Ana Amado

Voy a empezar por el título de la revista …Mal Estar, es el segundo término (el más denso y más “pesado”, todo malestar carga con el peso inevitable de la realidad, en cualquiera de las versiones, la de la palabra unida o la enfático-lacaniana de la revista ) el segundo término, decía, de los dos que componían el titulo de las Jornadas en la que se presentaron los trabajos incluidos en este numero inicial . El primero , recordarán, era “Fulgores”, una palabra aérea, ingrávida, evanescente. Componían entonces una figura extraña estas palabras unidas en la frase “Fulgores del malestar”. Ninguno de los convocados a esas Jornadas dejó de confundirse, interrogar, acosar a Bruck por el sentido de esta perturbadora superposición. Todos lo narran en sus trabajos. El, jamás aclaró nada. Lo relacioné con la tendencia de Carlos a centrase en la visión, en la mirada. Vale la pena recorrer los titulos de las actividades de la Fundacion al Sur en sus 10 años, para advertir la adhesión a la simbólica visual de Carlos. (La pasión de la mirada es apenas un ejemplo, ahí participé en uno de sus capítulos). Pero el paso del tiempo le concedió un toque profético a esa ocurrencia creativa para nombrar la Jornadas de agosto del 99. Voy a dar un rodeo ( en principio, anecdótico) antes de referirme a lo que llamo profecía.

Recuerdo que en aquel momento mi primera asociación fue con una película de Rohmer de mitad de los 80, El rayo verde, que me había impresionado particularmente. Quizás porque era efectivamente narrada por una mujer (algo extraño en el orden de los relatos, sea fílmico o literario), una joven acosada por un profundo sentimiento de malestar: consigo misma, con su vida, sus elecciones, el mundo y sus valores, en fin, con el peso de la soledad, el desamor, el aislamiento, todo aquello que debilita el ánimo hasta límites insoportables como bien conocemos todos). Alguien le cuenta, quizás para consolarla, de una vieja historia de Julio Verne: quien consiga ver el rayo verde, ese raro fenómeno de refracción óptica que sucede en el instante fugaz en que el sol desaparece en el horizonte del mar, será capaz de leer su propio pensamiento y el de los demás. Y ser un poco más feliz, digamos. Decidida a creer en los augurios, (algo muy frecuente en todos también, sin duda), se transforma en espectadora diaria de las puestas de sol, busca desesperada esa visión hasta que logra atrapar finalmente con sus ojos ese último destello verdoso, que con la velocidad del rayo inaugura para ella lo contrario del comienzo de la noche. La película termina con ese toque optimista respecto a la suerte del personaje, aunque luego se prolonguen las conjeturas en sentido contrario: no le durará mucho, si una busca la lucidez afuera está expuesta a volver a perderse… Resultaba pesimista, a la larga. De modo que me ocupé en mi presentación de películas menos engañosas y más francamente tendidas al malestar: Agresti en relación a Buenos Aires, Ripstein sobre México, tenían imágenes que referían de modo contundente al malestar específico ligado a la historia y los cuerpos producidos por esa historia en el Sur planetario.

