Literatura y psicoánalisis
UNA ÉTICA DEL FRACASO
Diego Alejandro Echecury
«Yo he vivido las aventuras de la poesía, que siempre son aventuras a vida o muerte…»1
Auxilio Lacouture
«Se habla de joder —verbo, en inglés to fuck— y se dice que la cosa no anda»2
Jaques Lacan
Introito
Llegamos demasiado tarde al mundo para tener la primera palabra, y probablemente demasiado temprano para tener la última, por lo que no hay enunciado que no sea una respuesta y que no obtenga a su vez una respuesta, así sea el silencio. De lo contrario, cabe la sospecha de que no estamos hablando en absoluto. Y no por omitir uno de los términos de la interlocución se sufrirán menos sus efectos. A lo sumo se estará más indefenso ante ellos. Si es preciso recordarlo es porque nuestro amor al sabio encerrado en la soledad de su biblioteca suele elidir el carácter de interlocución del cuerpo teórico psicoanalítico, pero también porque una de las consecuencias de esta política del monólogo es obturar la lectura del cruce entre el psicoanálisis y la literatura.
El psicoanálisis nos enseñó que el verdadero órgano del habla no está en el aparato bucofonatorio sino en las orejas de los otros, motivo suficiente para que la mayoría de nosotros se pase la vida en el más perfecto silencio. Y el tema psicoanálisis y literatura es, estrictamente, un asunto de orejas, pues su pregunta no se dirige al psicoanálisis ni a la literatura, sino a lo que la literatura dice cuando habla por las orejas del psicoanálisis.
Bosquejo hidrográfico
Relación, no relación, discusión, exclusión, afinidad, hiancia, nada, todos los términos tienen algo de cierto a la vez que ninguno resulta enteramente satisfactorio. Puedo asegurar haberme esforzado en hallar un modo de designar ese entre literatura y psicoanálisis que no nos deje en la estacada. La inutilidad de ese esfuerzo, me parece, ya nos dice algo. Sin embargo, sería decepcionante que no pudiera decirse algo más.
En efecto, hay ríos de tinta escritos sobre el tema, y en gran medida han sido escritos por psicoanalistas, lo que de antemano no demuestra nada, excepto que muchos analistas se interesan también en la literatura. Freud fue uno de ellos y, evidentemente, no uno más. No es preciso hacer un inventario de esos ríos, pero sí saber que están ahí, pulsando en las sombras las cuerdas vocales de quien se aventure a tomar la palabra, y que cada una de esas lecturas, lejos de ser inocua, da cuenta de una posición en y en relación al psicoanálisis que no es sin consecuencias.
El saber
Para empezar conviene preguntarnos de qué saber se trata en la literatura. Bastaría un rápido vistazo a las contratapas de las obras literarias para hallar toda clase de apelaciones a la visión o a la lectura de tal o cual escritor sobre la sociedad de su tiempo, el mundo, la guerra, el capitalismo, la explotación, el amor, etc., o incluso a su teoría, más o menos intuitiva, más o menos sistematizada como tal, sobre el Hombre o la Sociedad o la Política o incluso la Literatura (con las mayúsculas del caso).
No obstante, no es ésa la vía por la Freud aborda la literatura. O la vía por la que la literatura se impone a Freud. Es sugestivo que en Dostoievski y el parricidio (1927 [1928]), dedicado a Dostoievski, un novelista a menudo elogiado precisamente por su penetración psicológica, por su capacidad de sondear las profundidades del alma humana, lo que menos le interesa a Freud de Dostoievski es su sabiduría. Éste aparece allí exclusivamente a título de neurótico, o sea de alguien que dice más y menos de lo que dice y en quien el único saber que cuenta es el que se dice a pesar de él. Esta orientación de la lectura freudiana de Dostoievski es un gesto, según presumo, nada inocente. Freud sabía lo que hacía al abordar al sabio en los agujeros de su sabiduría. Y si no lo sabía da igual, puesto que lo hizo.
En cierto sentido es un texto menor en la obra freudiana. Pero quizás no carezca de valor si uno atiende no tanto a lo que Freud dice como al hecho de lo que diga. No nos interesa la exactitud de lo que dice sobre Dostoievski; nos interesa que lo dice. Nos interesa, en definitiva, que Dostoievski y el parricidio pone en evidencia que el éxito de Dostoievski fue su fracaso, que la potencia de su literatura no procede de lo que quiso decir, sino de haber dicho más y menos de lo que quería.
Leer la sabiduría de Dostoievski, atender a su saber sabido en lugar de a sus restos, sería, por el contrario, suscribir los ideales de la psicología. Por eso es llamativo que nos empeñemos en invocar la sabiduría de los escritores, cuando para Freud el saber más valioso que pueden aportar al psicoanálisis, no el único pero sí el que cuenta, es el que se manifiesta en los desfallecimientos de su sabiduría. Lo que no significa que los escritores no tengan sus teorías, sino que no es por eso que son escritores. Al contrario, lo son a pesar de ellas, a pesar de lo que saben acerca de su saber.
Escribe Octave Manonni en La otra escena: «Los escritores necesitan por lo general teorías personales —originales o muy vulgares, no interesa— para ocultarse, se diría, la realidad de lo que hacen. Dante no puede, sin llamar en su auxilio a toda la teología y a toda la metafísica medievales, intentar explicarnos algo que de ninguna manera niega, a saber, que, en él, el deseo de escribir necesita del sostén de otro deseo cuya verdadera economía no conoce (ni conocemos nosotros) pero sabe (y sabemos nosotros) con qué (falso) nombre designarlo: Beatrice.»3
(Las cursivas son mías.)
Desde luego, que uno sepa o no lo que dice depende de cómo se lo escuche. Por ese motivo, como ya he dicho, la pregunta por el saber literario es una pregunta que no atañe tanto a la literatura como a las orejas del psicoanálisis. Que uno hable por las orejas de los otros significa eso. Y el psicoanálisis instituye a la literatura como una producción discursiva que no sabe lo que dice. Eso es, para nosotros, entre muchas otras cosas, la literatura.
«Se habla de follar y se dice que la cosa no anda»4
Alain Robbe-Grillet5 afirma que, hasta el siglo XX y la caducidad de lo que él llama los mitos de la profundidad, la novela en general y en particular la novela burguesa, balzaciana, más allá de algunas aventuras individuales que no hicieron escuela, tuvo por objetivo bucear en las profundidades de la naturaleza, incluida la naturaleza humana, a fin de sacar sus misterios a la superficie. La literatura, en una palabra, era un estudio de la naturaleza. Sin embargo, si Freud pudo extraer algo de esa literatura prefreudiana, no fue lo que dijo, sino precisamente su fracaso. Al contrario de la teoría que anda, la literatura es el derrotero de sus propios fracasos. Por eso, solamente porque fracasaron, los escritores pudieron participar del descubrimiento freudiano. Porque allí donde se propusieron hablar del Hombre, con mayúscula, no hicieron más que dar testimonio de lo que en el hombre no anda.
«Fracasa de nuevo. Fracasa mejor»6, reza la celebérrima frase de Samuel Beckett, que es también una buena aproximación a lo que llamaré la ética del fracaso. El escritor es esencialmente alguien que fracasa. Y un buen escritor es alguien que fracasa bien. ¿En qué consiste la ética del fracaso? Al menos parcial y provisoriamente, en lo que se desprende de la cita de Manonni sobre Dante: en ponerse en manos de ese otro deseo que sostiene al deseo de escribir y cuya economía se desconoce.
