros ojos ciegos. ¿Se habría animado Freud a incluir esto en su definición del inconsciente?
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Para identificar el colegio con el lugar de la locura, la insignia que diseñé ponía su nombre (Vicente López) en serie con el nombre actual (Borda) y el antiguo (Vieytes) del principal hospital psiquiátrico argentino.
Tal vez algún rincón de mí ya registraba que, aunque yo creyera que mi vocación era la física, algún día las psicosis iban a llevarme al psicoanálisis y mi pasión iba a dejar el núcleo del átomo para abrazar el núcleo del ser. ¿Se habría animado Freud a incluir esto en su definición del inconsciente?
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Tres años antes, los alumnos habíamos tomado el colegio para exigir la renuncia de su rector, un marino acusado de corrupción y abuso de autoridad. Tras varios días y noches de frío, mate y guitarreadas, la protesta tuvo éxito. Yo pasé allí una sola jornada, sin tener una muy clara idea de lo que hacía. En algún momento, desde el patio central me puse a observar los edificios vecinos y descubrí que, a través del ventanuco de un baño, una cámara fotográfica con teleobjetivo apuntaba hacia nosotros. Alguien registraba quiénes éramos esos irreverentes mocosos que, con 12 a 18 años de edad, osábamos levantar la vista de los libros y llevarle la contra a un respetable milico. Yo era un pibe tan ingenuo que no lo tomé como algo amenazante, sino ridículo.
En 1976, en lugar de apostar espías fotógrafos mal escondidos por los alrededores, los creativos servicios de inteligencia de las fuerzas armadas nos enviaron soplones: unos cuantos muchachos, ligeramente mayores que nosotros, ingresaron a algunas divisiones de quinto año haciéndose pasar por estudiantes, para observarnos de cerca. En la nuestra hubo uno llamado Marcelo. Tal vez él haya señalado a María y a su hermana Leonora, que cursaba cuarto año –si es que sus nombres no habían sido ya marcados por estar incluidos en alguna libreta telefónica comprometedora.
Pero las cosas bien pudieron haber transcurrido por otras vías. Siete meses después del golpe militar, unos agentes del aparato represivo solicitaron a la rectora del Nacional de Vicente López la lista de los estudiantes que habíamos tomado el colegio en 1973, o sea que también es probable que el marino y ex rector al que habíamos removido haya aprovechado el vacío producido por el terrorismo de Estado para tomarse una lisa y llana venganza personal. En la lista que la rectora les entregó –seguramente confeccionada con ayuda de autoridades del colegio y del anónimo fotógrafo del ventanuco–, esos agentes debieron de hallar el nombre de María y acaso el mío. Cinco días después, se llevaron a María y a unos pocos más. No me llevaron a mí ni a la mayoría de los participantes de la toma, que éramos cientos. ¿Por qué? Nosotros, los sobrevivientes, ¿a quiénes debemos la sobrevida?
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En este momento, María no luce su habitual guardapolvo. Lleva una pollera casi hasta las rodillas, unas medias tres cuartos, gruesas y flojas, que caen y se pliegan sobre sus tobillos, y las usuales botitas de gamuza. ¿Cómo habrá estado vestida cuando se la llevaron? No logro imaginarlo.
Supongo que hoy se irá. Nunca, en cuatro décadas, me ha visitado por más de tres días consecutivos.
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Fuimos compañeros desde el comienzo de la secundaria. Recuerdo su risa contagiosa. Creo que de entrada ella se sentó al lado de Marisa. Era natural que dos niñas judías se unieran –sobre todo en ese colegio, donde predominaba un clima antisemita. Pero quizás ellas ya se conocían antes de ingresar. O las unía algo más. O fue pura casualidad. Lo cierto es que llegaron a ser muy amigas.
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En una ocasión, María y yo nos sentamos juntos, durante una clase de dibujo, mientras cursábamos el tercero o cuarto año. Cuando la consigna era hacer dibujos libres, yo solía aprovechar la hora para bosquejar lo que más me gustaba hacer en esa época: retratos a lápiz, en blanco y negro. Y, dado que María estaba a mi lado casi quieta, retraté su rostro de perfil mientras ella miraba lo que a su vez estaba dibujando, con la cabeza inclinada hacia un lado y apoyada en una mano, conservando esa expresión soñadora y distante que solía tener.
A veces recuerdo los rasgos de ese dibujo con más detalle que los de ella misma. A veces creo que María es lo que recuerdo de ella.
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Sé que no lo es. No visité su casa ni conocí a su familia, no acompañé sus preocupaciones ni sus amores, nada supe de sus gustos ni de sus disgustos. Compartir cinco horas diarias de lunes a viernes durante ocho de cada doce meses a lo largo de cinco años no hizo que María dejara de ser, para mí, una desconocida.
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Tiene ojos anchos, de pestañas largas. Suele mantenerlos entrecerrados, como si quisiera esconder tras los párpados sus iris claros y relampagueantes. Su nariz es recta y fina, un poco alargada. Habla con una voz suave, levemente ronca y cantarina. En su dicción aún quedan ligeros rastros de un ceceo superado. Es delgada y un poco más alta que el promedio de las chicas de su edad. Su cabello abundante y abultado, rebelde como ella, le da mucho trabajo, y cada tanto unos mechones que cuelgan como resortes insisten en enmarcar su rostro. Prefiere caminar con la espalda mínimamente encorvada, con las manos presionando el fondo de los bolsillos de su guardapolvo, y casi arrastrando los pies con las puntas apenas hacia dentro.
A lo largo del lustro que compartimos, las mutaciones de su cuerpo púber no fueron muy marcadas. Las grandes curvas femeninas no eran lo suyo. Cuarenta y un años después, sigue igual. Y su manera de ser tampoco ha perdido nada de su natural y altiva timidez.
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Durante sus visitas, nunca me animo a hablarle. No sé la verdadera razón, aunque lo que me detiene no es, claro está, el temor de parecer loco o estúpido –un riesgo que ya corro por el mero hecho de confesar que recibo esas visitas.
Ahora que lo pienso, tal vez no le hablo por miedo a escuchar lo que ella podría llegar a responderme. Lo cierto es que prefiero que permanezcamos así, en silencio.