Con el recuerdo de esa asociación propia sobre fulgores y malestares, releí el contenido de las revista hoy, para apreciar cómo ese conjunto de ideas y palabras pronunciadas hace algo más de dos años resonaban en el presente. Allí están pensadas todas (o casi todas) las figuraciones del fulgor, todas (o casi todas) las formas de malestar y desconciliación con el mundo, como fuentes de los destellos críticos. (Repasarlas fue un placer, igual que su cita ahora, como forma de invitarlos a que hagan lo propio). Isidoro Vegh y Noé Jitrik , por ejemplo, trazan respectivamente un mapa exhaustivo y fascinante del recorrido del fuego entre los humanos desde sus figuraciones en los tiempos del mito. Escritores como Chernov y Libertella , hablan por su parte de la fugacidad de los destellos que se desean atrapar en un trazo de pintura o en la provisoriedad de las palabras (las reescrituras infinitas a las que ellos refieren se parece a la búsqueda obsesiva por captar ese rayo verde del sol antes de desaparecer en el horizonte, como en la película de Rohmer). La representación está aludida en cada trabajo, ya sea para para dar cuenta de los elementos del mundo convertidos en “signos escenográficos de cada texto”, como dice Marcelo Chirico al ocuparse de los piqueteros de los noticieros de TV, de las Meninas de Velázques o de La tempestad de Greenaway, textos que se ocupan de recordarnos, además, el modo en que los espectadores siempre estamos incluidos en la escena. O para remarcar el afán revulsivo que aún pueden tener las representaciones, como dice Alicia Entel al describir los graffittis de altura imposible de los “vándalos” paulistas. Y lo dice en contra del pesimismo adorniano respecto a la eficacia perdida de ese afán de sustitución en las palabras, los rituales o la iconografía, cuando la representación se olvidó de sus inicios mágicos para llegar a lo conceptual.

El fin del siglo XX ofrecía un cuadro desgarrador, nadie podía dejar de describirlo, pero dejaban filtrar alguna luz de esperanza. La que se cuela por ejemplo, en la pregunta con la que Marita Manzzotti , cierra su reflexión sobre el “encandilamiento que produce el malestar”, o “el goce que favorece su resplandor en el discurso actual”, con la pregunta: “¿Estamos llegando o estamos partiendo?”. Un poco como la heroína de Rohmer, quizás ella confiaba, o todos confiábamos en esa raya del calendario para dar lugar al deseo escondido en lo más recóndito de cada quien, de poder partir desde algún lugar, de creer en el destino fechado de las apariencias, de los fulgores, las iluminaciones en el sentido de experiencia anticipada del alba, de un haz de luz.

Benjamin, el más certero en pensar en estas cuestiones las llamó “el alumbramiento de un despertar”: el umbral de un ver. En él pensaba tal vez Casullo, cuando en su trabajo menciona que analizar las épocas siempre fue en lo moderno escritura del malestar, la búsqueda de un secreto que explique el malestar: la búsqueda de una luz fugaz que encienda la escena.
La revista se cierra con la intervención de Ernesto Domenech, Juez en lo Criminal de la provincia de Buenos Aires, además de notable fotógrafo. En cuanto tal, fascinado con la luz, la que logra detener y condensar algo del tiempo, algo del pasado en las fotografías . Entre las bellas imágenes (fotográficas, fílmicas, literarias) que convoca para ilustrar su idea del resplandor, acerca la de la caída de la bomba de Hiroshima, es decir, la que iluminó la mitad del siglo pasado con el fulgor de máxima malignidad. En el final del recorrido propuesto por la revista, entonces, esta figura parece sintetizar el resto de las participaciones en su cualidad implícitamente profética. A dos años de aquellas Jornadas, los aviones contra las torres gemelas golpearon en directo todos los ojos del nuevo siglo. Actualizaban en la realidad un esquema ficcional ya filmado, el pasaje al acto sobre la escena del mundo ya vista en el cine, la escena fantasmática conectada grotescamente con su posible en la realidad.

No sé si Benjamin hubiera llamado “Iluminaciones profanas” a esas llamaradas de film catástrofe, propias de una historia convertida casi en ruina, de una civilización percibida como barbarie, pero que en esa misma negatividad permite (aún permite) la ranura mesiánica. Permite imaginar al ser humano después de la cultura, sobreviviente a su propia cultura histórica, dispuesto a traducir su “mal /estar” en el mundo con los atajos de una “percepción otra”, de un “conocimiento otro”, capaz de alentar el siglo que nace con nuevas Iluminaciones. Esa renovada conexión de fulgores y malestares es la que prometen lograr Carlos Bruck y su equipo en los próximos números de la revista. Serán bienvenidos.