Las interlocuciones del psicoanálisis y su síntoma
Entonces, una pregunta clave que puede hacerse a propósito de una producción discursiva, por ejemplo la literatura, es si su valor reside para nosotros en su saber sobre el hombre, el sujeto, el deseo, el inconsciente, etc., o en su relación con el hecho de que ese saber no anda.
Por ese motivo la literatura no hace serie con las ¿demás? interlocuciones del psicoanálisis. Pero no basta con eso. No sólo no hace serie: es lo que cae de la serie, está allí para recordarnos que la serie no anda, que siempre queda algo en más y en menos que los demás discursos eliden. Si la literatura tiene un lugar para el psicoanálisis, es ése: en la serie de las interlocuciones del psicoanálisis, la relación psicoanálisis-literatura es el síntoma. Pues el síntoma es muchas cosas, pero una de ellas es ésa: aquello que da cuenta de que se habla de coger y de que la cosa no anda.
El saber de la neurosis
En lugar del saber del sabio, entonces, lo que Freud encuentra en la literatura es el saber de la neurosis. Y la neurosis es un mal sabio, un sabio chapucero, un sabio taimado. Pero también un sabio paradójico, porque sabe en la medida de lo que no sabe. Más exactamente: sabe gracias a que no sabe, por haber sido lanzado a la ventura de sus elucubraciones de saber a causa de un punto ciego en el que el saber no tiene lugar. Qué otra cosa es el saber sino eso: un delirio destinado a suturar ese punto ciego que es tanto de falta de saber como su condición. Lo mismo, con sus matices, puede decirse de la literatura.
Desde luego, el uso del término neurosis no es aquí nosológico, sino el que se desprende de la definición que, en el seminario XI, Lacan da del inconsciente como lo que «nos muestra la hiancia donde la neurosis empalma con lo real»7. En otras palabras, no se opone a la psicosis y a la perversión sino al reino de lo que anda, puesto que la literatura testimonia que a fin de cuentas, por más vueltas que se le dé, la cosa no anda. Y lo que no anda es ese empalme. Lo que no anda es la vocación cicatricial del saber, esa especie de callo parlanchín que siempre se queda sin hilo en las proximidades del empalme. Lo que no anda es que el único modo de empalme del que somos capaces es una hiancia, de la que las formaciones del inconsciente vienen a ser su manifestación. Pues lo que Lacan llama hiancia entre la neurosis y lo real significa que la causa del saber es heterogénea al saber. Y ésa es la razón por la cual el saber no anda, pero también la razón por la cual el saber existe.
Pues bien, es a ese lugar adonde acude, entre otras cosas, la literatura. Puesto que la literatura, ante todo, porta un saber.
Los escritores, precursores de Freud
La tesis de que los escritores se anticiparon a Freud goza de cierto éxito en los círculos analíticos y literarios. El propio Freud la abona en ocasiones. Harold Bloom escribe: «Shakespeare es el inventor del psicoanálisis, Freud, su codificador»8
. Y también: «Shakespeare influye a Freud del modo en que Emerson influye a Whitman; estamos hablando del precursor original…»9
No obstante, si el saber de la literatura es el saber de la neurosis, se desprende que los escritores no pudieron anticiparse a Freud más de lo que se anticiparon los neuróticos. Y lo que Freud inventó no es la neurosis sino el analista. Sin embargo, la idea de una supuesta anticipación de los escritores a Freud no carece de interés para nosotros, puesto que denota una lectura de la teoría analítica que la homologa con las teorías de la neurosis.
Precisemos: no es que sea incorrecto aducir no sé qué anticipación de la literatura al psicoanálisis, pero hay que decir qué se dice con eso. Y lo que se dice es simplemente que mostraron con más nitidez lo que la neurosis mostraba sólo oscuramente. Eso es todo. Fuera de eso, el escritor no sabe nada del Hombre ni del Mundo que no sea lo mismo que sabía Anna O., quien si aun sin saber que lo sabía pudo decir algo es porque su órgano fonatorio fueron las orejas, no de Breuer, o no sólo de Breuer, sino de Freud.
En todo caso, lo que Anna O. no sabía era escribir Los hermanos Karamasov. Es por ello que emparentar el saber de la literatura al de la neurosis no equivale, ni mucho menos, a identificar literatura y neurosis.
El escritor y la fantasía
La pregunta que conviene hacer, por lo tanto, no es qué tienen para decirnos la literatura u otras producciones discursivas, sino una pregunta que los analistas conocemos bien: ¿Quién habla? o, como dice preferir Lacan, ¿Desde dónde eso habla? Y puesto que una pregunta es ante todo una afirmación, en este caso «¿Quién habla?» significa «No habla quien parece». En suma, «Eso habla» o, más exactamente, «Eso balbucea».
Esta pregunta está en el fondo de El poeta y los sueños diurnos (1907 [1908])10
, donde el texto de la literatura aparece como un producto de la fantasía pasado por la técnica literaria.
Germán García, en su exposición titulada Sobre Joyce, dictada en Tucumán en 1985, deslinda tres posiciones de Freud frente a la literatura, dos de ellas sólo justificables por su lugar en la historia del psicoanálisis y una tercera que aún conserva para nosotros todo su interés. Las dos primeras son la de la lectura comparada, cuyo ejemplo es El delirio y los sueños de la Gradiva de Jensen y que sirve a Freud para «demostrar la universalidad de ciertas estructuras»11, y la psicocrítica, que García califica directamente de abominable, de psicología motivacional barata, consistente «en reducir la obra de un autor a los motivos del autor»12. Es la que encontramos en Dostoievski y el parricidio. La tercera lectura es la que Freud adopta en El poeta y los sueños diurnos y en Un recuerdo infantil de Leonardo Da Vinci, donde Freud, como dice García, «coloca como sujeto de la enunciación a la fantasía».13
Del ensueño al fantasma fundamental
No obstante, la noción de fantasía es demasiado imprecisa como para que baste remitir los contenidos literarios a la fantasía de su autor. Hay que decir de qué fantasías se trata. De lo contrario, tendríamos derecho a responder que el escritor simplemente fantasea una escena y, tras ajustar algunas tuercas, la vierte en el papel, pero para eso no necesitamos a Freud. Muy distinto es decir que el escritor es como un Golem que escribe bajo el imperio de sus fantasmas inconscientes, incluso de su fantasma fundamental, y hasta podríamos contentarnos con esa respuesta. Pero si uno lee a Freud en bloque se advierte que su operación consiste en eliminar la distancia entre estas dos lecturas.