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Un año y medio antes del golpe militar del ’76, el flamante gobierno de la flamante viuda de Perón acuñó el ominoso eslogan El silencio es salud. Si bien comenzó siendo parte de una gran campaña para reducir la polución sonora en la ciudad de Buenos Aires, la mayoría de la gente pronto interpretó ese lema como una amenaza velada: Si querés sobrevivir, mejor no digas nada.
Desde fines de los ’60, la violencia política en el país (y en el mundo) era una moneda tan corriente que los adolescentes de entonces solíamos aceptarla como un aspecto más del paisaje usual de este rincón del universo, ya que, desde que teníamos memoria, esa violencia nos rodeaba como el aire que respirábamos. Por ello, éramos casi insensibles a los innumerables y cotidianos asesinatos, masacres, razzias y secuestros que llenaban las páginas de los periódicos. Resultaba entonces muy natural que no habláramos de tales cosas. En consecuencia, el mutismo sobre esos temas se instaló en la mayoría de nosotros sin forzamiento alguno. Si el silencio era salud, nosotros éramos espantosamente saludables.
Así, no es extraño que a partir de 1976 la trama de la historia de María haya ido tejiéndose con largos hilos de silencio.
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Ella no suele apuntar su mirada por encima de la línea del horizonte. No obstante, luego de leer lo que escribí sobre el silencio, me mira a los ojos y, al hacerlo, adquiere un aire que nunca antes vi en su rostro y que no sé cómo interpretar.
Martes 18 de julio de 2017
Llegué a pensar que María se había ido nuevamente, ya que no volví a verla en todo el domingo y tampoco durante buena parte del lunes, pero esta vez ella batió su propio récord y anoche reapareció, justo cuando yo estaba a punto de llegar a casa para celebrar mi cumpleaños.
Me mostró sus ojos desde muy corta distancia y de frente, como si estuviéramos cara a cara, pese a lo cual ella parecía mirar un punto en el infinito con una expresión que mezclaba, en partes iguales, hastío, resignación, horror, alivio y desesperanza. Aunque era la primera vez que ella se me presentaba de semejante manera, de inmediato pensé que ésa pudo haber sido la expresión de sus ojos un instante antes de morir. ¿Qué habrán visto en aquel momento esos hermosos e inolvidables ojos? Las respuestas que ahora se me ocurren, todas, me resultan aterradoras.
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Hoy se cumplen veintitrés años desde el día en que volaron la sede de la amia. Esa mañana desayuné, con una prima que había pasado a visitarme, en un bar de la avenida Santa Fe. Allí estábamos cuando, poco antes de las 10, sentimos cómo se sacudió la tierra. Nos quedamos pasmados preguntándonos qué habría pasado, hasta que al cabo de un tiempo interminable unos periodistas habitués del bar –como yo– se enteraron de lo ocurrido y nos lo contaron.
Nos contaron la verdad, pero algo permanece escondido aún. No conocemos los rostros de los autores intelectuales ni de los ejecutores de ese asesinato en masa. Nos faltan, a un tiempo, la identidad y la responsabilidad –es decir, el castigo.
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Dicen que Cicerón fue quien inauguró la tradición de traducir el término griego alétheia mediante el vocablo latino veritas, del cual mucho más tarde iba a surgir el sustantivo castellano “verdad”. Pero el término griego era sinónimo de “desnudamiento”, cuyo opuesto es “ocultación” y no “falsedad” –que es lo opuesto a “verdad”. Desde el punto de vista etimológico, develar la verdad sería entonces una especie de pleonasmo.
Pues bien, lo que aún nos duele en todos estos asesinatos –los cometidos por la Triple A, los acaecidos durante la dictadura cívico-militar y los producidos al volar la embajada de Israel y la sede de la amia, entre otros– no es el hecho de no conocer la verdad, ya que la conocemos en gran medida, sino constatar que ciertos rostros aún permanecen ocultos para nosotros. Por eso, quienes queremos desenmascararlos tenemos –al igual que Freud y Holmes– sed de alétheia, más que de veritas.
Los ojos de María me demuestran que, para avanzar en esa dirección, es necesario mirar atrás.
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Lo curioso es que ella solía caminar así, un poco como si bailara, y mirando, cada tanto, hacia el lugar de donde se alejaba.
Miércoles 19 de julio de 2017
¿María vino para quedarse? Sigue aquí, y su mirada muda me interroga. Más bien, me interpela. No me empuja a investigar su desaparición –alguna vez lo hice–, sino a romper un silencio: el mío.
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¿Cuáles son los ideales de María? De izquierda, sin duda, pero sigo sin captarlos bien. En el colegio nunca discutió esas cuestiones conmigo, y lo que después averigüé fue muy genérico y poco sustancial.
En ese entonces, la mayoría de nosotros casi no hablaba de política. Por extraño que parezca, en medio de una época tan convulsionada teníamos escasa conciencia del mundo en que vivíamos, salvo honrosas excepciones.
María y Marisa eran dos de esas excepciones. Mucho tiempo después, décadas después del ’76, en algún lugar leí que militaban dentro de una agrupación estudiantil que, además de leer el Manifiesto Comunista, soñaba con Cuba, suspiraba por el Che y admiraba a Santucho. Alguien me dijo que la militancia de María consistía en repartir panfletos entre los pasajeros de una línea de colectivos, que esa tarea le insumía una o dos horas, de lunes a viernes, por la tarde, y que su hermana Leonora, un año menor que ella, hacía lo mismo. También me dieron a entender que Marisa tenía una mayor participación en ese grupo. Por él también pasaron otros compañeros que, sin embargo, no fueron secuestrados ni procurados siquiera por los desaparecedores.
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Hicimos el tradicional viaje de egresados al final de la temporada, cuando en Bariloche ya no quedaba nieve más que en las altas cumbres. Durante esa semana –que mi memoria identifica o confunde con la que incluyó la Noche de los Lápices– aprendí a tocar la guitarra, a patinar sobre hielo y a pasar varios días sin dormir. Algunos compañeros no viajaron con nosotros por diversos motivos. María y Marisa se quedaron en Buenos Aires. No les pregunté por qué. Sé que no fue por motivos económicos. Debieron de considerar que el clima del país no estaba para fiestas, aunque bien puede ser que simplemente no les interesara hacer esa experiencia porque, a sus ojos, nosotros éramos tontos e ingenuos, y ellas dos estaban, en cambio, más despiertas.