En El poeta y los sueños diurnos se refiere fundamentalmente al ensueño, al sueño diurno, a esas fantasías que nos avergüenzan, que mantenemos ocultas a los demás y cuya comunicación nos cuesta más, al decir de Freud, que confesar nuestras culpas, pero también nos dice que estos ensueños no son tan diferentes de los sueños nocturnos, que «movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan y que hemos de ocultarnos a nosotros mismos»14, es decir fantasías respecto de las cuales el otro es uno mismo. Así, los ensueños conscientes están edificados sobre la fantasía inconsciente, a su vez definida como sexual e infantil, por ejemplo en Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad (1908)15, contemporáneo a El poeta y los sueños diurnos, donde se dice que la fantasía inconsciente es idéntica a la que sirvió a la satisfacción sexual en la época del onanismo infantil. En Pegan a un niño,16 por su parte, Freud nos presenta este fantasma, aislado del conjunto de la neurosis, que en su momento sirvió a la obtención de placer autoerótico en la infancia y que en lo sucesivo mantiene ese vínculo con el placer, aunque no siempre el placer sea discernible como tal. Es también lo que encontramos en el concepto de transferencia, en particular en esos clisés que, según afirma Freud en Sobre la dinámica de la transferencia (1912), estructuran el mundo amoroso del sujeto, el cual «…adquiere una especificidad determinada para el ejercicio de su vida amorosa, o sea, para las condiciones de amor que establecerá y las pulsiones que satisfará, así como para las metas que habrá de fijarse. Esto da por resultado, digamos así, un clisé (o también varios) que se repite -es reimpreso- de manera regular en la trayectoria de la vida».17
Es lo que tiene de bueno y de malo la palabra fantasma. Dice Jaques-Alain Miller: «El término “fantasma”, por lo demás, tiene una amplitud variable, en cierto modo todo puede parecer fantasma. Podemos decir que el comportamiento mismo de un sujeto es una demostración de sus fantasmas, y al mismo tiempo usar el término para referirnos a ese punto límite que recién evocaba. Podríamos decidir usar palabras distintas alegando que semejante variedad de sentido resulta engañosa. Sin embargo, es justamente ese equívoco y esa plasticidad del término lo que permite emplearlo de un modo que permite atravesar con él todo el campo analítico. Podemos observar esto en libros de uso común, como el diccionario de Laplanche y Pontalis. Allí están esas cosas que ellos aprendían en Lacan, como por ejemplo que hay un empleo del término “fantasma” correspondiente al “sueño diurno”, o sea, a su presencia consciente, pero que Freud conserva igual cuando trata su dimensión inconsciente. Es que esta plasticidad es necesaria en la práctica, porque si quisiéramos ubicar directamente el fantasma fundamental careceríamos de toda referencia.»18
Es esa particularidad del fantasma de ser lo más recóndito al mismo tiempo que toda la producción fantasmática consciente y aun el conjunto de la vida y de la conducta de un sujeto. Por un lado uno nunca sabe bien de qué se está hablando cuando se habla del fantasma, pero por el otro es eso mismo lo que nos allana el camino a la hora de preguntarnos cuáles son las fantasías que se movilizan en la obra literaria, pues si el escritor escribe sobre el molde de sus ensueños conscientes, a éstos los fantasea al dictado de fantasmas de los que no sabe nada. Y nos permite, por ese motivo, dar otra coherencia al tratamiento que Freud hace de la literatura. Porque esta amplitud de la noción de fantasía se corresponde con la aparente heterogeneidad de los abordajes freudianos de la literatura y enhebra perspectivas en apariencia muy disímiles como El poeta y los sueños diurnos, que trata del uso de la fantasía que hace la literatura, Dostoievski y el parricidio, donde relaciona Los hermanos Karamasov con ciertos datos biográficos de Dostoievski, el análisis de la novela de Zweig Veinticuatro horas de la vida de una mujer (incluido en el ensayo sobre Dostoievski), donde desnuda su armazón fantasmático, estructurado sobre una fantasía optativa de la pubertad cuyo contenido «es que la madre misma inicie al adolescente en la vida sexual para librarle de los temidos perjuicios del onanismo»19, o el texto sobre la Gradiva, que, como dice García, le permite a Freud demostrar la universalidad de ciertas estructuras.
Son, en efecto, abordajes muy distintos. Pero al mismo tiempo, en su conjunto, lo que tienen para decirnos es que no hay ninguna contradicción entre ellos. No se trata sólo de tres abordajes que son uno, sino de tres abordajes que lo que tienen para decirnos, lo que tienen para enseñarnos acerca del fantasma, es que son uno. Puesto que, sin desmedro de sus diferencias, que no podemos ignorar, reciben su coherencia de esta suerte de estratificación del campo de la fantasía.
El punto es que la vaguedad del concepto de fantasía no responde a una imprecisión conceptual, sino a que enhebra con un mismo hilo cosas en apariencia tan distintas como el fantasma de Pegan a un niño, un recuerdo infantil como el de Leonardo, un ensueño consciente y hasta la biografía misma de un sujeto.
De ahí que, si se suele decir que los escritores se pasan la vida escribiendo lo mismo, es porque esos ensueños que estructuran su escritura no son más que variaciones de unas pocas frases. Esto último conviene entenderlo no sólo en el sentido de la frase del fantasma, por ejemplo pegan a un niño, sino también en el sentido musical. El uso que la llamada música clásica hace de las variaciones de la frase musical, repetición de un mismo motivo con sucesivas alteraciones melódicas, armónicas y rítmicas, frases cuyo esqueleto pervive en sus diversas plasmaciones, sirve como metáfora del uso que la literatura hace del fantasma, y también, por la misma razón, del uso que hace de él la neurosis.
Eso habla, eso escucha
Pero en El poeta y los sueños diurnos Freud da un paso más. Porque hasta ahora sólo dijimos que el texto de la literatura es un derivado de la fantasía, es decir que nos mantenemos en el nivel de la relación entre el autor y su fantasía. Pero falta decir en qué se diferencia la literatura de la fantasía, diferencia que Freud introduce por la vía del afecto del semejante. En efecto, las fantasías de los demás, dice Freud, «cuando llegan a nuestro conocimiento, nos parecen repelentes, al menos nos dejan completamente fríos.
»En cambio, cuando el poeta nos hace presenciar sus juegos o nos cuenta aquello que nos inclinamos a explicar como sus personales sueños diurnos, sentimos un elevado placer, que afluye seguramente de numerosas fuentes.»20
En eso radica, dice, el ars poetica, con lo que, digamos de paso, responde con anticipación a ciertas corrientes literarias y sobre todo del llamado arte contemporáneo que se envanecen de suscitar la repugnancia del espectador.
Es, entonces, a partir del lector, del afecto del lector, que Freud separa la literatura de otros productos de la fantasía. Porque lo que nos interesa, y lo que a Freud le interesa, puesto que hablamos de literatura, no es sólo la mudanza de la repelencia en placer, sino cómo lo repelente puede devenir placentero para otro, para un lector. Es lo que distingue a un escritor de alguien que no lo es. De lo contrario, la literatura no pasaría de ser un sueño más o menos bello. Hay que confrontar, por lo tanto, la renuencia a comunicar nuestras fantasías a los otros, que menciona Freud, con el hecho de que la literatura sólo se justifica en la medida en que es comunicada a un lector. Y no a cualquier lector, sino a un lector de literatura, lo que implica que la literatura produce un tipo particular de lector. Qué es un lector de literatura, Freud lo dice entre líneas al final del texto: «el verdadero goce de la obra poética procede de la descarga de tensiones dadas en nuestra alma. Quizá contribuye no poco a este resultado positivo el hecho de que el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras propias fantasías.»21
De manera que un lector de literatura es alguien que puede reconocerse en sus propias fantasías sin tener que reconocer ese reconocimiento, es decir, sin reconocerse como sujeto de esas fantasías ni asumir responsabilidad alguna sobre ellas. En una palabra, la técnica literaria consiste en hacer que el fantasma del autor despierte al fantasma del lector sin despertar al lector.