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Pasaron unas cuantas semanas desde el 23 de octubre de 1976 hasta el día en que terminamos el año lectivo y, con eso, el secundario. Durante esas semanas –fueron entre cuatro y seis– María no volvió a pisar el colegio, al igual que otras chicas y otros muchachos. Yo no pregunté por ella ni por Marisa ni por los demás. Peor aún, no tengo el registro de haber registrado que faltaban. No recuerdo que ningún compañero mío haya hablado acerca de su ausencia –al menos, no lo hicieron conmigo ni en grupo. Tampoco supe de ningún profesor o autoridad o preceptor que lo haya hecho. Ni siquiera el portero, que parecía conocernos a todos por nuestros nombres. Algo raro ocurrió. Más que raro, siniestro.
Yo podría ampararme en que, decepcionado por ciertas actitudes de mis compañeros, ya no hacía más que contando los días que faltaban para terminar las clases. No obstante, esta veritas nada tiene de alétheia. Sigue escondiendo lo principal.
Por otro lado, achacar lo ocurrido a la necesidad de cubrir el horror con un manto de silencio sería razonable y fácil, pero absolutamente falso.
Lo que aconteció fue algo mucho más radical. Durante esos treinta o cuarenta días, todo transcurrió como si la mayoría de nosotros hubiese omitido registrar la falta de María y de los demás ausentes.
Acaso la omisión con que termina La omisión de la familia Coleman, de Tolcachir, aluda a ese extraño fenómeno social. En mi opinión, la “desmentida” freudiana no basta para explicarlo.
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El efecto de tamaña ablación u omisión fue, por lo demás, muy marcado y duradero.
Once meses después de ese fatídico 23 de octubre, nos reunimos para celebrar el día del estudiante, ya como egresados, en una emblemática pizzería porteña. Al evento asistió la mayoría de los compañeros, no todos. Algunas de las ausencias llamaron nuestra atención y fueron tema de comentarios, bromas o conjeturas. La de María no. ¿Por qué? Tampoco se habló de ninguno de los otros secuestrados. Pero, en 1977, ¿quién de nosotros estaba al tanto de que los habían secuestrado?
Yo recuerdo haber naturalizado (en silencio) la ausencia de María poniéndola en serie con su total desinterés por asistir a nuestros bailes y por viajar a Bariloche con nosotros. No obstante, esta veritas nada tiene de alétheia, ya que omite tomar en cuenta la imposibilidad de incluir en esa serie su inasistencia durante el último mes de clases.
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La costumbre de reunirnos para esa fecha primaveral se mantuvo algunos años, hasta que el número de presentes se volvió ridícula e innegablemente exiguo. En ninguna de las reuniones a las que asistí se mencionó a María. Ni a Marisa. No teníamos por qué hablar de Leonora, o de Eduardo, o de Pablo, que no habían sido compañeros de nuestra misma división (aunque Eduardo solía pasar bastante tiempo con nosotros, sobre todo a la hora de jugar al fútbol, y también durante los recreos). ¿No es acaso extraño, sin embargo, que en esas reuniones tampoco aludiéramos a María ni a Marisa, dos chicas que, en la misma aula y día tras día, habían compartido con nosotros los cinco años del colegio secundario… excepto las últimas semanas?
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Lo sorprendente fue que, cuando comenzaron los históricos juicios contra las Juntas de gobierno que encabezaron la última dictadura, pareció como si alguien nos hubiera dado permiso para hablar, para registrar las ausencias, para querer saber. Fue un fenómeno social, masivo, que excedió las peculiaridades de cada uno de nosotros.
No recuerdo en qué momento –muy posterior a 1983, por cierto– supe que María y su hermana habían sido secuestradas en su propia casa, después de la medianoche y en la misma madrugada en que secuestraron a Eduardo y a Pablo. Pero la primera versión que me llegó, si bien reconocía el dato fundamental de la desaparición forzada –por acción de fuerzas represivas–, era bastante distinta: María, Leonora y Marisa (no los muchachos) habían salido del colegio al mediodía, como siempre lo hacíamos todos, y un grupo de tareas –que las esperaba, vestido de civil, en un Ford Falcon verde– las había apresado.
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La mención de Marisa pinta toques de sorpresa y nostalgia en el rostro silencioso de María, que mira la pantalla de mi notebook y luego me mira de reojo como si quisiera que yo diga algo más al respecto. Le daré el gusto.
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En 1991, gané una beca para realizar una investigación posdoctoral en Madrid. Como no tenía a quién dejar mis cosas en la Argentina ni dinero para afrontar los gastos de la mudanza, decidí vender lo poco que poseía, incluido un gran compañero de vida: mi piano. El comprador resultó ser un músico de mi edad, simpático, inteligente y de negros cabellos ensortijados. No sé cómo se dio la conversación, pero en cierto momento mencioné el Nacional de Vicente López, y él dijo que en Israel –donde por un tiempo vivió trabajando en un kibutz– conoció a una chica que había ido al mismo colegio. ¿Quién era? Marisa, mi compañera, la amiga de María. ¡¿Cómo?! Con una mezcla de regocijo y desconfianza, le dije que yo tenía entendido que Marisa, si bien no figuraba en la lista oficial de desaparecidos, había sido “chupada” el mismo día que María. Él me aseguró, en cambio, que Marisa había conseguido escapar del país.
No sé si en ese momento dijo lo que ahora diré, o mi imaginación lo agregó luego, pero el hecho es que, de ahí en más y por muchos años, para mí la historia pasó a ser que los “servicios” las emboscaron, que ellas salieron corriendo en direcciones divergentes, y que sólo Marisa logró huir saltando por los techos de las casas (tal vez por tener el cuerpo más pequeño). La verdadera historia de lo que, en la madrugada del sábado 23 de octubre, ocurrió con María, Leonora, Eduardo y Pablo, tuvo que esperar muchos años más para llegar a mis oídos.
(Saber que Marisa no había tenido el mismo destino que María mitigó, o más bien contrapesó, el dolor que me causaba desprenderme del viejo Chassaigne Frères.)
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El modo en que Marisa evitó ser secuestrada resultó ser menos romántico y épico que el pintado por el comprador del piano o por mi imaginación, y hasta hace poco tiempo permaneció velado para mí. La rectora del colegio alertó a sus padres (y a los de otros alumnos que ella notó en riesgo) tras el pedido de la lista de participantes en la toma de 1973. Marisa huyó de inmediato. María no.