Nos gusta decir que la verdad tiene estructura de ficción, pero la literatura pone en evidencia, como su reverso, que la ficción tiene la estructura de la verdad.
Dice Germán García, a propósito de El poeta y los sueños diurnos: «…la tesis de Freud es simple, la comunidad, que había que definir como comunidad de cobardes, según Freud, la comunidad que teme enfrentarse a sus propios fantasmas, elige a algunos tipos para que cumplan esta función, si la cumplen, entonces la comunidad los premia, esos son los autores de la moralidad.»22 Lo que nos conduce nuevamente a la ética: «Es interesante porque en el fondo hay un planteo ético, el artista es el que se arriesga en los límites de algo que linda con la locura para articular en palabras fantasmas de los cuales participa su auditorio, su auditorio entonces defiende al artista, en tanto el artista se arriesga por él. Por lo tanto en Freud no hay ninguna valoración especial de la literatura. Es la relación de unos sujetos que desean un reconocimiento y otros que temen a su propio deseo y ahí se arma el negocio de los literatos o de los artistas.»23
Pero conviene reparar en que la condición tanto del placer dispensado por la literatura como de la repelencia que provocan las fantasías al desnudo es el hecho de que el fantasma de un sujeto puede resonar en el fantasma de otro, es decir, que un sujeto pueda gozar o espantarse de sus propias fantasías por el rodeo del producto de las fantasías de un completo desconocido. Es algo que no va de suyo. La entrada del lector en el circuito se da por esta vía.
Repugnancia, placer, indiferencia
En El poeta y los sueños diurnos Freud separa de un lado lo que nos repele o nos deja completamente fríos, que son las fantasías, y del otro lado lo que nos causa un elevado placer, correspondiente a la literatura.
repugnancia
indiferencia placer
No obstante, el triángulo admite una segunda distinción entre la repulsión y el placer por un lado, lo que nos afecta, y la frialdad o la indiferencia por el otro. Freud no se detiene en ella, pero difícilmente pueda atribuirse esa omisión a un descuido de alguien que supo inventar el psicoanálisis nada menos que a partir de la histeria, en la que identificaba hasta tal punto repulsión y excitación sexual que en el caso de Dora escribe: «Ante toda persona que en una ocasión favorable a la excitación sexual desarrolla predominante o exclusivamente sensaciones de repugnancia, no vacilaré ni un momento en diagnosticar una histeria, existan o no síntomas somáticos.»24
Si las fantasías ajenas no nos dejan fríos sino que nos repugnan, es porque lo que resuena son las cuerdas de una sexualidad que nos concierne y de la que nada queremos saber, cuerdas cuyo sonido la literatura vuelve audibles precisamente porque nos permite mantenernos en la ignorancia.
De manera que podemos autorizarnos en Freud para oponer en un segundo triángulo lo que nos concierne, ya sea bajo el afecto del placer o de la repugnancia, a lo que no nos concierne.
repugnancia
indiferencia placer
fantasía / literatura
ars poetica Repugnancia
indiferencia placer
nos concierne / no nos concierne
← resonancias fantasmáticas
El primer triángulo diferencia la literatura de la fantasía, diferencia dada por la operación del ars poetica sobre el material del fantasma, mientras que el segundo, que opone lo que nos concierne y lo que no nos concierne, se funda en las resonancias de un inconsciente en otro, base y condición del primero.
Así, la literatura no se trama sólo entre El escritor y sus fantasmas,25 sino entre dos fantasmas. Ya no se trata sólo del texto de la literatura, del que dijimos que es una reescritura del texto del fantasma, sino del hecho de que la fantasía de un sujeto puede resonar en la fantasía de otro.
El poeta y los sueños diurnos se apoya en el primer triángulo porque su pregunta es por la relación entre la fantasía y la literatura, pero el segundo está implícito en la afirmación de que «…el poeta nos pone en situación de gozar en adelante, sin avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras propias fantasías»26. (Las cursivas son mías) Pues la elusión de la vergüenza y el reproche y la producción de placer, operadas por el ars poetica, exige ante todo que aquello de lo que se trata nos concierna. Ambas oposiciones son, por lo tanto, indisociables: acceder a nuestras fantasías leyendo las fantasías de un perfecto extraño requiere de las resonancias fantasmáticas, pero para leer sin que éstas nos expulsen es precisa «…la técnica de la superación de aquella repugnancia…»27 que Freud llama ars poetica.
El trabajo de la literatura
El ars poetica, que podemos llamar el trabajo de la literatura, tiene en común con el trabajo del sueño la evocación de fantasmas enmascarados. En ambos casos se trata de un trabajo formal sobre la fantasía, una desfiguración, un disfraz gracias al cual lo inadmisible es admitido al precio de soltar las amarras de sus fuentes y presentarse como siendo otra cosa. Allí es donde Octave Manonni apela a la metáfora: «Vemos que la metáfora tiene cierta relación con lo reprimido, lo evoca, alude a él, respetando nuestras defensas. El discurso sin metáforas moviliza instantáneamente las resistencias. Mallarmé lo anotó de manera admirable; ante una obra “realista”, que nos muestra actores vestidos como los espectadores y que mantienen el mismo género de discursos, el espectador se dice: No es de mí de quien se trata. Está más implicado, sin saberlo, cuando los actores se presentan más disfrazados —el disfraz es en cierto modo el equivalente de la metáfora y no está necesariamente en la vestimenta—.»28 (Las cursivas son del original.)
Luego, a propósito de La espuma de los días, de Vian, escribe: «Boris Vian, para designar una enfermedad mortal, se apropia del término “nenúfar” y desecha toda alusión a cualquier designación nosográfica. (…) En L’ecume dels jours, la enfermedad, no disfrazada, nos hará decir: “No soy yo, es Chloé quien sufre de tisis o de cáncer.”»29
Como en las películas, los fantasmas sólo son visibles a media luz. Ése es precisamente el caso de Otra vuelta de tuerca, de Henry James, que a fin de cuentas es una novela de fantasmas y a la que Manonni dedica su ensayo homónimo. La novela trata sobre una gobernanta a cargo de dos niños de quienes descubre que mantienen trato con los fantasmas de dos antiguos empleados de la casa. A lo largo del relato el lector no sabe muy bien si esos fantasmas, que empiezan a aparecérsele en diversos lugares de la casa y corrompen la inocencia de los niños, existen realmente o son producto de su locura. Dice al respecto Manonni: «La gobernanta queda en la sombra para que podamos participar de su locura en lugar de devolvérsela. Antes de saber que está loca, es preciso que hayamos descubierto (muy oscuramente) que también nosotros, sí, nosotros estamos locos de la misma locura…»30 Y añade: «En la época en que James escribía Otra vuelta de tuerca, Freud hacía descubrimientos análogos. La celada tan bien tendida no era más que un espejo. Todo descansa sobre la utilización de los mecanismos de proyección (…) Empero, para Henry James, el haber solicitado la proyección de parte del lector no es más que un procedimiento literario. Todo es artificio, excepto algo quizá, hay un punto tal vez en el que el autor se traiciona a pesar de todo, aunque sólo fuera por un rechazo, tan obstinado, de la complicidad. Greene observa con razón: “Ningún escritor hubiera podido, por medio del cálculo, crear una situación en la cual la atmósfera de ‘mal’ fuese tan asfixiante (so reek with the air of evil).” (…) El problema profundo no podía escapársele; es el de la acusación moralizante, el de la imputación individual de un mal cuya naturaleza es universal —esa community of dom de que habla en otra parte—, un mal en el cual los hombres podrían en cierto modo comulgar si no se lo enrostraran unos a los otros con horror. Decir, de Otra vuelta de tuerca: “No hay espectros, ella está loca”, es también obrar ese enrostramiento. Sería preferible, quizá, creer ingenuamente en los espectros, si ello fuese posible. En todo caso, las sospechas insensatas, todas las suposiciones que usted haga, todas las acusaciones, todo el “mal”, a quien quiera que se lo atribuya —ya sea que haga de la gobernanta una “reprimida”; de Quint, un depravado; de los niños, hipócritas perversos; del autor, un sádico— poco importa, porque es usted; ese mal pertenece a todos.»31(Las cursivas son del original.)