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Hace rato ya que escribo a bordo del ómnibus que nos llevará hasta las sierras de Córdoba, donde mi familia y yo pasaremos parte de estas vacaciones de invierno.
No sé si prefiero que María me deje de una buena vez –lo cual me permitiría retomar la deliciosa lectura de La mujer justa, de Márai– o que se quede conmigo un tiempo más –y así convertir estas notas en otra cosa. Lo cierto es que, desde que volvió a presentarse, María absorbe gran parte de mi atención y de mi tiempo, y copa la totalidad de mi diario.
Jueves 20 de julio de 2017
Esta mañana, aún a bordo del ómnibus, encendí el celular y encontré decenas de mensajes con afectuosos saludos por el día del amigo. Ninguno provino de ex compañeros del colegio. Aunque quise a muchos de ellos, nunca logré entablar amistades. Llegué a sentirme más próximo de un par de muchachos –sobre todo, de Raúl (el Tano)–, pero ellos integraron el subgrupo que, acusándome de no ser buen compañero, a último momento quiso excluirme del viaje de egresados. Y de eso no se vuelve.
Movido menos por profundas añoranzas que por una curiosidad casi antropológica, treinta años después intenté juntar a todos, y así logré reunir unas dos terceras partes de los compañeros que éramos. Aunque en ese aniversario hablamos de la muerte de uno de nosotros, el inefable Chelo, acaecida cuatro años antes, lo que más me impactó fue reencontrarme con Marisa. La abracé y le conté, emocionado, la historia del piano y de su comprador –ella lo identificó, pese a que yo no recordaba su nombre–, pero no intercambiamos palabra alguna acerca de María. Apenas un silencio cargado de sobrentendidos.
Algunos de esos compañeros seguimos reuniéndonos varios años más, otros pasaron a interactuar sólo por medio de redes sociales, y yo al fin seguí el ejemplo de estos últimos. No hace mucho, harto de los chistes de mal gusto, abandoné el grupo de WhatsApp.
Tal vez en él, hoy, hayan intercambiado mensajes por el día del amigo. No lamento haberme excluido. Sentí cariño por varios compañeros y compañeras, e incluso lo conservo intacto en algunos casos. Pero nunca extrañé al grupo que –de hecho, al menos– en otro tiempo formamos. Es probable que además yo no perdone lo que como grupo hicimos con María. Mejor dicho, me parece imperdonable lo que no hicimos. ¿Cómo es posible que no nos hayamos movilizado por ella, que no hayamos hablado y colaborado con su familia, que no hayamos hecho una campaña para que su caso pasara a los medios? El temor no basta para explicarlo. ¿Cómo es posible que no hayamos hecho nada de nada?
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En verdad, yo debería hablar exclusivamente por mí mismo. Al fin y al cabo, mi lazo con la división fue lo bastante laxo como para que exista la posibilidad de que yo no me haya enterado de ciertas cosas que ocurrieron. De todos modos, me consta que, como grupo, no hicimos nada de lo que acabo de enumerar.
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Nunca extrañé a María. Extrañar es otra cosa. Ella no había sido amiga mía. Ni siquiera era una de las chicas con que más afinidad yo tuve, como Sandra (la Rusa) –que, no obstante, nunca me reveló el horror que vivía en su casa–, o Luisa –que murió tan joven en un accidente–, o Diana (la Peti) –con quien aún hoy puedo seguir hablando y cuyo cumpleaños nunca olvido. Sin embargo, hace décadas que siento su falta, y esa sensación es cada vez más intensa, como si le debiera algo. (Y quienes me conocen saben que me resulta insoportable deberle algo a alguien.)
Me gusta jugar con la idea de que este diario es un modo de saldar esa deuda, una suerte de cheque cancelatorio. Pero no lo creo en absoluto. Me basta mirar a María, como ahora lo hago, para reconocer que nunca dejaré de sentir que le fallé. Sé que jamás dejaré de pensar y de sentir que nosotros, el grupo formado por sus compañeros y compañeras del colegio, le fallamos.
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Cuando murió Perón, cursábamos el tercer año. Faltaba poco para el comienzo de las vacaciones de invierno. Si la memoria no me engaña, a media mañana de ese lunes nuboso llegó al colegio la noticia de que el líder justicialista agonizaba. Lo cierto es que, a la salida, fuimos a la casona de la calle Gaspar Campos donde estaba pasando sus últimos días. Quedaba a diez o doce cuadras. Llegamos minutos antes de que se informara oficialmente el fallecimiento.
Entre nosotros había muy pocos peronistas. (Había escasos simpatizantes de cualquier partido político, ya que ese mundo seguía pareciéndonos bastante ajeno.) Lo que nos movió a hacer esa peregrinación laica fue la curiosidad y una inconfesable inquietud por el futuro, un desasosiego que sólo se dejaba traducir por medio de chistes. Sin excepción, habíamos crecido caminando entre casas y edificios en cuyas paredes era raro no ver pintada una P sobre la abertura de una V (ésta, a veces, con una J a la izquierda y otra P a la derecha), un signo que leíamos como “Perón vuelve”, o “Viva Perón”, o simplemente “Perón” sobre la V de la victoria (la J y la otra P eran las siglas de “Juventud Peronista”); habíamos visto por televisión las imágenes de la masacre en que culminó la recepción organizada para homenajear a Perón en Ezeiza el día de su regreso al país tras casi dos décadas de exilio y proscripción; lo habíamos visto triunfar en las elecciones con la contundente fórmula Perón-Perón que sonaba como el estribillo de la marcha peronista o como el son de los infaltables bombos que la acompañan. Por eso, el 1º de julio de 1974, pese al escaso interés que teníamos por la política, muchos nos preguntábamos qué sería del país sin “el General”. Era como si nos hubiesen anunciado que estaba por esfumarse del mundo uno de los siete colores, pero aún no supiéramos cuál y no pudiéramos, por lo tanto, imaginar qué aspecto tendría todo de ahí en más.
Lo que siguió a la muerte de Perón fue el cuadro más espantoso que pueda pintarse: la Triple A, el operativo Independencia, el golpe del ’76, la madrugada del 23 de octubre de ese año, los centros clandestinos de detención, el desmantelamiento de la industria nacional, los asesinatos y fusilamientos (que las fuerzas del Estado disfrazaban de choques armados), el robo de Papel Prensa, los desaparecidos, el crecimiento exponencial de la deuda externa, los vuelos de la muerte, los cadáveres en las costas, el robo de bebés, la guerra de Malvinas… Teníamos razón al estar preocupados. Por más que parecíamos sobrevolar la existencia, no estábamos tan ajenos a este mundo.
María no vino con nosotros a la casa de la calle Gaspar Campos. Al menos, no recuerdo haberla visto. Pero, sin lugar a dudas, ella no debió de estar menos preocupada que nosotros. Estaba despierta.
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Tras la muerte de Perón, se dictó asueto por duelo nacional. Duró tres días. Ese asueto no nos alegró. Fue extraño, pues siempre nos gustaba faltar a clase.
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Cuando decidíamos hacerlo, solíamos ir a un café y jugar a la monedita: mojábamos el borde de un vaso para adherirle una servilleta de papel estirada, en el centro de la servilleta depositábamos una moneda, con la brasa de un cigarrillo quemábamos, por turno, parte de la servilleta, y quien hacía caer la moneda perdía el juego.
¿Acaso esto metaforizaba una preocupación por la caída de la nuestra moneda a causa de la inflación galopante? ¿Se habría animado Freud a incluir esto en su definición del inconsciente?
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El miércoles 24 de marzo de 1976 me desperté a las 6 de la mañana, como todos los días de clase desde hacía ya más de cuatro años. Estornudé, desayuné, me bañé, me puse el pantalón y la camisa, anudé mi corbata, abotoné mi blazer, tomé mi carpeta y salí de casa con mi hermana. El día empezaba a clarear. En la parada esperamos hasta que llegó un colectivo de la línea 71, celeste y blanco como la bandera nacional. El conductor, en vez de darme los boletos que le pedí, me avisó que había habido un golpe militar y que no habría clases. Como yo ya estaba acostumbrado a que los militares tomaran el poder (en la Argentina y en otros países), no di importancia a la novedad. Dormido aún, volví a casa con mi hermana, en silencio. Encendí la radio y pesqué el final de uno de esos “comunicados de la Junta Militar” que hoy, con sólo recordarlos, me ponen la piel de gallina, y que en ese momento no me causaron impacto alguno.
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No sé si María recibió la noticia sobre el golpe y escuchó los comunicados del gobierno de facto con la misma ataraxia que yo. ¿Habrá leído en ellos una amenaza potencial hacia su persona? No creo que sospechara lo que vendría a continuación y, menos aún, lo que le esperaba a ella. Sin embargo, puedo estar equivocado. Al fin y al cabo, en 1976 ella también llevaba un buitre en el pecho y por momentos su mirada adquiría un tinte escalofriantemente sombrío.
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María no participaba de los bailes que, cada tanto, organizábamos en casa de alguno de nosotros, sobre todo en el quincho del Tano o en el galpón de Juan Carlos. Estoy seguro de que nunca tuve ocasión de bailar con ella, pese a que siempre fui de bailar mucho.
Tampoco recuerdo haberla visto besar a un novio o partenaire ocasional. Me han dicho que, cuando la secuestraron, ella estaba en pareja con un tal Pablo, y que, por la mera coincidencia de nombres, otro Pablo fue secuestrado la misma madrugada que María, Leonora y Eduardo. ¿Pueden sus captores no haber notado tal error de persona (si existió)? No descarto esa posibilidad.
Según otra versión exactamente inversa, el novio de María era el Pablo que fue secuestrado, si bien el Pablo que los captores habían querido secuestrar no era ése, sino el Pablo que estaba en pareja con Leonora.
Una tercera versión sugiere que los secuestradores querían a los dos Pablos (es decir, a los novios de las dos hermanas Z) y sólo pudieron atrapar a uno.
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Cuando alquilé mi primer departamento y me mudé a él, dejé en lo de mi abuela dos cajones de madera. En uno guardaba recuerdos, dibujos, fotos y otras cosas que consideraba de valor. En el otro había clavos, tornillos, cables y un par de herramientas. Tiempo después, cuando la casa de mi abuela se vendió y hubo que vaciarla, un tío me preguntó por teléfono qué quería yo hacer con esos cajones casi olvidados. Tirá el que tiene porquerías y llevate el otro –le dije–, yo pasaré a buscarlo por tu casa. Días más tarde lo hice, y descubrí que él había conservado el cajón de las herramientas y había tirado el de los recuerdos. La ambigüedad del término porquerías definió el destino de mis recuerdos, incluido el retrato a lápiz que yo había hecho de María.
La misma ambigüedad del nombre definió el funesto destino de un Pablo y la milagrosa salvación de otro Pablo (que tal vez se pregunte: ¿Sobre qué muerto estoy yo vivo?).
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En esta zona de las sierras, al caer la tarde se levanta una brisa helada. Hago una pausa para encender el hogar y la salamandra. Cuando vuelvo a escribir, mis dedos están entumecidos.
Durante el invierno, a María le gustaba usar las mangas del pulóver como si fueran guantes. Pero, si mal no recuerdo, no usaba guantes. Tal vez por su costumbre de comerse las uñas.
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Hace cinco minutos, se cumplió una semana exacta desde que comenzó esta atípica visita de María.
Nunca se me ocurrió preguntar a mis ex compañeros si también recibían sus visitas. Creo que María habrá tenido ganas de no volver a ver a unos cuantos de ellos, pero no me extrañaría que cada tanto visitara a Marisa, por ejemplo. Lo que no sé y me intriga es por qué me visita a mí, ya que nuestra relación nada tuvo de especial –ni bueno ni malo. Tampoco sé por qué esta vez se queda tanto tiempo conmigo.
Por suerte, en este momento mi mujer lee y mi hijo escribe. Aparte del cliclic de los dos teclados de computadora, los sonidos más intensos son ahora los chisporroteos del hogar y de la salamandra, el silbido del viento entre los pinos, y el murmullo del arroyo que corre al pie de la colina donde se yergue la cabaña que alquilamos. Es un ambiente ideal para escribir.
María me dedica una sonrisa de Gioconda y, de pronto, se desvanece en el aire como una voluta de humo.