Nuevamente, lo que hace de Otra vuelta de tuerca una obra literaria no es la precisión de las teorías de James sobre la locura, sino de procedimientos literarios que atrapan al lector en la locura de la gobernanta con el anzuelo de su propia locura, sin que tenga que devolvérselo a aquélla con un expeditivo «es que está loca». Nuevamente, el ars poetica no es asunto de sentido, sino de técnica. Manonni, como se aprecia, mantiene la lógica de El poeta y los sueños diurnos: sólo leemos bajo la condición de que no sepamos qué leemos. Como en el sueño, la imposibilidad de reconocernos en un texto es condición del reconocimiento. La técnica literaria vendría a ser, en ese sentido, la guardiana de la literatura.
Enrostramiento, repelencia, repugnancia, reproches, vergüenza son, digámoslo así, nombres diversos del despertar, formas de desentendernos, de retirarnos, cuando ya no podemos desconocer que se trata de nosotros.
En El retrato de Dorian Grey, Oscar Wilde dice lo mismo en boca de lord Henry: «Los libros que el mundo llama inmorales son los libros que le muestran su propia vergüenza.»32
En efecto, el dormir del lector es decisivo, pues si supiera qué está leyendo cerraría el libro de inmediato. O lo quemaría, algo que suele suceder en los avatares de la historia. Es lo que ocurre cuando falla la censura en el sueño: uno se despierta. La quema de libros es el despertar del soñante.
La angustia
Ahora bien, a la repelencia, la frialdad y el placer tenemos derecho a añadir un cuarto término, que es la angustia. La angustia es, si puedo decirlo así, lo que sobreviene cuando todo lo anterior falla. Lacan33 dice que es lo que tienen en común el sujeto y el Otro, de los que, por supuesto, la castración significa que no tienen nada en común. De manera que la angustia es la señal del peligro de que ese nada en común sea revocado y la comunidad con el Otro restablecida. No difiere mucho de lo que dice Fred: lo que señala la angustia señal es la proximidad de la madre y de sus consecuencias, que son la castración. De manera similar, en Lo siniestro remite el motivo del doble y su vínculo con la impresión de lo ominoso a «una regresión a épocas en que el yo no se había deslindado aún netamente del mundo exterior, ni del Otro.»34
¿Pero por qué la angustia? Porque es elocuente que la puerta de acceso de Lacan a la angustia sea Lo ominoso, de Freud, y no menos elocuente que Freud aborde el fenómeno de lo ominoso precisamente a partir de un texto literario, El hombre de arena, de Hoffman. Lo interesante, y a lo que conduce este rodeo, es que Lo ominoso ilustra con El hombre de arena la tesis de El poeta y los sueños diurnos, a saber, que el ars poetica es un pase de magia por el cual lo repugnante deviene fuente de placer cuando se interpone el velo de la literatura. Hasta cierto punto, El hombre de arena es un texto acerca del ars poetica. Allí los ojos de Nataniel están desdoblados. Los mismos ojos (la misma mirada, para Lacan) que al interior del relato, al desnudo, provocan en el protagonista la impresión de lo unheimlich y lo envían directo al expediente del pasaje al acto suicida, son susceptibles de producir un elevado placer cuando se presentan al lector a través del cristal de la literatura, que funciona como un transformador que convierte la angustia en placer. Es el cristal con que se mira, que no es un cristal que deforma, como postula el sentido común, sino el cristal que permite mirar allí donde estrictamente no hay nada para ver. El resultado es que lo ominoso, aun sin perder por completo su condición de ominoso, deviene efecto poético. Los ojos de Nataniel, ominosos para él, devienen poesía para el lector, proyectados sobre la pantalla del ars poetica. Pero (y ésta es la clave) sólo bajo la condición de que sean al mismo tiempo los ojos del lector.
Joyce
Son esas resonancias lo que, según Lacan, brilla por su ausencia en el Finnegans Wake, precisamente porque para Lacan Joyce fue un desabonado del inconsciente, lo que significa que no tenía un inconsciente como se esperaría que tuviese, o sea por lo menos un inconsciente capaz de resonar en el inconsciente de otro, un inconsciente que, en los meandros de su ficción, muestre, escamoteándola, la hiancia donde la neurosis del lector empalma con lo real. En esto Lacan es estrictamente freudiano: no hay en Joyce ningún fantasma capaz de despertar a los nuestros. Si nos atenemos al segundo triángulo referido más arriba, Finnegans Wake no nos enfrenta ni al placer ni a la repugnancia, sino a la llana indiferencia. Joyce sí, según Lacan, nos deja fríos.
Joyce, por consiguiente, se sitúa en el vértice de la indiferencia, obligándonos a apelar a la división entre lo que nos concierne y lo que no nos concierne. A falta de esa resonancia de un inconsciente en otro, Joyce nos deja completamente fríos.
repugnancia
(fantasma)
indiferencia placer
(Joyce) (literatura)
Joyce no se inscribe en la lógica de El poeta y los sueños diurnos. No es la literatura que le interesó a Freud. No es una literatura de efectos de sentido sino de sinsentido, no de inconsciente sino de sinthome, soportada no en el discurso del Otro sino en la letra, no hecha de lenguaje sino de lalengua. En suma, no es un transformador de la repelencia en placer sobre el fondo de las resonancias fantasmáticas, sino una licuadora de lenguas.
Dice Lacan: «Explicar el arte por lo inconsciente me parece de lo más sospechoso, sin embargo es lo que hacen los analistas. Explicar el arte por el symptôme me parece más serio.»35
El eso habla de El poeta y los sueños diurnos, en Joyce no dice nada, excepto un rumor de lalengua en el que reconocemos el goce de Joyce. Subrayemos: no el goce del lector, sino el goce de Joyce, quien nos brinda así un modelo de la literatura que es lo contrario del saber de la neurosis. Miller lo dice en Piezas sueltas: «La histérica es lo contrario del artista. El sujeto histérico se presta a que el analista construya un lenguaje destinado al desciframiento. Por eso el sujeto histérico permite la suposición del inconsciente. Es el sujeto que irresistiblemente, dice Lacan, habla de su padre y de su madre. Pues bien, Joyce abandona esa partida. El neurótico espera ser liberado de su síntoma precisamente porque no logra hacer de él un sinthome. La diferencia entre el síntoma del neurótico y el sinthome es que el síntoma quiere decir algo.