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Enseguida regresa, luciendo su habitual guardapolvo y unos jeans con el ruedo hacia fuera sin costura; se sienta en un sillón junto al hogar, de frente a mí, apoyada en el respaldo, con la columna relajada. No me mira. Alisa contra los muslos el ruedo del guardapolvo y, mientras cruza los brazos, pliega un poco las rodillas dirigiéndolas hacia la derecha, al igual que sus pies, de modo tal que sus piernas parecen formar una Z estilizada.
Esta imagen suya me recuerda las fotos grupales que, una vez por año, nos tomaban en el colegio.
Un día, por lo general durante el otoño, un fotógrafo pasaba por cada aula para retratarnos, de a uno o por pares, sentados en nuestros bancos. Luego nos llevaban al salón de actos o al patio principal y nos fotografiaban a todos reunidos. En esas fotos del conjunto había, por lo general, una primera hilera de chicas sentadas, otra de chicas paradas, y dos filas de varones de pie dispuestos en distintos escalones. Si mal no recuerdo, en una de las cinco fotografías grupales que compartí con María –tal vez la última–, ella está sentada en la primera fila con la misma pose que ahora adopta aquí, en el sillón de la cabaña, con sus piernas formando una fina y alargada Z, la inicial de su apellido.
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En quinto año, nuestra aula tenía cuatro filas de seis pares de bancos cada una. Yo estaba sentado hacia el medio de la fila de la derecha. María, en la de la izquierda, probablemente junto a Marisa, a la misma altura que yo, pero contra los ventanales que daban a la calle Agustín Álvarez.
Cuando María y Marisa dejaron de venir al colegio, las chicas que se sentaban en sus proximidades debieron de haber sido quienes más notaron las cotidianas ausencias de estas compañeras. ¿Por qué no hablaban de ello? ¿Qué pensaban al respecto? ¿Qué les pasaba? A lo mejor sí charlaban al respecto, pero entre ellas, sin compartir sus preocupaciones con todo el grupo. ¿Qué nos pasaba?
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Registrar la falta de registro: es lo que hago una y otra vez desde que María me acompaña.
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¿Y los docentes? Algunos eran muy progres, nada acartonados, y hablaban de cualquier asunto sin tapujos. ¿Ellos tampoco tocaban el tema? ¿No preguntaban por los ausentes? ¿Por qué? ¿Qué les pasaba? Había que cerrar las notas y los promedios. ¡Ellos no podían dejar de registrar las faltas! Y los preceptores, que todos los días pasaban lista, ¿no reparaban en las interminables series de inasistencias? Además, tenían que entregarnos los boletines de calificaciones. ¡Ellos no podían dejar de registrar las faltas! ¿Qué les pasaba?
Detesto plantear preguntas que no sé cómo responder, pero en este caso no me queda otra opción que plantearlas o reventar, y ya estoy a punto de reventar.
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María me observa con expresión seria, la cara un poco inclinada hacia abajo, los ojos mirando directamente hacia mí, los dientes apretados. Si mañana sigue aquí…
Viernes 21 de julio de 2017
Me despierto de madrugada y la veo de pie junto a mi cama, en la oscuridad, con los ojos bien pintados y un gesto de ansiedad o de impaciencia. Enciendo la luz del velador, tomo la notebook, regreso a mi cama y me dispongo a escribir.
A mi lado duerme mi mujer. En la otra habitación duerme mi hijo, que pronto cumplirá 18 años.
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Cuando se llevaron a las hermanas Z, María tenía 18, Leonora 17 y yo 16 (porque estaba adelantado). Ellas tenían un hermano mucho menor, al que no conocí. Yo tengo dos hermanas; una, un año menor; la otra es mucho más chica.
¿Para qué me pongo a pensar en estos paralelos entre María y yo? ¿Pretendo así ponerme en el lugar de ella?
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El 23 de octubre de 1976, poco antes de la 1 de la madrugada, un gran número de hombres fuertemente armados se presentó en la casa de la familia Z. Dijeron pertenecer a la Policía Federal, si bien estaban sin uniforme.
Yo preferiría no volver a pensar en lo que habrá vivido esa familia durante el tiempo que duró esa pesadilla, pero no puedo evitarlo. Imagino el sobresalto de los padres al levantarse y abrir la puerta; su desconcierto y su terror al enterarse de que venían por sus hijas; la perplejidad de éstas al ser despertadas en medio de la noche por hombres que les apuntaban con armas cortas y largas mientras otros las maniataban y las encapuchaban; la impotencia del hermano que, además de no poder evitar que maltrataran a las chicas, veía cómo uno de esos hombres, entre risas y sin disimulo, le robaba su pequeño microscopio y su alcancía de plástico. Cuando terminó el allanamiento, con la casa revuelta por la vana búsqueda de armas o material comprometedor, ¿cómo pudieron seguir viviendo esos padres y ese pibe? ¿Cómo pudieron algún día volver a dormir, por ejemplo, después de ver que esas dos niñas, violentamente arrancadas de la cama y del hogar, eran arrojadas a un mundo desolador, amenazante y cruel, sin amparo ni recursos, por un tiempo indeterminado?
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Una lágrima rueda por la mejilla de María, arrastrando el rímel de uno de sus ojos. Ella se la seca con el dorso de una mano y me da la espalda, creyendo que no la he visto.
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Anoche, poco antes de acostarme a dormir, le conté a mi hijo las preguntas que yo estaba formulándome acerca del silencio y de la falta de registro que enmarcaron la desaparición de María. Palabras más, palabras menos, él me respondió que tal vez uno de los resultados más eficaces del terrorismo de Estado haya sido ése: aniquilar la sensibilidad y la capacidad de reacción de la gente. Agregó que eso hacía aún más valioso el hecho de que en esa misma época haya habido personas que, a diferencia de mí y de la mayoría de nosotros, se movilizaba, luchaba y denunciaba las atrocidades que estaban cometiéndose bajo el camuflaje de una guerra antisubversiva. Él tiene razón.
No creo que esas personas hayan estado irrigadas por un coraje especial. Tampoco creo que la inacción de los demás (yo incluido) se haya debido a una forma de cobardía. La diferencia entre los unos y los otros, a mi entender, simplemente consistió en que, quien sabe que han secuestrado a su hijo, a su hermano o a su pareja, ya no puede cerrar los ojos sobre lo que ocurre. El resto es consecuencia lógica.
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Dos veces me apuntaron con un arma. Ambas durante la dictadura. Una fue en 1979. La otra, en 1981. Nunca sentí miedo, si bien era consciente de que un simple clic bastaría para que me mataran.
La primera vez, yo bajaba del tren, para ir a la Facultad de Ciencias Exactas, cuando encontré la estación cercada por dos docenas de militares armados que exigían la documentación de los pasajeros antes de dejarlos salir. Ese día, no sé cómo, yo había olvidado llevar mi cédula de identidad, cosa que en esa época constituía un delito grave. El muchacho que me interceptó debía de tener la misma edad que yo. Me apuntó con un fusil nervioso e insistió en que revisara mis cosas hasta encontrar mi documento. Intuí que él quería hacer cualquier cosa menos verse obligado a detenerme. Entonces, extraje de mi morral la libreta universitaria, se la mostré, él la miró por encima, y me dejó pasar, casi tan aliviado como yo.
La segunda vez, volvía de una cena con dos amigos, en taxi, al filo del toque de queda. Por ese motivo, los tres íbamos a pasar la noche en casa de uno de ellos. Cuando sólo faltaba media cuadra para llegar, de las cuatro esquinas salieron diez o doce policías emboscados que a punta de pistolas y fusiles detuvieron el taxi, nos hicieron bajar, nos palparon en busca de armas y nos metieron en diversos patrulleros. Con los fusiles contra nuestras costillas, nos llevaron a una comisaría, nos quitaron la documentación y, tal vez por haber cometido el delito de portar barba y cabello largo, nos metieron en un calabozo que durante tres días compartimos con borrachos, ladrones, asesinos y el chofer del taxi, sin que nadie nos diera explicaciones.
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María me observa con el ceño fruncido. Sin aire de reproche, parece preguntar qué tiene esto que ver con ella. No lo sé, respondo mentalmente.
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Por varios años tuvimos como compañeros a dos hermanos, Deborah y Francis. Él estuvo con nosotros desde el comienzo. Ella llegó un año después. Él era un petiso divertido y canchero, famoso por el hedor de sus pedos matinales. Ella era una rubia sensual y pícara, capaz de usar una de las polleras más cortas del colegio. Mayor que nosotros, había repetido segundo año y así pasó a nuestra división, donde los dos estuvieron hasta cuarto. No cursaron quinto con nosotros.
Eran hijos de un marino que pasaba poco tiempo en su casa y que quizá no careció de relación con ese ex rector del colegio –marino también– que había sido despojado del cargo luego de la toma que hicimos en 1973. Lo cierto es que mucho más adelante supe que el padre de estos simpáticos hermanos, de estos dos compañeros nuestros, había tenido una sobresaliente trayectoria al servicio del aparato represivo ilegal implantado por el Estado bajo la dictadura, y nada menos que como uno de los principales colaboradores del siniestro marino Alfredo Astiz, el Ángel de la Muerte.
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El padre de Deborah y Francis también pudo haber servido de puente para la venganza del ex rector del colegio (si ella existió y fue la causa de lo ocurrido el 23 de octubre). ¿Será que él tuvo responsabilidad en el secuestro y la posterior desaparición de María, ex compañera de sus hijos y vecina del mismo barrio?
En tal caso, semejante entramado de cosas bien podría haber inspirado a Borges un capítulo extra de su Historia universal de la infamia. Este paternal marino, émulo del atroz redentor Lazarus Morell y especialista en hacerse transferir los bienes de sus torturados a cambio de una liberación que resultaba no ser otra que la de la muerte, tendría bien merecido su lugar en ese libro.
Sábado 22 de julio de 2017
Supe que Deborah se cambió el apellido conservando su inicial, y que se dedicó a la actuación. Junto a su hermano se dedicó al rebirthing, y murió poco tiempo atrás. De Francis casi no tuve noticias.
El padre de ambos, al igual que su mediático y angelical cómplice, saltó al estrellato mundial cuando se reveló que había sido parte del ominoso grupo de tareas que, un par de meses después del secuestro casi simultáneo de María y otros alumnos del Nacional de Vicente López, había secuestrado a otra persona equivocada, la bella adolescente sueca Dagmar Hagelin, también de 17 años. Al confundirla con María Antonia Berger, erradamente la hirieron de bala por la espalda y la secuestraron, pero, una vez trasladada al centro clandestino de detención montado en la Escuela de Mecánica de la Armada, la retuvieron a pesar de ya saber que estaba allí por una metida de pata de ellos, y la hicieron desaparecer a sabiendas de que “el error fue porque la suequita se parece a la Berger”. (Fragmento del inolvidable diálogo –que alguna vez leí en un sitio web– entre Astiz y el padre de Francis y Deborah.)
Los valientes, sagaces y patrióticos servicios de inteligencia de la Marina de entonces –que, en el caso de ese grupo de tareas, eran liderados por Jorge (el Tigre) Acosta– parecían no considerar siquiera la posibilidad de rectificar el error de persona que habían cometido con la pequeña Dagmar. Prefirieron alimentar un escándalo diplomático multinacional que dejó al país en una posición bochornosa ante los ojos del mundo, antes que dar la cara. (Por eso, no me parece improbable que algo similar haya ocurrido con uno de los dos Pablos.)
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María mira hacia un costado, pensativa, y echa hacia la espalda una punta de su larga bufanda. Es un gesto muy habitual en ella.
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Dagmar era apenas más joven que Deborah, era rubia como Deborah y casi tan bonita como Deborah. Dagmar tenía ojos claros como los de Deborah y mantenía, con la subversión apátrida, tanto lazo como Deborah –un lazo nulo en ambos casos. En el campo de concentración de la esma, el padre de Deborah veía cotidianamente a Dagmar, que tan parecida a su hija era; sin duda, allí presenció las vejaciones que le infligían, y no es imposible que haya incluso participado en la decisión de matarla para cubrir el estúpido error que habían cometido con ella.
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Hablo al respecto con mi mujer, que me hace notar que es absolutamente inútil preguntarse qué habrá sentido en tales circunstancias un hombre de esa calaña. Ella tiene razón.