»Aquí, en el quiere decir algo, se introduce la función de la creencia. No hace falta llegar a creer que hay saber en lo real; el saber en lo real se lo dejamos al físico. Basta con creer que hay sentido en lo real, o sea, que el síntoma quiere decir algo. Y esto es lo contrario del arte, lo contrario del saber hacer.»36
En suma, ya no se trata de saber decir, sino de saber hacer. Para Lacan, la última literatura de Joyce no nos dice nada, lo que significa al menos dos cosas. La primera es que no resuena en nuestras fantasías inconscientes. La segunda, que en la obra de Joyce no se trata de decir. La partida del sujeto histérico que Miller dice que Joyce abandona es la partida del decir. En Joyce eso no habla, eso goza. La de Joyce no es, por lo tanto, una literatura del bien-decir, como la de El poeta y los sueños diurnos, sino una literatura del bien-hacer.
Si en El poeta y los sueños diurnos lo esencial es el otro, las resonancias, la entrada del lector en el circuito, en Joyce, justamente por tratarse de un bien-hacer con lalengua, no hay lector de literatura, no hay lector que goce de sus propios fantasmas leyéndolo a Joyce, sino a lo sumo literatos consagrados a su desciframiento y a la inmortalización de su nombre. Es una literatura puesta enteramente al servicio de Joyce, no del lector. Carece, por consiguiente, del estatuto ético que Germán García atribuye al escritor, aquel que «se arriesga en los límites de algo que linda con la locura para articular en palabras fantasmas de los cuales participa su auditorio».37
Dice Germán García: «Lacan se pregunta qué es una obra que causa un goce a quien la produce y que no transmite ningún placer a quien la leería; ya no se puede explicar por el fantasma. Si aceptamos que el fantasma produce un texto en el cual el lector o lo que sea se reconoce, y que ese reconocimiento es su propio fantasma, en el fantasma del otro y extrae un placer; qué pasa con el Finnegans, donde no hay ningún placer en ese texto, no hay placer en Joyce. Entonces podemos decir que en Joyce hay algo que tiene que ver con el goce.»38
Esta cita remite a la idea lacaniana de que el fantasma sirve para domeñar y transformar en placer un goce que, librado a su curso, conduciría al displacer. En palabras de Miller: «…me parece una hipótesis estrictamente lacaniana que el fantasma es como una máquina para transformar el goce en placer.»39
Hay entonces al menos dos diferencias: no es placer sino goce y no concierne al lector sino a Joyce, diferencias se corresponden con los dos triángulos utilizados para leer El poeta y los sueños diurnos.
El psicoanálisis literario
Vimos que una de las múltiples lecturas del cruce entre psicoanálisis y literatura atribuye a esta última, queriéndolo o no, el estatuto de un interlocutor teórico. Pero hay otra postura, inversa e idéntica a la vez (pues en ambos casos se trata de ubicar ambos términos en un mismo nivel), consistente, ya no en una lectura teórica de la literatura, sino en una lectura literaria del psicoanálisis, que postula una suerte de comunidad de intereses y horizontes entre el psicoanálisis y la literatura, como si sus caminos, sin ser el mismo, llevasen no obstante una misma dirección.
Harlod Bloom dice: «Durante muchos años yo he enseñado que Freud es en lo esencial Shakespeare prosificado…»40, sin apartarse mucho de los fragmentos ya citados pero en este caso situando a Freud directamente y sin ruborizarse en el campo literario. José Pablo Feimann escribe: «Sucede que si Borges dijo que la metafísica es parte de la literatura fantástica, nos atreveremos a decir aquí que el psicoanálisis —al remitirlo todo a esa zona recóndita, oculta, misteriosa, que se filtra por todas partes, que nos posee, que nos envía sueños inquietantes, indeseables, que nos divide como Hyde dividía a Jeckyll, que nos somete, que nos habla porque habla por nosotros un lenguaje que nos es ajeno, que es el discurso del Otro, que es nuestro ser oscuro, negado, protegido por tinieblas perpetuas que se resisten a la humillada razón, que es, en suma y para decirlo de buena vez, el inconsciente que habita en nosotros siendo todo eso que acabanos de decir que es—, el psicoanálisis, entonces, al remitirlo todo a ese escenario tenebroso, es parte de la literatura de terror, tal como el Drácula de Stoker o Carmilla de Sheridan Le Vanu o El color que cayó del cielo de Lovecraft o cualquiera de las vertiginosas narraciones prefreudianas de Edgar Poe, quien, sin más, inventó el psicoanálisis porque inventó la novela policial, donde, según todos saben, el asesino es siempre el inconsciente disfrazado de mayordomo o asesino serial, lo mismo da. No es casual que Slavoj Zizek se haya hecho célebre traduciendo a Lacan por medio de la cultura popular, centrada en Stephen King o en Hitchcock. Si lo hizo (si pudo hacerlo), es porque algo o mucho tienen que ver. Y tienen que ver por lo que acabo de decir: si la metafísica es una rama de la literatura fantástica, el psicoanálisis es una rama de la literatura de terror.»41
No obstante, ya vimos que para el psicoanálisis sólo hay dos literaturas. Una es la literatura joyceana, que es la literatura de un hombre que pasó del saber decir al saber hacer y dejó al lector en el camino, que evidentemente no es el caso de Freud, pues a Freud suponemos que aún se lo lee de vez en cuando. La otra literatura es la de Dostoievski y el parricidio y El poeta y los sueños diurnos, que es la de las fantasías neuróticas. De manera que atribuir un carácter literario a la teoría analítica equivale a confundir lo que dice Freud con lo que dicen los neuróticos, es decir, olvidar que el Edipo no es un invento de Freud, sino de la neurosis.
Las citas precedentes son sólo un par de ejemplos entre muchos, tomados casi al azar, pues los nombres son aquí secundarios, ya que no se trata de un simple error de lectura, sino de un problema que se encuentra en el corazón mismo del psicoanálisis y con el cual el propio Freud se topó muy tempranamente.
En el caso Dora escribe: «Sé que hay —al menos en esta ciudad— muchos médicos que (cosa bastante repugnante) querrán leer un caso clínico de esta índole como una novela con clave destinada a su diversión y no como una contribución a la psicopatología de las neurosis.»42 Y en el historial de Elisabeth von R.: «…a mí mismo me resulta singular que los historiales clínicos por mí escritos se lean como unas novelas breves, y de ellos esté ausente, por así decir, el sello de seriedad que lleva estampado lo científico. Por eso me tengo que consolar diciendo que la responsable de ese resultado es la naturaleza misma del asunto, más que alguna predilección mía; es que el diagnóstico local y las reacciones eléctricas no cumplen mayor papel en el estudio de la histeria, mientras que una exposición en profundidad de los procesos anímicos como la que estamos habituados a recibir del poeta me permite, mediando la aplicación de unas pocas fórmulas psicológicas, obtener una suerte de intelección sobre la marcha de una histeria.»43
De manera que, si hay alguna literatura en los historiales, es responsabilidad exclusiva de la naturaleza del asunto, o sea de la histeria. La literatura se le mete a Freud por la ventana del mismo modo que se le metió el saber de la histérica. Es del orden de una irrupción a la que Freud no sabe cómo zanjar. Como todo el mundo, sólo que Freud tuvo el coraje de mirar a los ojos al elefante que andaba a los saltos en el bazar. Y a lo primero que atina, como se desprende de los fragmentos citados, es a emprender una división de bienes entre la neurosis y el psicoanálisis, y la literatura obviamente es puesta en la cuenta de la histeria. Pero, al mismo tiempo que intenta separarse de la literatura, la naturaleza del asunto lo obliga a una exposición en profundidad de los procesos anímicos como la que estamos habituados a recibir del poeta, o sea a hacer uso de la literatura en contra de la literatura. Es un escollo con el que el psicoanálisis carga desde sus inicios, puesto que, como dice Lacan, en un análisis sólo contamos con palabras, y las palabras con las que contamos son las del analizante.