No obstante, me pregunto qué habrá sentido Francis, mi ex compañero, que llevaba el nombre y apellido de su padre, al saber lo que éste había hecho. ¿Y Deborah? Para su carrera profesional, ella decidió cambiar su apellido. Los dos hermanos quisieron ser “renacedores”. En fin…
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Por otro lado, me pregunto qué habrá sentido María Antonia Berger al conocer la suerte de Dagmar. ¿Quién se murió por mí en la ergástula, quién recibió la bala mía, la para mí, en su corazón?
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María –la otra, la mía, la lejana, la de las piernas ligeramente en Z– me observa con una expresión seria que me estremece. Es la primera vez que su visita se prolonga por un lapso de diez días. Es también la primera vez que ella y su historia me angustian.
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Como suele ocurrir tras una sesión de análisis, retroactivamente vislumbro que, si ayer recordé las dos ocasiones en que me apuntaron con armas, fue porque en ambas habrían podido “chuparme” y “desaparecerme” como lo hicieron con María, Leonora, Pablo, Eduardo, Dagmar y tanta gente de mi edad. Yo estaría en esta lista –ya no escrita por mí, sino por otro.
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Tiempo atrás leí, como parte del relato de algún sobreviviente de un centro clandestino de detención, que muchos de los secuestrados, cuando tenían la oportunidad de bañarse, solían sentir que estaban transitando una aventura que podrían contar a sus nietos.
Imagino que unos cuantos, a partir de cierto momento, habrán pasado a tener la certeza de que, por el contrario, ya no volverían a disponer de su cuerpo ni de su vida.
No sé lo que ocurrió con María. No sabemos cómo fueron las cosas para ella. No creo que jamás lo sepamos.
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Hay una atmósfera de paz. Levanto la vista de la notebook, miro a mi alrededor y veo a mi familia, veo las sierras erizadas de pinos, y veo varias parejas de cóndores que con absoluta parsimonia vuelan girando en círculos sobre nuestras cabezas.
María se ha ido.
El fuerte rumor del arroyo es una de las formas del silencio, de ese silencio que siempre envolvió a su historia.
Domingo 23 de julio de 2017
María no volvió a presentarse esta mañana. Intuyo que ayer dio por terminada su visita, al menos por esta vez. Puedo entonces concluir este largo segmento de mi diario. No con un punto final –aberración jurídica si las hubo–, sino con unos puntos suspensivos.
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Cuando se quiere caracterizar brevemente la época en que determinada persona vivió, la convención usual dicta que entre paréntesis se coloquen dos fechas separadas por un guion: la primera fecha es la del nacimiento y la segunda es la de la muerte. En el caso de los desaparecidos, conocemos la primera y no la segunda. Ahora bien, esta circunstancia especial difiere de la correspondiente a los casos en que el dato histórico es suplantado por una mera conjetura o en que ese dato falta por completo, es decir, aquellos casos en que la segunda fecha es enmarcada por signos de interrogación o sustituida por éstos. La diferencia tiene dos aspectos. Por un lado, lo que ocurrió con los desaparecidos (después de que desaparecieron) tal vez no deba considerarse como parte de su vida, ya que ésta pasó a no pertenecerles, dejó de ser su vida. Por otro lado, en rigor de verdad no cabe afirmar que la segunda fecha no se sabe, pues hay personas que la saben… y aún la esconden.
¿Entonces? Creo que en referencia a María sería conveniente escribir (1958-1976…). Así utilizados, esos puntos suspensivos, además de simbolizar el horror y de marcar su sitio histórico, tendrían la función de recordarnos que nos falta el cuerpo, que nos falta el entierro, que nos faltan la tumba y la lápida, que nos falta el duelo, que nos falta un capítulo de la historia, y que nos falta la fecha porque algunos siguen ocultándonosla.
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Recuerdo la foto grupal de los estudiantes de 5º 1ª del Colegio Nacional de Vicente López, tomada en el otoño de 1976. La imagino en blanco y negro, o en sepia, pero digitalizada y ocupando el monitor de mi computadora. Mediante algún programa, recorto y elimino de ella la figura de María –con las piernas tal vez plegadas en Z. Queda un hueco que remplazo por un relleno liso y uniforme. Mejor aún, dejo allí un espacio en blanco.
Si alguna vez doy a estas líneas la forma y presentación de un libro, la imagen de su tapa debería parecerse a lo que mi imaginación acaba de dictarme.
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Vuelvo a jugar con la idea de que, si publico este fragmento de mi diario, saldaré mi deuda con María. (Sólo si lo publico, ya que para romper el silencio no basta con pensar las palabras: es necesario entregarlas a otro.) Me gustaría creer que la saldaré, pero no lo consigo.
Pese a ello, algo ya se calmó en mí.
El buitre y el Borda, el juego de la monedita, el padre de Francis y Deborah, y lo que omitimos hacer durante el último mes de la secundaria: nada de eso estaba disponible antes. Ahora sí. Lacan tenía razón.
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Buscaré la foto de 5º 1ª entre mis recuerdos. Si no la encuentro, tal vez se haya perdido con el cajón de las porquerías. En ese caso, pediré a algún ex compañero que me preste la suya o que me la envíe escaneada.
Seguramente Diana (la Peti) tendrá una copia. Como es muy ordenada y generosa, no tendrá dificultades para encontrarla y enviármela. A mi regreso la llamaré.
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¿Qué importancia tiene esa fotografía? Es que, si en algún conjunto de pares faltó María desde aquel 23 de octubre de 1976 hasta hoy, si en algún conjunto de pares dejó un agujero, un hueco, un vacío, un blanco, ese conjunto no fue una célula subversiva ni un movimiento guerrillero, sino el formado por nosotros, sus compañeros y compañeras del colegio secundario. Y esa vieja foto, en la que por siempre estaremos inmóviles y mudos, mostrará, con la mayor exactitud y justicia, en qué conjunto faltó, aunque en su momento nosotros mismos, los retratados en ella, no lo hayamos registrado (y, por lo tanto, no hayamos actuado como habríamos debido hacerlo).
¡Pero es imposible que no lo hayamos registrado! ¡Nosotros no podíamos dejar de registrar su falta! En ese caso, aquella foto más bien revelará, con la mayor exactitud y justicia, cuál fue el conjunto que le faltó, es decir, quiénes fuimos los que, inmóviles y mudos, le fallamos a María Z…