Por lo demás, Freud tiene buenas razones para preocuparse por esta división de bienes y de males entre el psicoanálisis y la ficción neurótica, porque es la misma confusión en la que se amparó la cultura para resistir al descubrimiento de la sexualidad infantil. Básicamente, se lo acusó a Freud de perverso polimorfo. La respuesta de Freud es simple: no soy yo quien lo dice, son los neuróticos que hablan por mis orejas; esa literatura del Edipo, de las fantasías originarias, de las teorías sexuales infantiles, etc., no es mía, es la literatura de la neurosis. Lo que sucede es que uno habla por las orejas de los otros y a veces uno confunde las orejas con las bocas y termina haciéndole decir a Freud lo que decían los neuróticos.
Es usted Edipo
Esta lectura literaria de psicoanálisis, no muy lejana del enrostramiento al que hace referencia Manonni, está presente en la cultura, y cuando la literatura se acerca al psicoanálisis suele hacerlo al amparo de ella. Es lo que le permite a Ricardo Piglia decir que el psicoanálisis es atractivo porque en nuestras vidas grises, en medio de nuestro tedio cotidiano, «nos convoca a todos como sujetos trágicos; nos dice que hay un lugar en el que todos somos sujetos extraordinarios, tenemos deseos extraordinarios, luchamos contra tensiones y dramas profundísimos, y esto es muy atractivo»44. Piglia da en el clavo, sólo que ignora cuál es el clavo, pues el psicoanálisis es exactamente lo contrario. En realidad, el psicoanálisis viene a decirnos que lo que nosotros tomamos por una tragedia finalmente tiene la estructura de un chiste. El psicoanálisis reduce la tragedia al chiste. La promesa que Piglia atribuye al psicoanálisis es, como sostiene Freud en las citas precedentes, asunto exclusivo de la neurosis. No obstante, eso no le impide a Elisabeth Roudinesco decir en una entrevista que Freud «nos convirtió en héroes de nuestras vidas» y que, mientras que «a un enfermo de hace un siglo le daban pociones, le metían en un sanatorio y le trataban como a un loco (…), Freud les decía “Es usted Edipo”»45. Pues bien, lo que en verdad Freud les dice a sus pacientes, diga lo que diga, es: «Usted se cree Edipo», que es prácticamente lo contrario. Esto, que puede parecer un simple matiz, tiene profundas implicancias clínicas, pues concierne a la concepción de la interpretación. «Usted se cree Edipo» quiere decir que el que interpreta es el inconsciente, no el analista, cuya función no es adherir a la locura del analizante sino, por el contrario, interpelarla.
Piglia define la tragedia como una «forma que establece una tensión entre el héroe y la palabra de los muertos»46, que es una buena definición de la neurosis, al menos de la neurosis que llega a análisis por haberse encontrado con esa tensión bajo la forma del sufrimiento. En efecto, lo que nos convoca como sujetos trágicos no es el analista, sino el inconsciente. Cuando un analista cree que su paciente es Edipo, y no un loco que se cree Edipo, en lugar de hacer de la tragedia un chiste se convierte en espectador del destino, ese destino de la tragedia clásica, inexorable, como todo destino que se precie, a diferencia de tantos destinos imperfectos que pueblan la literatura y se echan atrás ante el primer héroe moralista propenso a las enseñanzas, destino que tras un largo exilio bajo tierra, expulsado por las ideas de progreso, de individuo, de humanismo, de libertad, nos retorna en la insistencia del significante, de la repetición, del clisé edípico, de la transferencia. Es lo que sucede cuando uno entra con los ojos cerrados en la trampa de la transferencia. Y a la transferencia hay que entrar, pero con los ojos abiertos.
Por el contrario, lo que Freud descubre es que, en el curso de decir los significantes con los que está escrito su destino, uno comienza a desdecirlo. Hay un punto de coincidencia entre decir y desdecir. En cierto modo, el bien-decir es un desdecir. No la anulación de lo recién dicho a la que tan afecto se muestra el obsesivo, sino la operación por la cual, según Freud descubrió en sus inicios, decir diciendo lo que hasta entonces se decía no diciéndolo conduce al levantamiento de los síntomas.
Para la literatura, en cambio, el bien-decir consiste, como vimos, en decir de tal forma que el fantasma velado y contrabandeado en el texto despierte al fantasma del lector sin despertar al lector, lo que no tiene por consecuencia ningún desdecir. La semejanza es que en ambos casos se trata de decir bien un saber del cual, en principio, nada o poco se sabe. Pues aun cuando el escritor esté advertido en mayor o menor medida de sus propias fantasías, ya que no podemos impedir que los escritores se analicen y con un poco de suerte descubran algunas cosas, nunca sabrá lo que de ellos resuena en los oídos de los fantasmas del lector. La diferencia estriba en que el bien-decir literario no necesita de ningún analista, es decir, de alguien lo bastante advertido de que su paciente no es Edipo como para hacer de la tragedia un chiste.
La fascinación
Dice Germán García: «Me parece que la importancia que se le da a la literatura en ciertos círculos psicoanalíticos se debe a la identificación de los analistas con los analizantes, es decir a una cierta fascinación por lo que se llama en la teoría el discurso histérico. Cuando uno se fascina por el discurso histérico, evidentemente un discurso que tiene una cierta belleza estética incluso, uno se interesa de manera particular por la literatura.»47
Por eso, agreguemos, es preciso que el analista no crea estar ante Edipo en persona, es decir, que no esté enamorado de la literatura, del discurso histérico, de la tragedia neurótica, porque de lo contrario termina ofreciendo a la neurosis de sus pacientes la neurosis del analista en lugar de su deseo.
En suma, si el analista demanda literatura, recibirá literatura, y el paciente recibirá un análisis interminable. Pues ¿cómo poner término a la pasión literaria, a la pasión trágica del neurótico, si uno cree que tiene a Edipo recostado en su diván?
Desde luego, esto no significa excluir a la persona del analista de la literatura. Por eso, hay que poner en perspectiva la cita precedente. No sólo porque el propio García alterna publicaciones analíticas y literarias, sino porque en la misma exposición afirma: «Yo en tanto soy analizante escribo novelas. (…) Pero en tanto me invitan a dar conferencias no suelo hablar de literatura, porque sería, como se dice, gato por liebre…»48 En otras palabras, de lo que se trata es de observar la distancia irreductible entre el lugar del analista y el de escritor o lector. El problema surge cuando el analista es lector allí donde se supone que es analista. Eso es la contratransferencia, que es lo que sucede cuando se responde a la fantasía del analizante con la fantasía del analista.
La cuestión no es, por lo tanto, si el analista debe o no escribir novelas, ni siquiera si tiene permitido fascinarse con el discurso histérico, sino evitar la confusión de esos dos lugares. Dicho de otro modo, García no se refiere a la persona del analista, que al igual que él suele leer o escribir novelas, sino al deseo del analista.
Antiliteratura
Luis Guzmán, a propósito del conflicto de Freud con el supuesto tenor literario de los historiales, dice que Freud se encuentra todo el tiempo con «la relación entre el origen de la histeria y cierta estructura literaria [y] trata de disolverla»49, frase en la que se perciben los ecos de otra de Masotta: «…si se leen los textos de Freud, la relación entre el psicoanálisis y la obra de arte es complicada hasta el punto que, yo diría, lo que Freud trata de hacer constantemente a lo largo de su obra es disolver el campo de esa relación.»50 En cierto sentido, agreguemos, también hay algo de ese orden en el horizonte de la práctica analítica: la separación, desde luego siempre fallida, entre la literatura y su causa. Por otra parte, si un análisis produce un analista, se supone que éste es alguien que de vez en cuando puede separar su deseo de analista y su pasión literaria. Lo que habitualmente se denomina deforestar la selva del fantasma, reducir el fantasma a sus elementos mínimos a partir de su barroquismo inicial, nos indica esta misma dirección, que es lo contrario a hacer literatura: es deshacerla.
De manera que, tanto en el nivel de la producción teórica como en el de los debates culturales y en el de la práctica analítica, el analista no va en la dirección de eternizar la literatura por la vía de su fascinación, sino en la de disolver el campo de esa relación.
No hay relación
Esto permite ubicar con más precisión qué se dice cuando se dice que no hay relación entre psicoanálisis y literatura. Germán García lo afirma sin ambages: «…la relación, yo digo para nada privilegiada, más bien que habría que negar ahora entre psicoanálisis y literatura…»51, lo que, como vimos, no significa que no exista tal relación, sino que lo que al psicoanálisis concierne, lo que a la práctica analítica y al deseo del analista concierne, es disolverla. Pero para disolverla es preciso saber que trabajamos con ella. Porque, así como se toma a la literatura por un interlocutor teórico o incluso como una precursora del psicoanálisis, podemos creer que, como la relación psicoanálisis-literatura no existe, no hay razón para que nos ocupemos de ella. Sin embargo, la relación psicoanálisis-literatura no existe al mismo título que no existen el Otro, el ser o el destino, que para la neurosis no sólo existen sino que tienen una existencia abrumadora. Si luego de cinco minutos de escuchar a un paciente o de escucharnos a nosotros mismos en un diván no nos convencemos de que el Otro existe es porque no queremos escuchar. Porque podemos estar de acuerdo en la inexistencia del Otro, del ser o del destino, pero es una inexistencia que no funciona. Que no anda. Por ello, no basta con decir que el analista sabe que el Otro no existe. Lo que el analista sabe es que el Otro es literatura.
La cuestión, entonces, no es si hay o no hay relación, sino qué hace el analista con ella. Lo que significa que puede hacer varias cosas, y que no da igual que haga una u otra. Y bien, puede hacer muchas cosas, pero fundamentalmente dos. Una, como vimos, es fascinarse con el discurso histérico. La otra, que es la freudiana, es deshacerla, volverla un chiste. Naturalmente, no sólo deshacerla, pues primero hay que soportarla, como a la transferencia, que es la puesta en escena de la tragedia inconsciente. Porque uno llega a análisis con su literatura a cuestas y en el análisis la convierte en una literatura de transferencia, lo que quiere decir que, entre otras cosas, hace del analista un personaje de su tragedia. La diferencia entre la tragedia y el psicoanálisis es que en un análisis hay un analista, que es alguien cuya tarea no es adherir a la tragedia diciendo «Es usted Edipo» ni desentenderse de ella con el pretexto de que Edipo no existe, sino sostenerla lo suficiente para que el sujeto pueda hacer de Edipo un chiste. Pero eso exige que el analista no esté enamorado de Edipo. De hecho, si para analizar a otros es preciso el análisis personal y la supervisión es para mantener a raya nuestro amor por la neurosis, por la tragedia, por el destino, por la literatura, porque de lo contrario, si nos fascinamos con el discurso histérico, funcionamos como lectores, es decir, como un sujeto que usa el fantasma de otro sujeto para gozar de sus propios fantasmas. Y eso tiene un nombre: se llama contratransferencia.
Footnotes
- Bolaño, R.; Amuleto, Anagrama, 2007.
- Lacan, J.; Seminario XX, Aún, Paidós.
- Manonni, O.; La otra escena, en La otra escena, Amorrortu editores, 2006.
- Lacan, J.; Seminario XX, Aún, Paidós.
- Robbe-Grillet, A.; Por una nueva novela, Ed. Cactus, 2010
- Becket, S.; Rumbo a peor.
- Lacan, J. Seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós.
- Bloom, H.; El Canon Occidental. Los libros y la escuela delas Eras.
- Op. cit.
- Freud, S.; El poeta y los sueños diurnos, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- García, G.; op. cit.
- Op. cit.
- Op. cit.
- Freud, S. El poeta y los sueños diurnos, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Freud, S. Fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Freud, S. Pegan a un niño, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Freud, S. Sobre la dinámica de la transferencia, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Miller, J.-A.; Dos dimensiones clínicas: síntoma y fantasma, Ediciones Manantial, 2007
- Freud, S.; Dostoievski y el parricidio, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Freud, S. El poeta y los sueños diurnos, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Op. cit.
- García, G.; op. cit.
- Op. cit.
- Freud, S.; Análisis fragmentario de una histeria, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Sábato, E., El escritor y sus fantasmas.
- Freud, S.; El poeta y los sueños diurnos, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Freud, S.; op. cit.
- Manonni, O.; La otra escena, en La otra escena, Amorrortu editores, 2006.
- Manonni, O.; op. cit.
- Manonni, O.; Otra vuelta de tuerca, en La otra escena, Amorrortu editores, 2006.
- Manonni, O.; op. cit.
- Wilde,, O.; El retrato de Dorian Grey, Editorial, 1981.
- Lacan, J. Seminario X, La angustia,, Paidós, 2006 (pag. 346)
- Freud, S.; Lo siniestro, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Lacan, J.; Entrevista en la Universidad de Yale, 1975.
- Miller, J.-A.; Piezas sueltas, Paidós.
- García, G.; op. cit.
- Op. cit.
- Miller, J.-A.; Dos dimensiones clínicas: síntoma y fantasma, Ediciones Manantial, 2007
- Bloom, H.; op. cit.
- Feimann, J. P.; Humorismo y terror, Página/12, 03/11/2001.
- Freud, S.; Análisis fragmentario de una histeria, en Obras completas, Editorial El Ateneo, 2003.
- Freud, S. y Breuer, J. Estudios sobre la histeria, en Obras completas, Editorial El Ateneo.
- Piglia, R.; Los sujetos trágicos (Literatura y psicoanálisis), en Formas breves.
- Roudinesco, E.; El País, 04/09/2015.
- Piglia, R.; op. cit.
- García, G.; op. cit.
- Op. cit.
- Guzmán, L.; La pregunta freudiana, Paidós, 2011.
- Citado en Jinkis, J.; La estereotipia argumental: excusa para una estereotipia, en Notas de la Escuela Freudiana de la Argentina Nº 3, Helguero, Buenos Aires, 1979
- García, G.; op. cit.